El carisma dominicano es la predicación. Pero, cuidado, no es una predicación cualquiera. Se trata de una predicación informada y sazonada del resto de los elementos que sostienen la vida del predicador. En ella, el estudio se avanza como uno de los pilares fundamentales. No extrañe este dato que, como estamos señalando, entronca con los albores mismos de la Orden. Domingo entendió con agudeza y finura espiritual que la predicación que necesitaba la Iglesia de su tiempo era una predicación veraz, doctrinal, bien fundamentada. Justamente, la herejía se define como una presentación errónea o incompleta de la verdad de la fe que, por eso, rompe la comunión en torno a ella. Por tanto, frente al error no cabe otra predicación que la verdad. La Orden, desde sus inicios, se reconoce a sí misma en la veritas y sabe que, para adquirirla, no basta sólo la oración, sino una contemplación asentada en la disciplina del estudio: el estudio de la verdad. El carisma de la predicación, como reconoce el papa Honorio III en la Carta de aprobación de la Orden, se caracteriza por su integridad. Y esta integridad abarca la totalidad de lo que Dios ha revelado al hombre entero. Este hecho reclama que la razón acompañe adecuadamente a la fe, para evitar visiones parciales y, por ello, no plenamente humanas de la misma.
Pero la relación entre la docencia y la predicación, que la Orden ejemplifica, la podemos hallar en la misma vida de Jesús. Allí la aprendió Domingo de Guzmán. Uno de los títulos con los que el Nazareno fue conocido en su tiempo es el de Maestro (Rabbí). Maestro tenía un significado particular en el mundo judío. Era el entendido en la Torá, en la Ley, y, de modo general, en la Palabra de Dios. Enseñaba a sus discípulos de manera autorizada, después de haber realizado todo un proceso reglado de estudio. A Jesús, en efecto, se le llamaba Maestro, aunque no consta que hubiera pasado por el itinerario académico requerido. No obstante, la autoridad de su enseñanza, su manera de vivir, el acompañarse de sus discípulos, le granjeó una fama y un reconocimiento que se interpretó en clave magisterial. Jesús, nos lo dice el Nuevo Testamento, predicaba y enseñaba la Buena Noticia del Reino. Jesús fue un docente de Dios y de su proyecto. Además, con evidentes cualidades para ello, como se detecta en el uso, por ejemplo, del género parabólico. Para comprobar hasta qué punto la identidad predicadora de la Orden va unida a la enseñanza, bastaría recordar el título de Maestro (Maestro de la Orden) que recibe el Superior General.
De este modo, la predicación que caracteriza a los Dominicos y a su vasta familia es la predicación doctrinal, la predicación de la verdad. Este tenor doctrinal y veraz de la predicación dominicana se alimenta en el estudio y abarca también la enseñanza, principalmente de la Teología. Como se aprecia, el carisma de la predicación y de la enseñanza teológica se reclaman y complementan con naturalidad en la vida dominicana. Domingo mandó a los primeros frailes a formarse en las mejores universidades de la época. Muy pronto los frailes predicadores iban a destacar en la docencia de la teología en esas mismas universidades. Figuras como San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino lo demuestran.