Fr. Francisco Javier Carballo O.P.
La obediencia es un voto de liberación cristiana. El modelo de nuestra obediencia es Jesucristo. Es decir, el modelo de nuestra obediencia es la libertad de Jesucristo. Por ello, es necesario permanecer unidos a Él, y así aprender a vivir en libertad y en obediencia liberadora. La libertad de los hijos de Dios es la que coincide con la realización de la propia vocación. Somos más libres cuanto más coincidimos con nosotros mismos, cuanto más nos acercamos a lo que estamos llamados a ser. La libertad es la responsabilidad con nuestra vocación, una vocación de entrega de uno mismo a la misión de la predicación. Por ello, la obediencia exige que cada uno asuma la responsabilidad que le compete. El primer paso de la obediencia no es hacer lo que el superior me manda, sino asumir la propia responsabilidad. La obediencia es la disponibilidad a encarnar esta responsabilidad y entrega en todo momento, sobre todo en los momentos de dificultad y sufrimiento. En esta obediencia está la libertad de quien entrega su vida a la causa del evangelio, la libertad de los hijos e hijas de Dios.
Es impresionante el testimonio de Dietrich Bonhoeffer: “¿Quién se mantiene firme? Sólo aquél para quien la norma suprema no es su razón, sus principios, su conciencia, su libertad o su virtud, sino que es capaz de sacrificarlo todo, cuando se siente llamado en la fe y en la sola unión con Dios a la acción obediente y responsable; el responsable, cuya vida no desea ser sino una respuesta a la pregunta y a la llamada de Dios… En la subordinación de todos los deseos y pensamientos personales a la misión que nos habían encomendado vimos el sentido y la grandeza de nuestra vida”. Es decir, la obediencia engendra la liberación interna de la persona para una vida responsable ante Dios. Se trata de dar a la voluntad de Dios y a la misión a la que nos envía el primado de nuestra acción y existencia. Algo que no se consigue de la noche a la mañana, sino que supone un proceso de aprendizaje y entrenamiento que nos va liberando para el Reino de Dios.
Un párrafo de las Constituciones de la Orden (LCO 19, III), citando a Santo Tomás, se hace eco de este sentido liberador de la obediencia: “La obediencia, mediante la cual ‘nos superamos a nosotros mismos en el corazón’ es muy útil para conseguir aquella libertad que es propia de los hijos de Dios, y nos dispone para una entrega de nosotros mismos en el amor”. La obediencia encierra un elemento de superación que nos ayuda a salir de nosotros mismos, a no vivir teniéndonos a nosotros mismos como el centro o la auto-referencia última y definitiva. Es un verdadero ejercicio de entrenamiento para poder encontrarnos con el prójimo y con el Dios que es “el centro del alma”. Eso sí, superar la constante auto-referencia y auto-centramiento es un proceso de lucha y aprendizaje. Es un proceso de liberación interior.
Por eso no basta con el cumplimiento de la obediencia externa. Hay que hacer el esfuerzo personal de llegar “a un mismo sentir y pensar”, alcanzar la armonía en la unanimidad comunitaria y entregarse plenamente a la misión común. La obediencia no consiste sólo en hacer lo mandado, sino en aceptar desde nuestro interior, desde la más íntima libertad interior, el primado de la voluntad común. El voto de obediencia expresa la absoluta referencia del prójimo en la propia vida, pero no como una dinámica de anulación del ‘yo’ individual, sino como una purificación y una disponibilidad. Purificación de las tendencias egoístas de quien sólo vive para sí mismo y disponibilidad para poder vivir en favor de los demás.
La obediencia refleja la dinámica de “despertenencia” y desposesión que ponen en marcha los votos religiosos. Cuando entramos en la vida religiosa sabemos que ya no somos nosotros los que vamos decidiendo y marcando nuestro rumbo. Nuestro futuro no nos pertenece porque es lo que hemos querido poner en manos de Dios en la profesión. Entregar a Dios nuestro futuro de una manera tan radical, tiene como consecuencia la disponibilidad a lo que los hermanos nos pidan y a ser enviados a donde la misión de la Orden nos necesite. Uno de los primeros frutos de la liberación de la obediencia es una mayor disponibilidad.
Aunque la obediencia liberadora es central y fundamental en la vida dominicana, parece claro que Santo Domingo introdujo un elemento “relativizador” de la obediencia (y de la desobediencia) jurídica al insistir que no quería que sus hijos vivieran como esclavos bajo la ley, sino como personas libres en el régimen de la gracia. Por ello, “nuestras leyes y las órdenes de los superiores no obligan a los frailes a culpa, sino a pena, a no ser por precepto o por desprecio” (LCO 281). Con ello se pone de manifiesto el primado de la propia conciencia moral y religiosa. Efectivamente, la obediencia religiosa no es el mero cumplimiento externo de un mandato como un fin en sí mismo, sino que es un medio para alcanzar la libertad de los hijos e hijas de Dios, para lograr la liberación interior de la gracia.
Hay quien piensa -parafraseando a Ernst Bloch- que lo mejor de la religión es que ha producido hombres “desobedientes”. En ellos se vería reflejado lo más interesante y creativo del fenómeno religioso. Los verdaderos “modelos” son los que no se doblegan a la autoridad y los que transgreden las normas y opiniones comunes por una causa mayor. Esta “desobediencia” se reflejaría en algunos profetas, místicos y santos. Sin embargo, no se repara lo suficiente en que lo que a veces está detrás de un comportamiento aparentemente “desobediente” es una obediencia, si cabe, aún mayor y más responsable, en la que resuena la respuesta de los apóstoles: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5, 29). Lo malo sería que lo único que hubiera detrás de nuestras desobediencias fuera una “obediencia” a lo peor de uno mismo.
La obediencia dominicana no tiene ningún parecido a una renuncia de la propia voluntad o de la inteligencia, ni a una sumisión servil. Está vinculada al amor a la voluntad de Dios y su causa, a la entrega a la misión a la que nos envía, y a la comunidad de fraternidad y diálogo con la que nos une, y a la superación de uno mismo como punto de referencia único y definitivo, es decir, a una profunda liberación personal. La participación en la misión del Obediente “hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp. 2, 8) sólo puede desempañarla la condición obediente de una persona libre, que no renuncia a su voluntad sino que la sintoniza con la misión evangelizadora y, obedeciendo, aprende a confiar. Bien mirado, lo mejor de la vida religiosa es que ha generado una obediencia liberadora.
Para terminar, dos testimonios. En ellos se refleja el de muchos dominicos y dominicas, cuya vida en obediencia religiosa suscribe lo que afirman estos dos hermanos nuestros. El primero es de fr. Marie-Joseph Lagrange, cuando escribe: “Gracias a la obediencia, mi vida ha sido más fecunda que si hubiera hecho libremente mi voluntad”. El segundo es de fr. Edward Schillebeeckx: “Para llegar a ser feliz, a veces tienes que luchar contigo mismo. Yo quería ser filósofo, pero la Orden me dijo: ‘lo siento, ahora necesitamos un teólogo, no un filósofo’. Obedecí. Más tarde, me llamaron a Nimega, cuando yo prefería estar en Lovaina. Obedecí y fui a Nimega. La consecuencia de estos dos actos de obediencia religiosa se ha convertido en la felicidad y la grandeza de mi vida”. De ambos testimonios se puede deducir que por la obediencia le viene a quien la profesa y practica la fecundidad de su vocación y la alegría de su vida. Es decir, por la obediencia nos llega la liberación.