Fiesta de Pentecostés

Sermón 5º de Juan Taulero para la fiesta de Pentecostés o para los días de la Octava: Sobre cómo a ejemplo de los discípulos de Cristo debemos prepararnos para recibir al Espíritu Santo[1]

Los Apóstoles regresaron a Jerusalén (Hch 1, 12)

            Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo único de Dios, habiendo concluido todo lo que el Padre le había concedido hacer, y habiendo dado fin a la obra para la que había sido enviado a este mundo, acababa el día de la Ascensión de sustraer su dulce presencia corporal a los apóstoles, para retornar al cielo, y éstos, abandonando entonces el monte de los olivos, regresaron a Jerusalén. Allí se dedicaron a seis cosas.

            En primer lugar, viéndose abandonados por el mundo entero, sin amigos, sin consuelos de ninguna clase, se apartaron completamente de todas las cosas exteriores para entrar en sí mismos, en su interior. A partir de ese momento, en efecto, habían hecho el sacrificio del mundo y de todo lo que podía proporcionarles alguna satisfacción: habían muerto a todo.

            En segundo lugar, se ofrecieron enteramente a Dios, dispuestos a morir o a vivir por su amor, no teniendo otra preocupación que ser los instrumentos dóciles de su santísima voluntad, indiferentes a su propia suerte, cualquiera que fuesen los sufrimientos que tuvieran que soportar, con tal de que Dios fuera glorificado en ellos. También regresaron, siguiendo la orden que habían recibido, a la ciudad de Jerusalén, en medio de sus enemigos, esperando la buena voluntad de Dios. Sin duda, sin embargo, no se resignaron a este proceder sin un gran temor.

            En tercer lugar, repasando en su espíritu las dulces enseñanzas de Cristo, se daban cuenta, en ese momento, con qué falta de respeto las habían recibido; les parecía que se habían mostrado indignos de ver los magníficos ejemplos que habían tenido ante sus ojos, y de escuchar los discursos abrasados de amor de su divino Maestro. ¿Qué habían hecho para sacar provecho de ello? ¡Cómo le habían seguido con tibieza y cobardía! Entonces –digo yo– comenzaron a conocer su error, a lamentar su endurecimientos y castigarse a sí mismos con lágrimas amargas y sollozos profundos.

            En cuarto lugar, se acordaron con atención de la perfecta abnegación de su santísimo Maestro: jamás lo habían visto, a lo largo de toda su vida, buscarse a sí mismo. Las palabras que él había dicho le venían a la memoria: Si alguien quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo (Mt 16, 24), y, bajo la impresión de estos recuerdos, examinaban y veían claramente lo alejados que estaban de esta verdadera abnegación total de Cristo y cómo habían tomado de una manera natural y carnal sus ejemplos Se daban cuenta de lo poco libres que eran todavía y de lo poco desprendidos que estaban del vano temor y de las preocupaciones de la naturaleza. Y se acusaban sin piedad, se confesaban culpables, reconociendo humildemente su imperfección con una especie de disgusto de sí mismos.

            En quinto lugar, después de haber reconocido sus vicios y sus defectos, se dirigieron interiormente, con todo el afecto de su alma, hacia su querido Maestro, para suplicarle, desde el fondo de su corazón, para que les perdonase todas sus afecciones, todos sus deseos desordenados, su excesiva grosería, sus incontables imperfecciones de todo tipo; le pedían insistentemente que destruyera en ellos el vano temor, el amor propio, todos los sentimientos sensuales que habían tenido hacia las formas exteriores de su humanidad: le rogaban, finalmente, que les quitara totalmente todos los obstáculos que se oponían a su verdadero progreso hacia la vida perfecta. Eso es lo que deseaban, lo que pedían de todo corazón. Y si no hubiera sido así –es mi convicción– no hubieran recibido el Espíritu Santo.

            En sexto lugar, tenían una confianza absoluta en que el Señor Jesús les enviaría los consuelos y las ayudas que les había prometido. También, a pesar de la privación de las cosas más necesarias, a pesar de las oposiciones del mundo entero, se sentían sostenidos por esta confianza que tenían puesta en su buen Señor y su dulce Maestro. Estaban seguros de que no les abandonaría jamás, a pesar del temor que a veces les invadía al recordar sus propias faltas. ¿No serían castigados por su poca resignación?

            Podemos preguntarnos aquí, no sin razón, ¿por qué la misión del Espíritu Santo había sido retrasada?, ¿por qué no fue enviado inmediatamente después de la Ascensión, puesto que ya en ese momento los Apóstoles habían muerto para el mundo, y habían pedido que todo afecto carnal, toda sensualidad de la naturaleza, les fuera quitada por la luz divina?

            A esa cuestión respondo diciendo que no es verosímil que el Espíritu Santo les haya sido negado hasta el día santo de Pentecostés. Ya lo habían recibido, incluso antes de que Nuestro Señor hubiera subido al cielo, y a continuación fueron penetrados cada vez más profundamente por él. Entre más a fondo se conocían, más descendían en la humildad y el desprecio de sí mismos, y más también los visitaba e inundaba el Espíritu de Dios. Sin embargo, jamás lo habían recibido aún con esta plenitud y esta sobreabundancia que les fue concedida el día de Pentecostés, porque hasta ese momento no se habían desprendido totalmente de sí mismos, no se habían vaciado totalmente, no se habían desnudado completamente, no estaban todavía exentos de todo bien. En Pentecostés, por el contrario, el vacío es completo, el desprendimiento es total. Sin embargo, antes de la recepción del Espíritu Santo no había sido abandonados completamente; pero solamente entonces la fuerza divina se derramó sobre ellos sin el menor obstáculo, y penetrándoles perfectamente, les desprendía, les hacía completamente libres de su naturaleza. Y, al mismo tiempo que esta fuerza se derramaba, se instauraba la paz en sus almas.

            San Gregorio, hablando de los discípulos del Señor, y de todos los que se le asemejan, se expresa así: “Entre más crece en nosotros la fuerza divina, más va perdiendo su fuerza nuestro espíritu. Cuando nos negamos plenamente a nosotros mismos adquirimos el perfecto desarrollo en Dios”.

            Que Dios Padre, que Dios Hijo, que Dios Espíritu Santo, bendito por todos los siglos, se digne concedernos a todos esta gracia. Así sea. 


[1] E.-P. NOËL, O.P., Oeuvres Complètes de Jean Tauler. Religieux dominicain du XIV siècle. Traduction littérale de la version latine du Chartreux Suris, tm. 3, París 1911, pp. 74-78 (la traducción del francés ha sido realizada por Manuel Ángel Martínez, O.P.).