Fr. Nicasio Martín O.P.
Uno de los rasgos fundamentales de la oración, ya sea profética o ya sea mística, es el trascendimiento. En efecto, ante el carácter trascendente que posee Dios, el creyente se ve abocado a salir de sí para marchar a su encuentro; o sea, la persona que verdaderamente cree en el Dios que acontece en su vida, siente la necesidad de elevarse. Por utilizar una imagen evangélica, podría decirse que el hombre en esa elevación lo que hace es negarse a sí mismo. Negación que implica descentramiento, es decir, reconocimiento de los propios límites y renuncia de actuar ante el mundo como si se fuera el absoluto. En la asunción de la finitud el orante halla la fuerza para trascenderse por encima de sí mismo. Este descentramiento, que comporta tener conciencia clara que el centro de mi existencia la ocupa Dios como el dador de sentido, lleva, por una parte, a la renuncia que dan las seguridades provenientes de los propios criterios y, por otra parte, al abandono en las manos de aquel que lo trasciende todo y que, por permanecer en el misterio, no puede ser controlado por nadie. En este sentido, toda oración implica un gesto de confianza; es decir, toda oración lleva consigo la aceptación radical de que mi vida está abierta hacia la permanente presencia de Dios que me sostiene-eleva de un modo gratuito.
Con ocasión del trascendimiento, el creyente descubre su verdadero sentido en el misterio de Dios. A través de la ascesis, como camino de purificación y control de los anhelos egoístas, el hombre religioso halla una vía para el trascendimiento, reflejo de su inquietud de búsqueda y confianza. La ascesis forma parte de lo que podría denominarse: el momento activo de la elevación. Y junto a este momento activo, otro: el momento pasivo. Este se fundamenta en la presencia poderosa de Dios y actúa en el orante haciendo que supere todo aquello que provenga del egoísmo. En este sentido, el hombre creyente pone toda su existencia en manos de Dios, quien le invita a superar su pobre realidad en clave de misterio. Estos momentos –activo/pasivo– del trascendimiento ponen de manifiesto que la elevación, a la vez que gozosa, es dolorosa. Pues, por una parte, y en esto está el gozo, el hombre se abre hacia Dios en quien halla su verdad y sentido, y, por otra parte, y en esto está el dolor, el religioso renuncia a su propia vida para ganarla. Renuncia de sí para entregarse confiadamente a Dios, quien todo lo puede y que da sentido a su existencia. En el trascendimiento el orante descubre que su vida está en la gloria de Dios. Gloria que se manifiesta en la vida de los hombres. Por eso, toda verdadera elevación supone abandono en Dios en el amor hacia los hombres, que son su gloria.