Ángel Pérez Casado, O.P.
Peña de Francia
Introducción
El 24 de noviembre de 1906 desembarcaban en el puerto del Callao (Lima), los seis primeros dominicos de la Provincia de España, destinados al Vicariato Misionero de Santo Domingo del Urubamba en el sur-oriente amazónico peruano. En este pequeño grupo iba el P. Elicerio Martínez.
El P. Elicerio tenía treinta y dos años, y el campo misionero donde iba a desarrollar su trabajo evangelizador abarcaba una amplia extensión de ciento treinta mil kms2, ofreciendo todos los inconvenientes de ser un terreno de selva muy poco conocido, y con muy escasas y complicadas vías de comunicación. La evangelización del sur-oriente amazónico peruano fue un reto fuera de lo normal para el P. Elicerio y sus compañeros de aventura.
Aparte del trabajo misionero del P. Elicerio poco más sabemos de su vida. Como síntesis de su biografía, diremos que, nació el 12 de Mayo de 1874 en Boñar (León), en el seno de una familia profundamente cristiana; tomó el hábito dominicano en el Convento de Corias en 1891, donde hizo la mayor parte de sus estudios filosófico-teológicos, que concluyó en el Convento de Salamanca donde recibió la ordenación sacerdotal el año 1900. Durante seis años ejerció el apostolado en los Conventos de Oviedo y Montesclaros, y fue profesor en el Real Seminario de Vergara.
En 1906 viajó al Perú con cinco compañeros más al recién inaugurado Vicariato de Santo Domingo del Urubamba. Su primer destino: Chirumbia en mayo de 1907, alternando y compartiendo trabajos pastorales con la parroquia de Quillabamba.
En 1913 Monseñor Zubieta le nombró su primer Vicario Apostólico, mientras él acudía a Roma para ser ordenado obispo. De 1914 a 1917, por delegación de Monseñor Zubieta, ejerció el cargo de Superior y Capellán del Santuario de Santa Rosa, en Lima. Colaboró también eficazmente en la idea de la incorporación de religiosas dominicas en las misiones.
El Capítulo Provincial de 1919 le designó Predicador General, regresando de nuevo al valle de la Convención en 1920, y teniendo que salir al poco tiempo a Arequipa para cuidar su salud; hasta 1934 que va al Capítulo Provincial, ejerce su labor pastoral en Chirumbia, Quillabamba y Lares. Siendo nombrado Vicario Provincial dos veces consecutivas de 1934 a 1942.
Regresa a España definitivamente en 1946 a causa del deterioro de su salud, siendo asignado a la casa de Villava. Durante un año fue capellán de las monjas de clausura de San Sebastián, donde su salud fue decayendo hasta el punto de tener que trasladarle a la enfermería de Salamanca donde fallece el 6 de febrero de 1952.
Camino de la utopía misionera
a) Cruzando la cordillera andina
El 20 de diciembre de 1906 los misioneros dominicos llegaron a Cuzco, donde los recibió con inmenso regocijo el P. Zubieta, fundador y primer Vicario Apostólico de las misiones del Urubamba y Madre de Dios. Desde Cuzco emprendieron viaje hacia la selva, aunque antes tendrían que pasar por la primera prueba misionera: cruzar las alturas de los Andes.
Uno de los lugares de paso, que quedó grabado en la mente de los primeros misioneros dominicos, fue la cumbre conocida con el significativo nombre deTres Cruces. Situada a una altura de 3.700 metros sobre el nivel del mar desde donde se divisaban horizontes de inigualable belleza, apenas existía un sendero aceptable por donde ascender, y mucho peor aún por donde bajar; los peligros de precipitarse por los desfiladeros y barrancos eran continuos.
El P. Elicerio en las primeras crónicas misioneras, que envió a la revista El Santísimo Rosario, nos dejó una buena descripción de la belleza de estas cumbres y de sus peligros, de la que entresacamos el siguiente párrafo: «Pero, (la cumbre de Tres Cruces), no es más que la atalaya desde donde se divisa, como a vista de pájaro, algo del campo de nuestras misiones. Lo verdaderamente imponente es cuando se empieza a bajar, campo adentro, por aquella cuesta de siete leguas (treinta y nueve kilómetros aproximadamente), formada por una multitud de mal puestos escalones, llamémoslos así, unos de piedra, otros de hojarascas, y otros de troncos de árboles; encontrándose a cada paso, a los lados de la senda, huesos y cadáveres de jumentos y caballos que rendidos de cansancio caen muertos en el camino. Siete he visto enteros en el primer día que he bajado, y el que yo traía lo he devuelto para casa porque no me atreví a subir a él».
b) Al encuentro de Chirumbia
Superadas las cumbres andinas, el P. Elicerio y compañeros, antes de entrar de lleno en la selva amazónica estuvieron reunidos con el P. Zubieta en la llamada Casa Central, situada en Llaycho cerca de Paucartambo, reflexionando y planificando sobre la evangelización en el amplio y complicado territorio del sur-oriente peruano.
