Fr. Nicasio Martín O.P.
El orante que se ha elevado hasta la realidad de Dios (trascendimiento), que se ha dejado amar por el amor transformador y gratificante de Dios (pasividad) en un encuentro de vida y diálogo permanente. Ahora, asumiendo todo ese proceso ascendente-descendente y que tiene por punto de inflexión el encuentro, se vuelve hacía sí mismo, hacia el mundo y hacia los demás para ver con una mirada nueva.
La experiencia de Dios configura al hombre haciendo que vea la realidad con un plus significativo. Este proceso de asunción de los momentos que se han descrito anteriormente se denomina recuperación. En este último elemento determinante de la oración se comprueba cómo, en el verdadero orante, la hondura y la presencia de Dios son permanentes. El que ora no deja a Dios para volver a la vida, sino que en la misma existencia descubre a Dios que le da un sentido nuevo. Y esta experiencia es la que, precisamente, provoca o lleva a que el hombre orante se comprenda a sí mismo, al mundo y al prójimo de una manera nueva. Se retorna hacia sí mismo para descubrirse como persona libre que halla su realización en la apertura hacia el propio futuro, en comunión abierta hacia los demás. Se retorna al mundo que ahora se comienza a ver como un espacio nuevo de amor y libertad en el que acaece la presencia invisible del Dios creador. Y, por último, se retorna hacia el prójimo al que con una actitud de entrega generosa se le acoge y asume con una actitud de amor, en la que viene incluida la justicia.
Ante la irrupción de Dios en la vida del hombre, éste le responde con un acto concreto, que es reflejo de su actitud religiosa: la oración. A través de ella el ser humano se transciende a sí mismo en una relación de confianza con aquél que da su amor sin medida: Dios.
La oración es el encuentro y el diálogo permanente entre el hombre y Dios.