Fr. Jesús Espeja Pardo O.P.
Hace bastantes años en la capilla de un pueblecito cerca de Montpelier leí con devoción: “Ecce cernis… estás viendo los orígenes de la Orden de Predicadores”. Fue el lugar donde Domingo decidió emprender la misión evangelizadora en el sur de Francia dejando atrás los moldes monásticos. Según nuestra Constitución Fundamental, el fin de la Orden es “la predicación y salvación de las almas”. Para el dominico la integración afectiva y la relación con sus hermanos se articula desde el apasionamiento por ese fin; y la misma comunidad no tiene sentido si no es por la misión. Originariamente la comunidad nace, no para que los individuos convivan y se ayuden satisfactoriamente, sino para dedicarnos “por entero a la predicación íntegra de la palabra de Dios”. La predicación incluye también apertura constante al mundo que continuamente cambia y en cuya evolución interviene ya el Espíritu. Con una visión positiva del mundo, Santo Domingo combatió al dualismo maniqueo; y en la tradición dominicana la encarnación continuada fue siempre y sigue siendo clave de nuestra espiritualidad. En el siglo pasado, D.M. Chenu, aquel sabio y entrañable dominico, presentó con lucidez el significado teológico que tienen “los signos de los tiempos”.
Cuando no se vibra por el objetivo de la misión –el celo apostólico tan manifiesto en Domingo de Guzmán y en los santos dominicos– fácilmente se reduce la comunidad a la búsqueda obsesiva de relaciones interpersonales gratificantes o de mutuos ajustes para la formación de la propia personalidad; hasta se pretende a veces que la convivencia comunitaria se configure según el modelo que tenemos de familia humana. Porque la predicación motiva y modaliza la espiritualidad comunitaria de los dominicos, el convento, “célula fundamental de la fraternidad dominicana”, debe tener al menos seis frailes asignados precisamente para salvaguardar ese cometido. Cuando no se respira el apasionamiento por el objetivo evangelizador o resulta difícil concretarlo en un cambio de paradigma cultural, la “instalación” de los frailes y la endogamia de los conventos son patologías lamentables. Ante la dificultad de abrir nuevos caminos para una buena predicación en la sociedad inhóspita para la fe cristiana, asumir comunitariamente parroquias puede ser una tentación fácil y sutil para dispensarnos de la creatividad que postula esta nueva situación cultural, y que, por nuestro carisma, los dominicos debemos ofrecer a la Iglesia evangelizadora.
Porque la predicación es para los seres humanos que sólo existen dentro de una situación cultural en dinamismo cambiante, la vocación profética de la Orden exige sensibilidad ante lo nuevo que quiere nacer, y búsqueda de nuevas presencias y nuevas formas; en ello vienen insistiendo los últimos Capítulos Generales. Esta vocación exige dejar que muera lo que debe morir. Urge recuperar lo que V. de Cuesnongle, antiguo Maestro de la Orden, llamó “la predicación itinerante”. No sólo para hacernos presentes y activos en líneas de frontera, sino porque subjetivamente, en nuestra propia intimidad, debemos romper fronteras, abandonar nuestras seguridades y salir de la propia tierra evitando la “nefasta instalación” y el inmovilismo que son cáncer mortal para el carisma dominicano.