Cuando llegó el momento de la separación del pequeño grupo, los sentimientos de gozo y de dolor se entremezclaron: gozo, al ver que llegaba el momento de poner manos a la obra evangelizadora; sufrimiento, ya que entre los misioneros se habían creado lazos de auténtica fraternidad y amistad. El P. Elicerio manifestaba estos hermosos sentimientos en el momento de despedir al P. Pío Aza y al hermano Pedro Serna, que junto con el P. Zubieta se internaban en la cuenca del río Madre de Dios: «Pena grandísima causó en nuestra alma el ver partir para aquellas regiones a aquellos caros hermanos, acaso para no verlos más, después de haber venidos juntos de España; juntos haber llorado la separación de nuestras familias, juntos haber sufrido las peripecias harto penosas del viaje, y juntos haber pasado estos meses preparando nuestras almas para las batallas a que el Señor nos llamaba. Con el pecho ellos lleno de entusiasmo y nosotros llenos de tristeza, los hemos visto subir en dirección de Tres Cruces, seguros de que pasadas aquellas Tres, eran innumerables las que más allá les esperaban. ¡Dios nuestro Señor les bendiga y les premie sus trabajos con la salvación de las almas que van a evangelizar!»
Nada más despedir a los misioneros exploradores del Madre de Dios, el P. Elicerio, tuvo también que emprender viaje a Chirumbia, su primer destino, situado en la cuenca del otro gran río del Vicariato: el Urubamba… Dejamos que el P. Elicerio nos relate la peregrinación a Chirumbia: «El viaje para llegar a este punto es largo y penoso. Desde Paucartambo a Chirumbia me acompañó el P. Guillermo del Campo y empleamos para realizarlo diez días cabales».
Y nuevamente a enfrentarse con las dificultades del camino, auténtica ascética misionera: “Durante tres días no encontramos apenas qué comer ni dónde dormir. En las casa, o mejor dicho, en las chozas de indios que al paso encontrábamos, deteníamos nuestras bestias para preguntar si había algo que comer, y en todas nos respondían: “Manan, Señor, no hay”. Y con el poco arroz que llevábamos teníamos que arreglarnos. Preguntábamos si podíamos allí dormir, y la respuesta era siempre: “Manan, Señor, no”. Y como Dios nos daba a entender, nos acomodamos en algún rincón o bajo algún techo de paja que por allí hubiera; y con nuestras frazadas y con las caronas y sillas de las bestias improvisábamos nuestras camas y allí pasábamos la noche santamente. Lo peor era cuando el cielo se encapotaba y las nubes, no sé si por vernos de aquella manera, rompían a llorar; lo cierto es que aquello era lo más doloroso. Como sucedió la noche que tuvimos que dormir en un paraje llamado Maquina, que a media noche el P. del Campo me dice: “P. Elicerio llueve y me estoy mojando todo”. “Lo mismo me sucede a mi, le contesté, y ya hace rato que estoy sintiendo encima las goteras”. Encendimos unas cerillas y arrebujados en nuestros trapos, nos acurrucamos junto a un poste, y dejamos el agua correr por el suelo y a las goteras caer sobre nuestros pecadores cuerpos, nos pusimos a cantar, porque como el P. Campo decía: “A mal tiempo buena cara, que Dios lo remediará”.
Terminado nuestro no pequeño repertorio, y cuando el alba tuvo a bien visitarnos y enseñarnos el camino aparejamos nuestras bestias y, ¡pies para que os quiero!, seguimos por aquellos andurriales…
…A las nueve de la mañana del décimo día, dejamos el Urubamba a nuestra izquierda y vadeamos el Chirumbia, empezando a subir por un largo pajonal; y a las cuatro de la tarde llegamos a nuestra casa Misión, sin otra peripecia en aquel día, que un mal paso dado en un barranco por el caballo que yo montaba, efecto de lo cual, caballo y caballero rodamos un rato por tierra».
