Pobreza de espíritu

Vamos a reproducir aquí la traducción, a partir de una edición francesa, de un texto de Juan Tauler que pertenece al primer capítulo de su obra Imitación de la vida pobre de Nuestro Señor Jesucristo[1].

Naturaleza de la verdadera pobreza de espíritu

La perfección más elevada del ser humano tiene su fuente en la verdadera y entera pobreza de espíritu. ¿Qué digo yo?, la misma pobreza de espíritu es la perfección propiamente dicha, la más verdadera y elevada. Es sumamente importante aprender y saber lo que es, en qué consiste y hasta dónde se extiende. Ahora bien, esta pobreza consiste en ser semejantes a Dios. Dios es un ser independiente de todas las criaturas, un ser que tiene su esencia en sí mismo, una fuerza libre, un acto puro. Si pues la verdadera pobreza de espíritu es una semejanza con Dios, esta pobreza no debe depender tampoco de ninguna criatura, debe ser una esencia separada de todas las esencias: un ser, en efecto, que no está apegado a nada, que no depende de nada, un ser separado de todo. Así es la verdadera pobreza de espíritu: no está apegada a nada, nada le está apegado.

La pobreza de Espíritu nos hace semejantes a Dios en su independencia

Eso es posible?, me preguntáis. Porque en definitiva todas las cosas dependen unas de otras; ¿solamente el pobre de espíritu no dependerá de nada creado? Así es verdaderamente: no depende de ninguna criatura; no está apegado a ninguna; todo lo creado está por debajo de él; sólo depende de lo que está por encima de todo, de lo que es, como dice san Agustín, la más eminente de las realidades, a saber: de Dios. Sólo se apega a Dios; la verdadera pobreza de espíritu sólo tiende hacia Dios, sólo depende de Él y de nada más. Y, por la pobreza, adquiere la nobleza más grande: ¡estar apegado a Dios y a nada más, sentirse suelto y libre, lo más posible, de todas las realidades inferiores!

Algunos pretenden que la pobreza de espíritu más elevada, la más verdadera, la más pura tendría lugar cuando el ser humano llegara a ser lo que era cuando todavía no existía. En ese estado, dicen, no había ninguna voluntad; era como Dios con Dios. -Para que eso fuera verdad, haría falta que eso fuera posible. Ahora bien, el ser humano, como ser creado, tiene necesariamente una inteligencia, una voluntad: es necesario que conozca a Dios y que le ame. Toda su felicidad está ahí, como lo afirma san Juan el discípulo amado: La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (17, 3).

Desde ese momento, dado que el ser humano debe conocer y amar a Dios, ¿cómo puede tener esta pobreza de espíritu en este conocimiento y este amor de Dios? A eso respondo diciendo que puede tenerla si conoce a Dios por Dios, si le conoce y le ama a causa de Él, si este conocimiento y este amor no se dirigen más que a Él. Sólo este conocimiento y este amor dan la felicidad y procuran la vida eterna. Conocer a Dios por las imágenes, las formas y las representaciones que nos vienen de los sentidos, no produce ninguna felicidad, porque eso no es más que un conocimiento natural, y no basta al verdadero pobre de espíritu; pues tiene que ser pobre precisamente de esas mismas imágenes si quiere ser feliz y merecer verdaderamente su título de pobre.

