Fr. Francisco Javier Carballo O.P.
Al principio de la Orden, “Santo Domingo pedía a sus frailes que le prometiesen comunidad y obediencia”, como recoge LCO 17, I. Ambas iban de la mano pues la obediencia aparece como el principio de unidad, sin el que no puede haber verdadera comunidad. El voto de obediencia se parece a un voto de solidaridad comunitaria o a un voto de unidad. La vida dominicana es la solidaridad fraterna en la tarea de predicar el Evangelio. Unidad fraternal y misión definen nuestro modo de seguir a Jesucristo en la Iglesia. La obediencia no es un mero instrumento para mantener la cohesión de un grupo, sino el camino para construir la unidad fraternal, para ponerse a la búsqueda y al servicio del bien común y para mantenerse en la entrega a la misión común que nos une. Por la obediencia se consuma la unión de la comunidad.
Como se nos ha recordado numerosas veces, la palabra “obedire” viene de “ob-audire” que significa escuchar. El inicio de nuestra obediencia está cuando dejamos que Dios nos hable, que su Palabra ocupe un lugar en nuestra vida, y cuando permitimos que nuestros hermanos nos hablen y les escuchamos. Crecemos como seres humanos cuando estamos atentos a los hermanos, cuya palabra nos ayuda a superarnos a nosotros mismos. Necesitamos el contraste de la fraternidad comunitaria para mejorar y la motivación de la obediencia para superarnos y para poner por obra lo que uno valora y a lo que uno quiere ser fiel. Para ello se requiere de nosotros la obediencia de la verdadera atención y absoluta receptividad.
Esta forma de escuchar exige el uso de nuestra inteligencia. Para Santo Tomás el acto de mandar u ordenar no es un acto de voluntad sino de inteligencia. Por consiguiente, el acto de obediencia debe ser razonable (¡las órdenes contra la razón o contra la fe sólo cabe desobedecerlas!), y la inteligencia es el medio para acercarnos a los otros. Abre nuestros oídos para escuchar. Discutimos no para ganar sino para aprender unos de otros. La verdad, que nadie puede alcanzar por sí solo, nos la muestra la obediencia del diálogo y la escucha. Ante todo, la obediencia es un proceso educativo para buscar el bien común y ponerse a su servicio. Es el aprendizaje del arte de ser comunidad de diálogo para los diálogos de predicación.
La obediencia no puede ser el último recurso que se tiene para pedir a alguien que haga algo que no quisiera hacer por otras razones. A veces parece que cuando a uno ya se le han agotado las razones o motivos para hacer algo, se invoca el cumplirlo “por obediencia”. La obediencia no puede ser lo último sino lo primero. No puede ser la fuerza para hacer algo cuando no hay razones que convenzan, sino que es llegar a compartir un sentir común y un pensar común. Por tanto, forma parte de ella el diálogo y la deliberación comunitaria. Es la obediencia la que nos debe llevar al esfuerzo de la inteligencia común por buscar el bien comunitario y la acción adecuada. Es la fuerza motora para alcanzar la unanimidad, objetivo último de la vida común fraterna. El voto de obediencia exige de cada uno el esfuerzo perseverante de aprender a dialogar en comunidad. Éste no es una mera estrategia para facilitar las cosas y evitar problemas. Es el modo de darse la obediencia, porque es el modo de darse la salvación. También el modo de darse la Iglesia, que “se hace coloquio” (Ecclesiam Suam, 27). El diálogo no es sólo método, debe ser actitud o disposición interior para escuchar, aprender y descubrir la presencia de Dios y los signos del Reino.
La obediencia en la Orden, como nos recuerda Timothy Radcliffe, camina entre dos principios: “la donación completa de la vida a la Orden y la búsqueda comunitaria del bien común”. La obediencia pide tanto esa actitud completa de entrega confiada como el compromiso de construir activamente la comunidad con los hermanos. Se juntan la actitud de entrega incondicional y el compromiso de participación, algo propio del estilo democrático, para servicio del bien común.
Los temblores de la historia no han resquebrajado la unidad de nuestra Orden, porque está edificada sobre la roca de una obediencia fraternal atractiva y significativa incluso para nuestros tiempos. La obediencia es principio de unidad de la Orden. Sirve, por tanto, a su solidez y da más fortaleza a la comunidad. “Una comunidad para permanecer fiel a su espíritu y a su misión, necesita el principio de unidad que se obtiene por la obediencia” (LCO 17, I). Por consiguiente, la obediencia nos proporciona una verdadera unidad al servicio del bien común, y permite que la comunidad se construya sobre “tierra firme”.