Enseñar teología, por consiguiente, no puede verse como una actividad desligada del proceso de la comunicación y acreditación de la fe. Al contrario, está fuertemente comprometida en él. La docencia de la teología en la Orden es un ejemplo preclaro de este compromiso. Y para muestra un botón.
Santo Tomás de Aquino fue predicador, pero lo fue siendo teólogo. Y consagró la mayor parte de su vida a la docencia teológica. Sabía que su reflexión era un servicio a la verdad recibida que había que predicar. Este servicio docente no era para nada abstracto.
La Baja Edad Media en la que vivió este singular fraile dominico fue una época dominada por las preguntas que, en las nacientes universidades, se hacían en torno a determinadas cuestiones surgidas a causa de la entrada en Europa del aristotelismo a través de autores como Averroes.
Su reflexión, su pensamiento, su docencia, es un icono luminoso del intento de mostrar la pertinencia de la fe cristiana a través del empleo de formulaciones nacidas del mundo aristotélico. Su teología fue del todo actual. Luego, sus obras, sobre todo la Suma, se convirtieron en manuales en los que generaciones de profesores enseñaron y alumnos aprendieron a pensar la fe, a hacer teología para vivir mejor la fe, para predicar con mayor acierto la Buena Nueva.
Enseñar teología, mirarse en el Angélico para hacerlo, sigue siendo un rasgo característico de los frailes predicadores y, desde luego, todo un reto.