c) El encuentro con los hijos de la selva
Hacía ya casi un año que el P. Elicerio soñaba con este ilusionado momento: la llegada a la tierra prometida misionera donde le tocaría desarrollar su tarea evangelizadora. No obstante, el primer impacto con estas gentes y este mundo tan diferente al de su procedencia debió ser fuerte. Estas son sus primeras impresiones: «Un hombre o una mujer, completamente desnudos, con un arco y algunas flechas en una mano, y en la otra una afilado machete. Negra, espesa, cerdosa y larga caballera cubre su cabeza; su frente está hacia atrás aplanada; sus ojos pequeños, pero vivísimos y movibles, como acostumbrados al continuo acechar; su nariz corta y achatada; boca grande, dientes blancos; pómulos y labios salientes; color entre amarillo y negro, algo sombreado por apenas perceptible barba; los hombros alzados; el pecho algo hundido; las manos y los pies callosos y muy curtidos; de estatura regular y en actitud de poder siempre asaltar.
…Estos son los moradores y los señores de todo el campo de nuestra misión. …Estos son los únicos seres humanos con quienes tenemos que tratar»[1].
Pero no quiere dejar en el lector una impresión negativa de sus amados selvícolas, por eso se apresura a decir: «No se crea que al llamarlos salvajes se quiere decir que sean de sentimientos viles y sanguinarios: no, al contrario; por lo general son humanitarios y cariñosos, y una vez que llegan a convencerse de que no se les hace mal alguno, son muy tratables, y como muy bien dice el Sr. Raimondi en su obra El Perú: “Muchísimos son los salvajes que tienen índole benévola y que podían ser excelentes amigos. Los salvajes que nunca han tratado con gente culta, son como unos niños mal criados, entre los cuales naturalmente, unos son de buen carácter y otros de mal. Pero los verdaderamente peligrosos, son los que han tenido trato con los hombres que se llaman civilizados, porque estos han invadido sus casas y destruidos sus cultivos; los han despojado de sus terrenos y cazado a veces como animales feroces. Los infelices no han recibido de la civilización sino agravios”.
Y esta es la causa de que los salvajes acometan casi siempre al viajero... Por lo demás, ellos reparten de sus pocas provisiones con el que en actitud pacífica acude a ellos... Esto no quita que no sea necesaria toda la precaución para tratar con ellos, porque la menor imprudencia les hace entrar en sospecha, y pudiera ser causa de un fin trágico, creyendo ellos obrar en su propia defensa».
La vida del misionero
Todos los obstáculos que habían superado estos noveles evangelizadores, sólo iban encaminados al ilusionado encuentro con aquellos seres humanos, abandonados, olvidados, y con frecuencia esclavizados, para anunciarles la esperanza de una Vida Mejor.
a) El anuncio de la «Buena Noticia»
El P. Elicerio desde las primeras líneas escritas en su campo apostólico, expresa con clarividencia el ideal misionero: «La vida del Misionero se reduce toda ella a buscar almas para Dios. Eso quiere decir misionero: hombre que es enviado por Dios para anunciar la verdad revelada a las almas y por ende llevarlas al cielo. Dios habla a un alma en el secreto de la oración y le dice “aún hay almas que salvar. Aún hay seres formados a mi imagen y semejanza, hechos para una felicidad eterna, creados para conocerme, amarme y servirme, que viven envueltos en las tinieblas y sombras de muerte, y ni conocen su grandeza, ni su destino, ni mi amor, ni mis bondades”».
Por eso, después de que el misionero al inicio de la jornada «ha alimentado su alma con el maná suavísimo de la oración; después de ofrecer al Eterno Padre en el ara del Altar la víctima sagrada del Calvario…, las ocupaciones del misionero, mientras está en casa se reducen a civilizar y a cristianizar a los salvajes que han consentido en vivir ya en su compañía. ¡Y cuidado que es tarea difícil y penosa! Aunque para el misionero, como lo hace sólo por Dios, todo se vuelve llevadero y suave».
Con absoluta generosidad nada más llegar el P. Elicerio a Chirumbia empezó su labor evangelizadora junto al hermano Emilio Iborra. Según cuenta el P. Wenceslao: «Comenzaron a desplegar una actividad sorprendente. Desde los primeros días el Padre comenzó una intensa labor catequística con los pocos selvícolas que había, y con algunos niños civilizados que acudían a la Misión».
El día finalizaba en la misión con el rezo del rosario: «Por las tardes, cuando el sol traspone aquellas montañas para alumbrar otros horizontes y dar calor y vida a otras regiones, el misionero reúne a sus neófitos y rezan todos juntos el rosario a la Virgen Inmaculada para que Ella, como Corredentora del género humano, introduzca y guíe aquellas almas por las sendas de la salvación eterna».
