El desierto y el yermo se alegrarán…

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El desierto y el yermo se alegrarán…


Reflexión para el tercer Domingo de Adviento


Se alegrarán… Lo anunciaba el profeta mientras el pueblo pagaba la pena del destierro, y no encontraba el momento en que acabase aquel castigo. Y su palabra parecía una luz blanca que entra por las grietas de la puerta cuando dentro está oscuro. Para que sus pupilas y sus corazones se empezasen a acostumbrar a algo nuevo y desbordante. Era lo soñado, pero era más aún… Empezaban a alegrarse, y a preparar la peregrinación de vuelta que desbordaba tierras y caminos, y empujaba a algo que no tendría fin, como una buena noticia que se extiende hasta que recorre el planeta.

Me alegraré, digo yo. Cuando colecciono momentos felices que se evaporan rápidamente. Y me obligo a poner una sonrisa que no me sale, porque debo, y porque –en realidad- no tengo motivos para estar triste. Me alegro, sí, cuando repaso momentos y personas, sueños o experiencias. Esa alegría efímera, que ya sé cómo es, que empieza y acaba en mí. Buenos ratos que me despejan y se acaban enseguida. Pero no es eso, porque me sabe a poco y me deja con ganas de más…

Se alegrarán… Pienso en los que ni siquiera un momento de felicidad han conocido en esta vida. Los que luchan por salir de una angustia impuesta, que les condena a la amargura sin límites. En la violencia, la injusticia, el maltrato, la enfermedad, la pena, la soledad más cruel. Se alegrarán, porque lo necesitan y lo merecen. Han aguantado mucho luto y la promesa de Dios para ellos no puede ser sino la alegría de la que se les ha privado. Y yo sé que es más que un sueño romántico y consolador, más que una utopía gratuita o una promesa barata. Se alegrarán porque todo un Dios les hará sentir que son sus preferidos, los más amados, los que se le parecen en dignidad.

¿Me alegraré yo? ¿Lo sentiré plenamente algún día? Todo mi ser suspira por una alegría mayor de la que me puedo dar. Que sabe a promesa, a plenitud y eternidad. ¡Y estoy convencido de que existe! Mis entrañas están preparadas para recibirla de fuera, o explorarla dentro. Quizás sea un regalo que yo no me puedo dar, y que está aunque no lo haya descubierto sino en flashes… Se me ofrece una alegría de adentro hacia afuera, que debo acoger como se recibe un gran tesoro que ya estaba escondido y uno de pronto lo encuentra… Lo valora, lo contempla, lo disfruta y lo comparte. Me alegraré de verdad cuando sienta que mi vida está atravesada por la Tuya, que mi presente y mi futuro, y hasta mi pasado, están amarrados a un Amor inmenso que me completa y me revela mí mejor yo.

¿Con qué adjetivos puedo definir los momentos de alegría de mi vida? ¿Me dejan bien, o me saben a poco? ¿Siento que mi existencia está llamada a una alegría mayor, plena y desbordante? ¿Soy capaz de reconocerla en lo pequeño y de pedirla como un don que necesito? ¿Contagio alegría en los ambientes por los que me muevo? ¿De quién o quiénes la recibo y cómo la agradezco? ¿Me comprometo a construir mayores espacios de gozo en la humanidad y en las vidas de los más necesitados?

Fray Javier Garzón