Jean Marie Tillard, nació en Saint Pierre et Miquelon el 2 de septiembre de 1927. Tras sus primeros estudios entra en la provincia canadiense de los frailes de la Orden de Predicadores, donde hizo profesión el 15 de septiembre de 1950. Fue ordenado sacerdote el 3 de julio de 1955. Terminada su formación académica regreso a Ottawa, donde inicia su labor docente, que desarrollará en universidades de diversos países.
Fue experto del episcopado canadiense en el Concilio Vaticano II, con frecuencia le consultaban las conferencias episcopales canadiense y estadounidense. Trabajó además intensamente en el movimiento ecuménico en diversas instituciones como la Comisión mixta anglicanos-católicos, en Fe y Constitución, en la Comisión Internacional para la Unión de las Iglesias Ortodoxas y Católica Romana; en el Instituto ecuménico de TANTUR (Jerusalén). Fue consultor del Secretariado para la Unidad (Vaticano) y miembro de la Academia Internacional de Ciencias Religiosas. Publicó numerosas obras traducidas en diferentes idiomas. Falleció en Ottawa el 13 de Noviembre de 2000, a los 73 años de edad.
Ofrecemos un texto publicado tras su muerte en su libro Je crois en depit de tout (Paris, Cerf, 2001, pp.31-32). Se trata de una entrevista que se le realizó poco antes de su fallecimiento, y es la respuesta a una pregunta que versa sobre el ecumenismo, actividad a la que consagró gran parte de su vida y de su obra.
“La división de los cristianos es, para mí, probablemente el mayor escándalo de la historia de la Iglesia. Estoy convencido de que ella es, mucho más que los vicios o los errores de nuestra sociedad, el gran obstáculo para la evangelización. Veo en ella la marca por excelencia del poder del Mal, de eso que los textos de la Escritura llaman el Adversario.
Es, en efecto, extremadamente grave, que aquellos y aquellas que proclaman haber encontrado en Cristo la respuesta a su búsqueda de felicidad, que confiesan la fe suprema del Ágape a Dios y a los hermanos, que han sido bautizados en el poder pascual de la Cruz en la que Dios destruye el odio, terminen haciendo de sus comunidades grupos enemigos. He dicho ‘enemigos’. Podría haber dicho, reenviando a documentos históricos que he investigado en toda su amplitud, grupos ‘en estado de odio’. Acabo de releer una parte del dossier de la Reforma y de la Contrarreforma. No es para nada alentador. Ciertamente no hay mas que una verdad y Pablo mismo, sin hablar de los escritos joanicos, se muestra severo con aquel que se desvía. Sé también, que como lo prueba el concilio de Calcedonia, la confrontación a veces violenta de puntos de vista –Cirilo de Alejandría no era precisamente alguien manso- puede permitir clarificaciones esenciales.
Pero hoy la situación de las Iglesias no es para nada la misma. Hemos llegado a la certeza de que sobre los puntos de vista fundamentales de la fe nos encontramos en comunión real, aunque imperfecta, al menos en lo que se refiere a las principales Iglesias. A eso se añade la convicción, raramente expresada, de que a menudo nuestra identificación con nuestras diferencias confesionales viene mas del miedo a perder nuestra identidad que de un interés profundo por la verdad. La experiencia, lenta pero fructífera, del dialogo entre luteranos y católicos acaba de mostrarnos como una búsqueda honesta y humilde, de una parte y de otra, puede demoler muros seculares de polémicas y de división. Desde su creación el ARCIC –Anglican Roman Catholic International Commission- ha hecho esta misma experiencia. La diversidad puede por tanto aparecer como una riqueza. ¿Cuándo dejaremos de ver una diferencia que nos divide y separa?
De todas las Iglesias, la Iglesia católica es hoy probablemente aquella en la que el compromiso en el servicio de la unidad, se vive con mayor lucidez y coraje. Con la gran apertura llevada a cabo por Juan XXIII, junto al Decreto sobre el Ecumenismo, Pablo VI y Juan Pablo II han comprendido a su vez la seriedad del deseo de Cristo, "ut unum sint". A este propósito muchos de sus textos y de sus actos permanecerán entre los más bellos de los ultimas décadas. Pienso en el gesto de Pablo VI besando los pies del representante del patriarca de Constantinopla, en esa impresionante fotografía del ya anciano Juan Pablo II rodeado del delegado del patriarca Bartolomé y del arzobispo de Canterbury ante la puerta santa de la basílica de San Pablo extramuros. Pienso en el coraje con el que, a pesar del poco entusiasmo de las respuestas, Juan Pablo II no cesa de llamar a las Iglesia de Oriente a renovar la plena comunión. O a su proyecto de visitar al moribundo patriarca de Armenia. No son gestos de pura cortesía. Pablo VI y Juan Pablo II han sido los grandes testigos del Espíritu que empuja a las Iglesias a romper con el odioso escándalo de la división.”