Independencia de las realidades sensibles e incluso de las espirituales

Pero se plantea una cuestión: si las representaciones racionales en formas y en imágenes, que los sentidos proporcionan al ser humano lejos de procurarle la felicidad se convierten en un obstáculo para esta felicidad y para la verdadera pobreza de espíritu, si debe estar desprendido y desprovisto de ellas, ¿por qué se le conceden esas imágenes?, ¿para qué le sirve el don de discernimiento a través de los sentidos? -Respondo lo siguiente: mientras la multiplicidad o la variedad causa impresión en el ser humano, mientras está sometido a ella, tiene necesidad, no puede prescindir de ese discernimiento racional que se realiza a través de las imágenes: es para él un medio para llegar a un estado más elevado. Pero cuando ha podido llegar a abstraerse de esas realidades múltiples y diversas para entregarse a la unidad y a la simplicidad, cuando ha salido de sí mismo y llegado así a la verdadera pobreza de espíritu, debe inmediatamente renunciar a todo discernimiento realizado por medio de imágenes; debe estar libre y puro de todo y entrar verdaderamente en el Uno. Mientras permanezca apegado a las formas y a las imágenes, a representaciones y al discernimiento por los sentidos, es todavía débil, frágil y está alejado de la verdadera pobreza de espíritu.

Sin embargo, el ser humano necesita el discernimiento realizado mediante formas e imágenes y la percepción sensible de las realidades, si quiere y si debe aprender algo: porque vive en el tiempo está obligado a obrar con el tiempo en su vida exterior y tener cuenta de su condición, de sus relaciones temporales; no debe permanecer inactivo y perezoso; su deber, por el contrario, consiste en esforzarse por poner en relación y armonía al hombre exterior con el interior: el don de discernimiento racional le sirve para todo esto. Le es útil también e incluso necesario para resistir a los pensamientos nocivos y malos que se nos presentan con tanta frecuencia y que debemos alejar para proteger nuestra alma de toda mancha y de todo pecado. Sin embargo, la verdadera perfección, la verdadera y pura pobreza de espíritu no tiene necesidad de las impresiones y enseñanzas de los sentidos: no se adquiere por la naturaleza, sino por Dios y con Dios: su conocimiento y su amor tienen únicamente a Dios por objeto. Por eso es una esencia pura y simple, una unidad separada de toda criatura y de toda diversidad.

El ser humano perfecto no debe únicamente estar libre de todo conocimiento y de todo amor de las realidades naturales y sensibles; si quiere llegar a la unión más íntima con Dios, es necesario todavía que se eleve por encima de la misma gracia y de las virtudes. En efecto, tanto la gracia como las virtudes son de una naturaleza creada. ¿Qué es la gracia? Una luz que Dios obra, crea e infunde en el alma; por medio de ella el alma es atraída de lo corporal a lo espiritual, de lo temporal y pasajero a lo eterno, de la diversidad a lo simple y al uno. Pero una vez que el alma es iluminada por la gracia supera el tiempo, todo lo que está sometido a la duración y a la multiplicidad, una vez que se desapega de todo para unirse completamente al uno, entonces, es el espíritu puro el que obra y se mantiene en la eternidad; entonces la gracia es remplazada por Dios mismo: el alma ya no es conducida por medio de la gracia que, es de naturaleza creada, sino que es Dios mismo quien la atrae, quien la conduce inmediatamente de Él a Él, según esas palabras de san Agustín: “Oh Dios, ¿quién me diera otro tú mismo para que yo vaya de ti a ti?” Desde este punto de vista, pues, el alma es pobre de gracia, porque está por encima de la gracia, transportada por Dios a Dios.

Para que el ser humano tienda seriamente a la verdadera perfección, es preciso, además, que esté desprendido de las virtudes. Si sólo consideramos las obras, las virtudes son naturales; son divinas por la intención que las dirige. El ser humano debe obrar por una intención totalmente pura, es decir, únicamente por Dios. En efecto, lo que Dios estima y ama en la virtud no es la obra sino la intención. Por la intención la virtud deja de ser algo natural para convertirse en algo sobrenatural y divino. Es así como toda acción adquiere su precio por su fin. Ahora bien, siendo Dios el fin del ser humano y sólo Dios, comprendemos que la pobreza o el desprendimiento pueda extenderse hasta la virtud.