Concluye el P. Elicerio con una especie de arenga a la generosidad, que en más de una ocasión tanto él como sus compañeros y hermanos, tendrían que poner en práctica: «Es cierto que la vida del misionero es un continuo sacrificio, pero nada importa. Ya se sabe que ser redentor y no experimentar grandes tristezas, y no sentir muchas veces el golpe de los azotes, y no llevar la pesada cruz a cuestas, y no morir crucificado para el mundo y los placeres, es imposible».
b) Ascética misionera
El P. Elicerio nos dejó un hermoso testimonio del talante de la vida misionera en los primeros años.
- Casa: La vivienda en la que tuvieron que acogerse, era exactamente igual a la de los selvícolas, es decir, «chozas construidas con cañas: Un rectángulo, con unos ocho metros de largo, por cuatro de ancho y cinco de altura, es lo que ocupan, poco más o menos, cada una de nuestras casas. Una serie de cañas gruesas espetadas en el suelo y atadas unas a otras por arriba, es todo el material de las paredes...» y, añade con cierto humor, «sobre todo se vive muy acompañado, pues entre caña y caña entran libremente a visitarnos grillos, lagartijas, ratones y toda clase de sabandijas y gusarapejos».
- Cama:«Sobre cuatro estacas más o menos altas..., colocánse cuatro fuertes traviesas y de una a otra de estas traviesas una serie de cañas de bambú o de palos cualesquiera; sobre estos palos un frazada (manta del país), luego una sábana cuando la hay, y encima otra manta, o a falta de ella, el impermeable, es todo el arreo de una cama; por cabecera pónense dos o tres cañas o la silla del caballo y ahí descansan de las fatigas del día nuestros misioneros. Y si otra cama buscas donde estén cómodos, les verás tendidos en el santo suelo».
- Comida: «Por la mañana un poco de café bebido, que aquí se recoge muy bueno; al mediodía un plato de arroz con un poco de sal, por todo condimento, y algún día cuando la necesidad es mayor, un poco de manteca, que para esos casos se reserva y un poco de cecina, si es que se ha podido salar; por la noche dos cuartos de lo mismo. Cuando se sale de casa se procura llevar siempre un poco de chuño (patatas bien heladas y resecas, que es como mejor se conservan), unos puñados de arroz, un tanto de sal, otro tanto de azúcar y algo de café. Por lo general, es lo único que se puede llevar, a no ser que haya de repuesto alguna lata de conserva; pero eso ya es cosa por demás extraordinaria. Y no se crea que exagero; bastantes días he pasado yo con ese alimento, y aún sin el lujo del chuño, pues aun no he podido entrar por él».
- Trabajo material (carta del P. Elicerio al P. Zubieta): «He trazado el plano de una nueva casa y capilla de adobes, y alrededor he plantado una fila de paltos y otra de naranjos; las parras siguen creciendo mucho y la yuca y el maíz; las vacas dan mucha leche, y mañana pienso empezar el roce para sembrar arroz… Lo que deseo ahora no es más que el arreglo formal del terreno, pues son muchos los que se quieren meter por aquí. Mándeme todos los documentos ya arreglados».
- Recreo: Mas que recreo en sentido estricto, el P. Elicerio nos da a conocer una serie de actividades que servían de distensión a la permanente preocupación de los urgentes problemas de la misión: «Cazar aves, mariposas e insectos y otros animales muy raros y bonitos que en estos bosques se crían, con los que se van formando pequeñas colecciones que luego han de aumentar el número de ejemplares de algún gabinete de historia natural».
Todo este esfuerzo pronto tendría su recompensa: «Los salvajes de estos lugares, se acercan cada día con más confianza a los Padres Misioneros, y se ve que se van convenciendo de que el Padre es el único ser desinteresado que los busca y se preocupa de ellos».
c) Expediciones al interior de la selva
Al trabajo diario del Puesto Misionero había que añadir una serie de salidas o expediciones al interior de la selva con el fin de abrir nuevos centros misioneros. Desde Chirumbia se programaron nuevas expediciones hacia lo que se llamaba y se llama el bajo Urubamba. Como muestra de la dificultad y sacrificios que suponían estas expediciones, y del buen espíritu misionero, dejamos una pequeña parte del relato de la expedición, que el P. Elicerio hizo en compañía del bueno del P. Campo:
«(Después de tres días de caminar por la selva) nos acostamos como la noche anterior, y si en esa dormimos como patriarcas, en esta ni como patriarcas ni como otro ser alguno. Apenas recostamos la cabeza, cuando el P. Campo me dice:
-Padre yo no sé cómo se me meten aquí las mariposas que no me dejan parar.
