Fr. Nicasio Martín O.P.
A la hora abordar la oración en la Orden de Predicadores, considero oportuno centrarme en lo que podríamos denominar la naturaleza de la oración. Es decir, trataré de describir qué es la oración en el ámbito del hecho religioso y sus elementos configuradores. Es ahí donde se sitúa la base de la oración dominicana.
Si se observa el amplio y variopinto ámbito en el que se inscribe el fenómeno o hecho religioso, en sus múltiples configuraciones, podrá comprobarse cómo en estas manifestaciones se halla la presencia de la oración. Y es que, efectivamente, la oración es un elemento integrante de ese hecho humano específico que llamamos religión. La permanencia constante de la oración, en cualquier concreción de lo religioso, se debe a que ésta es un acto en el que se expresa la actitud religiosa, que no es más que la disposición fundamental creada en el hombre por la irrupción del Misterio (= el Absoluto, lo infinito, lo invisible, lo supremo, lo divino, el Totalmente Otro, Dios..); disposición que cristaliza necesariamente en la experiencia, en la conducta y en los diversos actos concretos que surgen de ella y que por esta razón se califican como religiosos. La actitud religiosa es la respuesta que da el hombre al Misterio que acontece en su existencia, y la oración es un acto concreto de dicha actitud. Pero no cualquier acto, pues se trata de la expresión inmediata y primera de la actitud religiosa. Por tanto, cuando se habla de la oración se está haciendo referencia al acto religioso más próximo a la raíz del que nace y se fundamenta él y todas las demás manifestación religiosas. Dicho de otra manera: la oración es el “fenómeno originario” de la vida religiosa. En este mismo sentido lo recuerda Santo Tomás de Aquino cuando dice: “oratio est propie religionis actus” (Summa Theologica II, II, 83, 30). La oración es el acto primero en el que se realiza la actitud religiosa.
La apertura del hombre hacia Dios, que siempre toma la iniciativa mostrándose, no queda volatizada o diluida en una especie de atmosfera flotante que se halla en ninguna parte, sino que se materializa en actos concretos que visibilizan la relación del creyente con el Totalmente Otro. En este orden, la oración es un acto o una forma de relación con Dios en el que el ser humano ve implicado todo su ser y toda su existencia. Es más, la oración no es sólo un acto de la actitud religiosa, sino también un medio o canal por el que el Misterio se dice a sí mismo tomando la palabra. Como sucede con el fenómeno óptico de la difracción, que explica cómo a partir de un rayo de luz se forman franjas alternativas de luz y sombra, las dimensiones del ser humano –franjas– están transidas o penetradas por la presencia del Totalmente Otro –luz–. Esta presencia profunda de Dios en el hombre capacita a éste para el diálogo entre ambos, es decir, convierte al hombre en el orante que es capaz, tenida la experiencia del Misterio, de expresar en palabras, gestos y sentimientos el paso de Dios por su existencia. Cuando esta presencia de Dios es acogida y respetada incondicionalmente por el hombre como la presencia del Totalmente Otro, no sujeta a manipulación, se realiza la verdadera oración. En cambio, cuando la persona lo que intenta es dominar el Misterio para asirlo a sí y manejarlo a su antojo lo que se produce es la magia. En el auténtico orante se da una clara actitud de aceptación del poder superior de Dios y un reconocimiento del mismo que le lleva a verse como ser dependiente, confiado y sumiso a ese Dios que acontece en su historia. Desde esa asunción de sí como ser indigente, en la aceptación de la superioridad del Misterio, surge en el orante, espontáneamente y de su propia profundidad, la acción de gracias a la divinidad, muchas de las veces convertida en alabanza por el poder y gloria de Dios. Y junto a la acción de gracias y la alabanza: la petición.
En efecto, el que ora verdaderamente dirige su mirada confiada hacia Dios, en el que reside todo poder de salvación, para que le saque de sus desgracias. El hombre pide auxilio y su grito expresa la confianza de que la vida tiene valor porque alguien, superior a él, se la confiere. En último término, la oración de petición tiene su fundamento en la experiencia de la finitud humana. La persona confía en ese alguien que está más allá de esta finitud dándole sentido. La confianza en el que ora no se traduce tanto como espera o seguridad de obtener lo que se pide, sino más bien supone en el que pide, por el mismo hecho de pedir, la seguridad de un más allá de sí mismo del que cabe esperar la posibilidad de ayuda. En esta forma de oración se pone de manifiesto, como en la acción de gracias y alabanza, que Dios es representado bajo formas personales. Con él hay un permanente intercambio vivo, un diálogo asiduo y confiado que supone su constante presencia. De este modo, en la persona religiosa acaece o tiene lugar una constante y permanente conciencia de la presencia de Dios en él. De ahí que toda la vida se convierta en una gran oración en la que se reconoce la presencia previa de Dios, de la que la oración procede, y se acentúa la diferencia entre los dones de Dios y Dios mismo. Él se convierte en el término de todas las peticiones. Rompiendo o yendo más allá de fórmulas estereotipadas, de lugares y momentos de oración, el orante llega a formular expresiones más libremente formuladas con las circunstancias históricas en que se desarrolla su vida. Llegado este momento –llamémoslo– de madurez, la oración va a expresar plenamente lo esencial de la actitud religiosa: el reconocimiento del Misterio y la relación salvífica con él.