El ser humano perfecto debe incluso estar desprendido de la virtud bajo otro aspecto. Veamos cómo. Es preciso que se haga tan hábil, tan experto en todas las virtudes, en el grado más elevado de la perfección, que ya no tenga que pensar en ellas de ningún modo, para realizar las acciones; es preciso que obre virtuosamente, no sólo una vez como de pasada, sino de algún modo por esencia; no multiplicándose, sino en una perfecta unidad. Entonces, la virtud ya no es natural, sino divina. Y, así como Dios contiene todas las cosas en Él, así el ser humano completamente pobre contiene todas las virtudes en la unidad del amor, porque en el amor ejerce todas las virtudes. Es así como la virtud llega a ser esencial y se concilia muy bien con la verdadera pobreza de espíritu. ¿Qué digo yo?, el ser humano jamás podrá llegar a la pobreza perfecta si todas las virtudes no llegan a ser su misma esencia.

Ahora bien, es transformado en la sustancia de la virtud cuando está libre de todas las cosas accidentales, y está libre de todas las cosas accidentales cuando el amor de Dios lo ha despojado de todo lo que es pasajero, cuando, interiormente y exteriormente, se encuentra libre, despreocupado, liberado de todo, practicando la virtud no ya con resistencia y esfuerzo, sino sencillamente, con el deseo purísimo de abandonarse a Dios y de negarse a sí mismo hasta en la virtud. Pero este desprendimiento no es posible al ser humano que todavía no se ha desprendido de todo lo exterior y accidental. Mientras el amor divino no lo ha situado todavía por encima de todas las contingencias, no tiene, no puede tener la virtud en su esencia; sólo obra por accidente, porque lo que existe ahora para dejar de existir en el instante posterior es accidental. Es así como este ser humano obra virtuosamente según el tiempo, la ocasión, las apetencias o la necesidad que se presentan o no se presentan, mientras que el pobre de espíritu obra siempre igual; la virtud es indestructible en él, como su sustancia misma, por eso le llamamos virtud esencial, porque se ha transformado en su propia esencia.

Por consiguiente, quien posee una virtud en su esencia y su perfección las posee todas, porque todo lo que puede realizar exteriormente e interiormente conduce a una virtud perfecta. Dirigiendo todas sus actividades, todas sus acciones hacia una única y misma virtud, adquiere la esencia de esta virtud, y por ella, atrae a sí todas las demás y las hace esencialmente suyas. Si, por el contrario, todos sus esfuerzos, todas sus capacidades no tienden a la virtud que quiere adquirir, no podrá adquirir la esencia, y entonces ninguna otra virtud se convertirá en propia, porque él mismo está en oposición con la esencia de la virtud.

Independencia de los bienes materiales de este mundo

Sin embargo, nuestra perfección no consiste solamente en la libertad y el desprendimiento del hombre interior, sino también en la pobreza exterior, porque no somos hombres sólo en cuanto al alma, sino también en cuanto al cuerpo. Por eso no basta ser libre y desprendido interiormente, es preciso también, en la medida de lo posible, serlo exteriormente. Cuando, exteriormente e interiormente un ser humano se entrega con todas sus fuerzas a la virtud de la pobreza, en la que consiste la perfección, solamente entonces puede llegar a ser perfecto. Pero, desde el momento en que ha muerto a todo lo que, interiormente y exteriormente es de este mundo, a toda criatura, desde ese momento ya no está atado a nada, ni la más mínima amenaza afectará a la nobleza y pureza de su pobreza; y si, exteriormente, le corresponde algún bien temporal o si recibe algún don de parte de las criaturas, es libre de todo ello en cuanto a la inclinación de su corazón; todo lo que adquiere así, todo lo que recibe sin que él haga nada, lo considera, como es en realidad, un don de Dios, cuya voluntad, en todo, busca nuestro mayor bien, tanto en el amor como en la pena, en la amargura como en la dulzura. Cuando, en efecto, una persona está desprendida de todo para no pensar más que en Dios, es imposible que el Señor infinitamente bueno no se le adelante con todo lo que puede contribuir a su bien, ya sea corporal o espiritual, y entonces esta persona deberá aceptar todo de la mano divina, porque todo lo que le ocurre es verdaderamente de Dios y no de las criaturas.