-Otro tanto hacen conmigo, le respondí, y eso que tengo la cara bien tapada.
-Pero yo creo que hay aquí más que mariposas, porque a veces pican que abrasan.
-Serán los mosquitos que nunca faltan en estos lugares.
-Pero es que andan hasta por las espaldas.
-¿Quiere Vd. que encienda una cerilla a ver cómo se espantan?
-Pché!... deje, deje que ya se cansarán.
Pero como el escozor fuera en aumento y los picozones se multiplicasen, me dijo:
-Encienda, encienda, encienda que estos bichos cada vez se entusiasman más.
Obedecí a estas palabras, y al resplandor de la cerilla vimos que las frazadas que hacían de cama y las monturas que hacían de cabecera estaban negras materialmente, cubierta de animalitos, que como azogados, corrían de acá para allá. Era un verdadero enjambre de hormigas que amenazaban acabar con nuestras no muy suculentas carnes.
Nos levantamos, quitamos las frazadas, llamamos a Francisco, chico muy servicial que nos acompañaba, y con leña bien encendida, fumigamos toda la carpa, consiguiendo que nuestros enemigos huyesen fustigados por el humo, y luego nos volvimos a acostar; pero al momento las hormigas, yo no sé si al calorcillo de las mantas ó al olor de nuestra sabrosa carne de nuevo empezaron a molestarnos.
Viendo que con aquella compañía era imposible descansar determinamos levantar anclasy pasar la noche como Dios nos diera a entender.
En efecto: serían las siete y media p.m. (media hora después de habernos acostado) cuando recogimos nuestra cama, hicimos una regular fogata, tomamos un café y empezamos a cantar. ¿Qué habíamos de hacer a aquellas horas y en aquellos lugares?
Entonamos un Te Deum, terminamos varios Misereres, Parces, Himnos, Responsorios y cuanta música sagrada pudimos recordar; tomamos otro poco de café y volvimos a la música; recitamos discursos, poesías, y cuando agotamos nuestro repertorio relativo a las gayas artes, hablamos de toda nuestra vida, trayendo a colación episodios habidos y por haber; y entre cánticos y poesías, cuentos y pláticas, pasó aquella memorable noche, no viendo la hora de apartarnos de aquel lugar, que el P. Campo bautizó con el nombre de “Purgatorio”».
Con los quechuas
Cerca de la misión de Chirumbia, y como apoyo a ésta y a los futuros puestos misioneros del interior de la selva, estaba la parroquia de Quillabamba de la cual, en principio, se hizo cargo el P. Campo, que como hemos visto fue compañero de viaje y de fatigas del P. Elicerio. Ambos también compartirían entre los quechuas de la zona de Quillabamba trabajos pastorales.
a) Misiones populares
La mayoría de la población quechua, aunque bautizada y muy religiosa, vivía en las grandes haciendas sin apenas instrucción cristiana y con grandes carencias materiales debido al abuso de los propietarios de las haciendas o sus administradores.
«Parecerá extraño -escribe el P. Elicerio-, el que antes hayamos dicho que no están menos necesitadas estas gentes que los selvícolas. Pero cesará esta extrañeza para quien considerare que las fincas enclavadas en estos valles, que mejor llamaríamos inmensas encrucijadas, no suelen ser visitadas por sacerdote alguno más que una vez al año, y eso no todas; y entonces, gracias que algunas personas puedan oír una Misa y mandar rezar un Responso por sus difuntos; lo demás del tiempo todo se les va en sudar trabajando para comprar unos trapos con que cubrir sus carnes, un poco de azúcarpara endulzar el agua caliente, y algo de licor para emborracharse los días de fiesta; y aun con estos exiguos gastos, cada vez se ven más adeudados, y tienen que permanecer en las fincas como verdaderos esclavos. Hoy mismo me decía un pobre hombre, casi llorando: “Hace más de diez años que estoy trabajando en X. Y al hacerme las cuentas el otro día, resultó que estoy debiendo treinta pesos. Yo no sé como es eso”».
