Encuentro

Fr. Nicasio Martín O.P.

La elevación o trascendimiento y la pasividad se entrelazan unificándose en el encuentro. Efectivamente, ambos momentos se unifican en la experiencia del encuentro, pues quien se eleva sale al encuentro de Alguien que le trasciende, y quien se deja amar lo hace por Alguien que viene a él para salvarlo. Por tanto, hay un momento “acomodaticio” entre Dios y el hombre, un punto de encrucijada o intersección, que llamamos encuentro, en el que el Totalmente Otro y la criatura humana se abrazan.

El creyente fundamenta toda su existencia en la experiencia de dicho encuentro. Tanto es así que incluso se va a tener conciencia de ser persona, en la medida en que se sienta el amor y la acogida de los otros; así como, ante el misterio de Dios, se descubre que Él es el creador y que su obra creadora se debe a su infinito amor. Desde este planteamiento o perspectiva se comprenden dos de los rasgos esenciales de la oración cristiana: la oración como relación con Dios, a quien se experimenta como Padre. Desde el silencio el orante escucha la voz de este Dios que le dice: ¡eres mi hijo! (en su Hijo Jesucristo). Orar es, en este sentido, acoger esta palabra. Y la oración, como relación de confianza del hombre que lleva a responder a Dios: ¡eres mi Padre! Dicho en otros términos: la oración es comprendida en virtud del encuentro, pues en ella, por una parte, se experimenta un reconocimiento mutuo entre el Dios que crea (o recrea) al tomar por adopción al hombre como hijo suyo; y, por otra parte, el hombre le responde desde la alabanza reconociéndolo como su Padre. En este sentido, la oración es diálogo permanente y encuentro asiduo entre Dios y el ser humano; ejercicio de presencia: Dios vive en el hombre, el hombre vive y se realiza en lo divino.