Pero, ¿qué deberá hacer el ser humano perfecto cuando se le concedan en exceso bienes temporales? Debe aceptarlos sin faltar a su pobreza, es decir, sin apegarse a ellos, no debe estimarse más rico por los dones más o menos grandes que se le han concedido, porque sólo Dios es toda su riqueza y no el bien temporal.

Pero, ¿debe aceptar siempre lo que se le da? Que considere en primer lugar quién es el que ofrece. ¿Es él mismo un pobre, uno de esos hombres desprovisto de bienes de este mundo, pero de tal modo rico en amor que experimenta la necesidad de darlo todo? O bien, ¿es alguien que quiere hacerle un don por afecto natural? En uno y otro caso, sobre todo en el último, no hay que aceptar nada. Dejad a vuestro donante hacer de su bien el uso que quiera, en cuanto a vosotros, permaneced libres. Pero, si es una persona rica en bienes temporales y pobre en amor y os da, sin embargo, por Dios, aceptad lo que os ofrece, tomad lo que necesitáis y distribuid el resto a otros. Aceptar en ese caso no es apegarse al bien, es ver en ello la obra, el don y la voluntad de Dios.

Pero si se os da poco, podéis usar todo para cubrir vuestras necesidades. Cuando se os dé, aceptad; cuando se os niegue, soportadlo pacientemente. Vale más encontrarse con frecuencia en la necesidad que poseer. Aprendemos mejor a conocernos cuando nos falta de todo que cuando se tiene lo necesario. La necesidad nos hace aptos para recibir los bienes eternos. La enfermedad da con frecuencia las fuerzas espirituales, que son preferibles a las fuerzas físicas. Escuchemos lo que dice san Pablo: …la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad (2Co 12, 9).

No os dirijáis a los ricos: de ordinario les falta la verdadera caridad y la fidelidad. He aquí la pobreza: Los pobres y los ricos son desiguales. Ahora bien, lo sabéis, sólo hay amor entre los iguales. No existe, pues, verdadero amor entre los ricos y los pobres, porque a los primeros les falta la fuente de donde brotan el amor y la entrega verdaderos. El rico casi siempre da por algún interés. Por la limosna quisiera ganar el cielo o alejar de sí las penas del infierno. Ahora bien, esta esperanza y este temor no son ciertamente los signos del amor y de la entrega verdadera. Los ricos no se aman más que a sí mismos, y si creyeran que pudieran ir al cielo sin el pobre, con mucho gusto tendrían pocas relaciones con él y la menor benevolencia posible. Hacen muy poco por el pobre; no alcanzan a elevarse hasta el don perfecto, como lo pide la verdadera caridad, y si dan mucho es porque se encuentran obligados y forzados por la necesidad. Además, el pobre está desprendido de todas las criaturas; el rico, por el contrario, se apega todavía más. ¿Cómo siendo tan diferentes uno de otro podrán sentir un amor verdadero el uno por el otro? Ahora bien, el rico no tiende a nada tanto como a sí mismo y a las criaturas, ¿cómo sería capaz del amor verdadero? Hay que añadir que la verdadera caridad es completamente espiritual, porque procede del Espíritu Santo: el rico, por el contrario, es totalmente terreno, ¿cómo podría poseer la caridad espiritual? En fin, el verdadero pobre no es conocido por los ricos; no puede, por consiguiente, ser amado por ellos, porque esas dos cosas, conocer y amar se siguen como el efecto sigue a la causa, según las palabras de san Agustín: Se puede amar bien lo que no se ve; pero nadie ama lo que no conoce.


 

[1] JEAN TAULER, Imitation de la Vie pauvre de N.-S. Jésus-Christ, traducida del Alemán por un sacerdote de la diócesis de Strasbourg, París 1914 (la traducción del francés ha sido realizada por Manuel Ángel Martínez, O.P.).