Así que una de las cosas, que organizaron con verdadero entusiasmo los Padres Elicerio y Campo, fueron unas misiones populares para revitalizar la fe cristiana entre la fervorosa población quechua. Ni que decir tiene que este apostolado les llenó de satisfacción a los misioneros dominicos, a la vez que pusieron los fundamentos de lo que llegaría a ser la gran parroquia de Quillabamba.
b) Epidemia de paludismo
Al servicio de la palabra acompañó a los misioneros una entrega generosa e incluso arriesgada por sus feligreses, como sucedió con el P. Elicerio con motivo de la gran epidemia de paludismo que azotó toda la Provincia de la Convención. Así lo manifestaba con respeto y admiración el P. Wenceslao, sucesor del P. Elicerio en Chirumbia y Quillabamba: «El P. Elicerio después de haber recorrido varios pueblecitos haciendo la visita de Cuaresma, administrando los Sacramentos de la Confesión y Comunión, se decidió internarse en los Valles infectados por la malaria. Como Párroco, en alas de su celo apostólico, quiso visitar a los enfermos; y como puede juzgarse con entero riesgo de sucumbir en su viaje. Un milagro del Altísimo, y sólo un milagro, puede traerlo sano a su Casa-Misión de Lares. Todo esto lo estoy apuntando sin el permiso de dicho Padre Párroco; espero que me perdone, porque quiero desahogar mis temores, pidiendo una plegaria a los lectores de nuestra Revista de las Misiones».
El mismo P. Elicerio, envió un informe de la devastadora epidemia bastante dramático a la revista Misiones Dominicanas, que en el año 1933 sufrió sobre todo el Valle de Lares: «Para que Vd. se forme idea de los estragos que está causando la enfermedad, le pondré el número exacto de enfermos y muertos en estas tres fincas. En Quellouno, contados por mí, ciento veintisiete enfermos y cincuenta y cuatro muertos. En Putucusi noventa y siete enfermos y cincuenta y siete muertos. En Chanchamayo, quinientos diez enfermos y doscientos tres muertos. Sanos no he visto más que uno en Quellouno y dos en Chanchamayo.
El aspecto que presentan las Haciendas es de absoluta desolación. Los cañaverales, completamente abandonados; los cocales y yucales, en medio de un bosque de maleza; los cacaotales, con el fruto ya podrido en las ramas; el café, seco y negro en las plantas mismas. Las casas, muchas abandonadas, y en algunas montones de huesos y esqueletos de familias enteras que nadie pudo enterrar».
Hay una posdata de la dirección de la revista que dice escuetamente: «Este informe está fechado en mayo de este año. No puede decirse que la situación haya mejorado después. El mismo P. Elicerio cayó después enfermo del paludismo que a nadie perdona. Ha tenido que salir fuera, y está en la actualidad en el convento de Santo Domingo de Arequipa, reponiéndose». Sobran comentarios a la entrega sin reservas del misionero dominico.
c) Vilcabamba
Vilcabamba fue un trabajo añadido a requerimiento de Moseñor Pedro P. Farfán, obispo de Cuzco que se veía con dificultad para enviar sacerdotes a aquella zona. Era por entonces párroco de Quillabamba, el P. Elicerio, quien fue el primero que inició las giras anuales por la región vilcabambina, cuyas montañas rondaban los cinco mil metros de altura, y donde vivían dispersos diez mil habitantes en una extensión de 3.200 kms. cuadrados. Hasta 1932 el P. Elicerio haría este difícil recorrido apostólico cuatro veces.
El P. Elicerio también escribió detalladas crónicas de aquellas montañas donde las cumbres de los nevados parecen tocar al cielo y en los descensos te puedes sumergir en los más peligrosos abismos: «Los primeros días del mes de Septiembre el misionero emprende una penosísima peregrinación de unos setenta y tantos kilómetros, por una encrucijada interminable de recovecos, vueltas y revueltas, subidas y bajadas, como si el misionero anduviera buscando el origen del agua cristalina que desciende de las inaccesibles cordilleras coronadas todo el año de blanquísimas nieves...
Con nuestros luengos ponchos, para que la llovizna y la nieve no laven nuestros ateridos cuerpos, empezamos el descenso por entre deshechos ventisqueros, ásperos guijarrales, riscos que se desmoronan, fangosas faldas y recostadas laderas, en donde no crecen más que raquíticas plantas, y entecados matorrales donde pastean diminutas manadas de ovejas y alguna que otra vaca. Cuando nos empieza a acariciar el sol y sentimos el calorcito confortante del valle Huarankalque, un repliegue del camino nos obliga a una forzosa despedida, para trepar de nuevo otra kilométrica barranca, enhiesta como si fuera a topar con su cabeza el cielo, que nos ha de conducir impasible a la meseta llamada Incahuasi, término de nuestro viaje, y donde nos esperan ansiosos multitud de indios para celebrar las fiestas de la Natividad de la Virgen, de la Purificada, de San José y de la Cruz, y oír, siquiera una vez al año la Santa Misa y confortar sus almas con la palabra de Dios y la recepción de los Santos Sacramentos».
