Fray Constantino de Orvieto (S. XIII), en su Narración sobre Santo Domingo, escrita por mandato del Maestro de la Orden Fray Juan Teutónico, presenta esta semblanza espiritual:
“El venerable Padre y hombre de Dios Domingo era de tanta honestidad de costumbres, y tan fervoroso en todo lo que hacía, que nadie que observara detenidamente su vida podía poner en duda que era un vaso de honor y de gracia, una taza guarnecida con piedras preciosas. En todo demostraba una valiente ecuanimidad, excepto cuando era más fuerte la compasión y la misericordia. Y puesto que un corazón alegre resalta en el rostro, en su bondad externa proyectaba su belleza interior. Y a pesar de que su rostro estaba siempre alumbrado por la claridad de su sonrisa demostrando una conciencia limpia, la luz de su semblante nunca quedaba baldía. Esta cualidad seducía a todos de tal manera que, sin ningunas dificultad los conquistaba y nada más mirarle le querían. A la hora de las resoluciones estaba tan atento creyendo siempre que era Dios quien decidía, que a penas una sola vez o nunca rectificó una palabra pronunciada con justa deliberación. Dondequiera que se encontrase, bien de camino con sus compañeros, bien en la posada con el posadero y su familia, bien con gente importante, príncipes o prelados, de sus labios brotaban siempre palabras edificantes acompañadas de muchos ejemplos con los que persuadía a quien le escuchaba para amar a Cristo y despreciar lo mundano.
Su conversación diaria estaba siempre llena de temas santos, porque las palabras de aquel cuyo corazón estaba siempre pendiente del cielo no se desprendían de sus labios por casualidad. En todas partes, con palabras y obras se comportaba como un hombre evangélico. De día, nadie como él en trato siempre honesto y amable con sus frailes y compañeros. De noche, nadie como él tan diligente en las vigilias y oraciones.”