Fr. Jesús Espeja Pardo O.P.
Es ésta una característica de la espiritualidad dominicana con sus aspectos positivos y su actualidad para los tiempos modernos, pero también con sus peligros. Las Constitución Fundamental declara: “en virtud de la misma misión de la Orden, son afirmadas y promovidas de modo singular la responsabilidad y la gracia personal de los frailes”, pues cada uno “es considerado como hombre maduro”. Y en nuestra legislación se insiste:”los superiores, al ejercer su autoridad, presten diligente atención a las dotes peculiares de los frailes”, “deben oírles con agrado y pedirles su parecer en las cosas de mayor importancia”.
Cada uno hemos sido puestos en manos de nuestra propia decisión; la obediencia dominicana es primero entrega libre y personal. Me tocaron en suerte formadores excelentes que modelaron mi conciencia. Recuerdo con gratitud la consigna de mi maestro fr. Bonifacio Llamera: hay que formar para obedecer; para que los frailes no se sometan servilmente como esclavos, sino que se integren con amor en el proyecto común, siendo ellos mismos, actuando con autonomía y por convicción. Pronto comprendí que en la Orden las personas son antes que todas las instituciones legales. Nuestra Constitución Fundamental recoge aquella novedosa y proféticamente moderna intuición de Domingo: “que sus propias leyes no obliguen a culpa”. Según sus biógrafos, si en algún caso se diera prioridad a las leyes sobre las personas, él mismo intervendría directamente para “borrar las reglas raspándolas con un cuchillo”. En las antiguas Constituciones existía el llamado precepto formal: los frailes debían obedecer bajo pecado; pero se precisaba significativamente: si el superior actúa movido, no por el bien común y el bien del fraile, sino por un movimiento de ira u otro interés bastardo, el precepto no obliga. En esta preocupación para que el individuo sea él mismo dentro del proyecto común, tiene significado la “ley de dispensa”, que no debe ser interpretada como concesión a la debilidad humana sino más bien como mediación para compaginar legislación comunitaria y las situaciones concretas de los individuos.
Sin duda, esta relevancia de la persona es un valor bien destacado en el Evangelio. A la escucha de los justos reclamos que viene lanzando la modernidad, el Vaticano II defendió la prioridad de la conciencia y libertad de las personas; por eso nuestro carisma dominicano, de clara inspiración evangélica, es signo profético para este mundo moderno. Es verdad que la relevancia del individuo nos hace a los dominicos –así lo denuncio el Capítulo General de 1980– “proclives al individualismo”. Pero esa tentación no se vence volviendo a métodos represivos de autoritarismo que nada tienen que ver con nuestro espíritu dominicano, sino creciendo en autonomía por el encuentro personal con Jesucristo que llamamos “gracia”. Tenemos así la gran oportunidad para redescubrir y practicar la moral evangélica cuya ley, según Tomás de Aquino, es “la gracia del Espíritu Santo que se da por la fe en Cristo”. ¿No invocamos a Domingo de Guzmán como “predicador de la gracia”? En la Regla de San Agustín, por la que adoptó la Orden, se recomienda que actuemos “no como esclavos bajo la ley, sino como hombres libres bajo la gracia”.