Después de estas agotadoras caminatas, al misionero le esperaba todo menos descanso: misas, confesiones, sermones, y… participar resignadamente en la fiesta. Termina el P. Elicerio los relatos de sus andanzas vilcabambinas, con una especie de desahogo paulino:«De los contratiempos, penurias, entuertos y desaguisados que por acá sufrimos, como son: críticas, quejas infundadas, desatenciones frecuentes, comidas desazonadas, dormidas en el santo suelo o sobre un poco de paja; y privaciones de toda clase, así como enfermedades contraídas y soportadas por los misioneros, nada decimos, pues no buscamos la gratitud de los hombres, ni alabanzas mundanas, sino tan solo la gloria de Dios y la salvación de las almas».
Mística misionera
a) Asumir las contrariedades
Frente a la gran carga de idealismo y de utopía misionera, el encuentro con la realidad, con frecuencia estuvo lleno de contradicciones y pruebas que pusieron a prueba la fe y la confianza de los intrépidos mensajeros del evangelio. Entre las pruebas que más afectaron a nuestro misionero fue, el abandono definitivo del proyecto de la misión de San Vicente de Malanquiato cercana al Pongo de Mainique al recaer el P. Campo en las fiebres palúdicas, y no tener más misioneros que tomaran el relevo. El P. Elicerio y el P. Campo habían puesto todas sus ilusiones, fuerzas y recursos materiales…, en el nuevo proyecto misionero.
En segundo lugar, la decepción que sufrió con gentes que en un principio dieron muestras de querer apoyarles en los proyectos misioneros para pasar a atacar la labor del misionero, así como también la presencia de los protestantes, trabajadores en compañías del caucho, que según parece disparataban y criticaban cuanto podían contra los misioneros y sus trabajos.
No obstante, nada podía con la fortaleza de espíritu de misioneros como el P. Elicerio. Inmediatamente después de relatar estos y otros muchos problemas más de la misión, retomaba con nuevos bríos y energías la esperanza y certeza en el mensaje evangelizador: «La causa es de Dios, y, si Dios está con nosotros, ¿quién podrá nada en contra? Él es quien nos ha llamado, Él quien nos sostiene, y Él ha de llevar su obra a feliz término.
Que nuestros amigos y los que de corazón desean la salvación de las almas y la extensión del reino de Dios, no dejen de elevar las preces al cielo, y no dudamos que todas las dificultades se allanarán y Satanás tendrá que morder el polvo de la más vergonzosa derrota final, y estos salvajes llegarán a poseer la eterna felicidad, y Dios será por los siglos venideros en estas ocultas regiones grandemente glorificado. Que la gloria de Dios es, con la salvación de las almas, lo que puramente anhelamos».
b) Austeridad y soledad
A finales de 1910 el P. Pablo Sánchez, Visitador General y Apostólico del Ecuador, Bolivia y Perú en la visita que hizo a Chirumbia quedó impresionado, «lamentando únicamente el que no tuviéramos más comodidades. ¿Cómo pueden ustedes, le decía al P. Elicerio, pasar sin comer siquiera un poco de pan y sin probar vino?»
Esto es bueno para unos días; pero para tenerlo todo el año sería demasiado lujo, y sobre todo muy costoso -le contesta el P. Elicerio-. Con el tiempo todo se podrá, pues ya hemos hecho la prueba, y se da muy bien el trigo y crece también la vid. Por ahora pasamos sin probar el pan y el vino, y estamos muy contentos. Con un plato de habas, algunos días con un poco de arroz y un pedacito de cecina, cuando la hay, nos basta. ¿Para qué queremos más? A nosotros las demás cosas ya no nos extrañan».
Otro aspecto que impresionó al bondadoso P. Pablo fue la soledad en que vivían buena parte de los misioneros: «Vio que realmente es muy triste estar un Padre solo entre los salvajes, sin tener a quien volver los ojos en un caso de necesidad o en una enfermedad algo grave. De nuevo el P. Elicerio deja correr ágilmente su pluma y nos hace una bonita oración-reflexión, acerca de la soledad misionera: “Verdaderamente que sólo Aquel que inunda el espacio de luz, y cuaja el cielo de estrellas, y viste el campo de verdor, suministra aliento a los peces, y alimenta a las aves y enamora a las almas, y beatifica a los ángeles, puede con sus adorable providencia alegrar la soledad y aligerar los trabajos y endulzar la vida y llenar el corazón de satisfacciones y de gozos inenarrables en medio de estos bosques, en donde no se oye más que los rumores y los ruidos imponentes de la naturaleza, y acaso, de vez en cuando, las voces de algún asalariado negociante, que no puede explicarse la alegría de que gozan algunos misioneros.
¿Cómo podrá explicar las dulzuras del servicio de Dios aquel que no las haya gustado? Eso podría explicarlo el salmista que decía: Gustad y ved, cuan suave es el Señor. O aquel santo dominico que exclamaba: Servir a Dios, verdaderamente es reinar».
c) Fraternidad del P. Elicerio
La fuerza y el celo apostólico que mostró el P. Elicerio tanto con los machiguengas como con los quechuas, nacía de un corazón tierno y compasivo, fortalecido e iluminado por el mensaje evangélico de una generosidad sin límites. No le faltaron ocasiones al P. Elicerio para manifestar su bondadosa generosidad empezando por casa, con sus hermanos y compañeros de comunidad y de inquietudes misioneras.
El P. Guillermo del Campo, fue el primero que experimentó los cuidados fraternales del P. Elicerio. En Cuzco adonde había salido para reponerse de malignas fiebres y de fuertes tercianas contraídas en su viaje al Pongo, lo encontró el P. Elicerio en cama, pálido, extenuado y en extremo debilitado. El P. Elicerio asumió el puesto de enfermero con el P. Campo, quien a su vez dejó traslucir la bondad de su espíritu en medio de los achaques y sufrimientos de las fiebres palúdicas.
En otra ocasión, tuvo que salir de Chirumbia al Cuzco para atender al P. Juan Suárez Dóriga -venerable misionero, integrante también del primer grupo venido de la Provincia de España-, arriesgando y poniendo en peligro la existencia de la misión por ayudar al hermano que le necesitaba: «El Padre Elicerio -escribe el obispo Sarasola- se desligó de la misión de Chirumbia con fortísimas consecuencias por cierto, y se constituyó por orden nuestra en enfermero permanente, que ni un momento se apartó de su lecho”. Durante su ausencia de Chirumbia, efectivamente, los selvícolas abandonaron la misión, se perdió el ganado y otra serie de cosas».
Quien quizás mejor expresó la fraternidad del P. Elicerio, fue el P. Félix García Villanueva, abnegado, humilde y bondadoso fraile, que tomaría el relevo del P. Elicerio en Vilcabamba. En carta al obispo Sarasola escribe lo siguiente: «El P. Elicerio es muy bueno y trabajador a pesar de tener ya sus cincuenta años, trabaja como pudiera trabajar un joven de treinta. Para mí es un verdadero padre, me trata cien mil veces mejor de lo que yo merezco. Es universalmente querido y apreciado por todos los habitantes de esta región».
Misionero en la retaguardia
En 1946 el P. Elicerio tuvo que emprender el viaje de retorno definitivo a España. La salud empezaba a darle señales de decadencia. Los cuarenta años de continua brega apostólica en la añorada Chirumbia y en los bellos valles de la Provincia de la Convención y Lares habían dejado en su cuerpo cicatrices de muchas preocupaciones y de fiebres palúdicas.
Esta generación de evangelizadores había interiorizado de tal manera la misión en su vida, que era consustancial en su quehacer de cada día. Por eso fue destinado al Seminario Misionero Dominicano de Villaba. Allí se nos dice en su nota necrológica: «No dejó de trabajar y escribir durante los seis últimos años de su vida. Con los aspirantes a misioneros de Villava tenía sus delicias, les hacía reír con sus cuentos y narraciones misionales, y los estimulaba hacia el gran ideal, que fue el de su existencia terrena».
Finalizamos la reflexión sobre la vida misionera del P. Elicerio con las sentidas palabras del obispo Graín: «Quienes lo conocimos en la intimidad del trato familiar nunca podremos olvidar al Hermano cariñoso, que se hacía querer de todos. En la provincia de la Convención, y fuera de ella, deja incontables amigos, a quienes suavemente procuraba conquistar para Dios y para las misiones».
[1] Tenemos que aclarar que la palabra salvaje, que con frecuencia sale en los escritos de los primeros misioneros, responde al lenguaje cultural de la época. No supone en los misioneros ningún menosprecio hacia los nativos que tanto amaron. La explicación que el mismo P. Elicerio nos acaba de dar es una muestra de ello. En adelante nos permitimos la licencia de cambiar dicha palabra por la de selvícola o nativo, más acorde con nuestra mentalidad.