Autores inspiradores

La riqueza espiritual de los escritos y enseñanzas de Santa Teresa de Lisieux, el beato Carlos de Foucauld, San Rafael Arnaiz y Thomas Merton.


Se produjo desde finales del siglo XIX una gran proliferación de escritos espirituales, como los del cisterciense Jean-Baptiste Chautard (1858-1935) y el benedictino Columba Marmion (1858-1923).

Abundaban las obras de reflexión teológica de temática espiritual: como las del jesuita Auguste Poulain (1836-1919), el carmelita Gabriel de Sainte-Marie-Madeleine (1893-1953), los dominicos Juan González Arintero (1860-1928) y Réginald Garrigou-Lagrange (1877-1964) y el cisterciense Thomas Merton (1915-1968). Asimismo se publicaron numerosos tratados, manuales y diccionarios de teología espiritual.

Cabe destacar al jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), gran paleontólogo, filósofo y teólogo que, buscando la convergencia entre el saber científico y el saber teológico, nos muestra la creación como una realidad dinámica que evoluciona movida por el Espíritu Santo hacia su plenitud en el Cristo total: la Cristogénesis. En palabras de san Pablo: «Y cuando estén sometidas todas las cosas a Cristo, entonces el mismo Hijo se someterá también a Aquel que le sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).

Surgieron en esta época autores místicos, es decir, que dejan traslucir su propia experiencia de Dios. Vimos que a partir de finales del siglo XVI dejaron de publicarse escritos místicos debido a la presión que se ejerció en el seno de la Iglesia contra el iluminismo y el quietismo. Así, hay un llamativo vacío de literatura mística hasta que se publica la Historia de un alma (1898) de santa Teresa de Lisieux. Muy poco tiempo después surgieron otros escritos místicos de la mano de la beata Isabel de la Trinidad (1880-1906), el beato Carlos de Foucauld (1858-1916), san Rafael Arnaiz Barón (1911-1938) y otros.

¿Cuál es la espiritualidad de Santa Teresa de Lisieux?

Nació en el seno de una familia muy cristiana. Su madre falleció cuando ella tenía 4 años y sus hermanas fueron entrando en el carmelo de Lisieux (norte de Francia). Tras estudiar en un internado de monjas benedictinas, consiguió entrar en el carmelo con 15 años. Su abnegada vida dedicada a la contemplación le llevó a tener grandes consolaciones espirituales con 22 años pero, pasados unos 10 meses, enfermó de tuberculosis y cayó en una grave crisis interior que la hizo vivir 18 meses de sufrimiento hasta que, con 25 años, murió. A petición de otras monjas, dejó escritos tres manuscritos en los que describe la evolución y hondura de su vida interior. Con ellos se formó la Historia de un alma, que tuvo una gran difusión en toda la Iglesia.

Su espiritualidad es muy sencilla y afectiva. Ante la realidad de su propia pequeñez e imperfección, santa Teresita pone toda su confianza en Dios. Es la llamada espiritualidad de las manos vacías, en la que el alma «abandonada» vive intensamente la presencia de Dios, que se da gratuitamente.

Santa Teresita experimenta cómo Dios, a modo de don, desciende al fondo de su «nada» interior para transformarla en el «Todo». Esta santa carmelita siente que su vocación es ser el amor en el corazón de la Iglesia. Así lo expresa:

«La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de diferentes miembros [cf. 1Cor 13], no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares... En una palabra, ¡que el amor es eterno...! Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío..., al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor...!» (Historia de un alma, IX –manuscrito B, 3vº–).

Ha sido proclamada Copatrona de las misiones –junto a san Francisco Javier (1506-1552)–, por­que desde el monasterio apoyó mucho a los misioneros con su oración y sacrificio.

También es Doctora de la Iglesia, pues su Historia de un Alma ha sido de gran ayuda para gente de toda clase y condición: tanto para grandes teólogos como para muchísima gente sencilla. No en vano, es uno de los libros cristianos más difundidos, habiendo sido traducido a más de 40 idiomas.

¿Cómo fue la vida y el legado espiritual del beato Carlos de Foucauld?

Tras quedar huérfano de padre y madre a los 5 años y pasar una infancia muy difícil, Carlos de Foucauld se alistó con 23 años en el ejército francés y luchó en Argelia. Era ateo. En 1886, con 28 años, se convirtió gracias a la ayuda de un sacerdote y, tras visitar Tierra Santa, decidió entrar en 1890 en un monasterio cisterciense en Francia. A los seis meses le enviaron a Siria y allí profesó.

Pero la vida en el monasterio no satisfizo sus deseos interiores, por lo que en 1897 abandonó la Orden y decidió ir a Palestina, concretamente a Nazaret, donde se puso a trabajar como sirviente en un monasterio de clarisas, dedicando mucho tiempo a la oración personal. Allí descubrió que Dios le pedía que fuese sacerdote, por ello regresó a Francia y con 41 años fue ordenado.

Ese mismo año, 1901, se trasladó a Argel con el fin de colaborar en la conversión de sus habitantes y para llevar una vida de oración y penitencia. Primero lo hizo en el oasis de Beni Abbès, situado en el este de Argel. Vestido como un lugareño, vivía en una cabaña al estilo de los antiguos monjes del desierto y ayudaba material y espiritualmente a los que se acercaban a él. Allí escribió una Regla (1902) para los que quisieran adherirse a él. En 1905 se desplazó a un sistema montañoso situado al sur de Argel y se instaló en el oasis de Tamanrasset, donde murió con 48 años.

Carlos de Foucauld le daba mucha importancia a la humildad y la pobreza. Así, al ejemplo de Cristo, quiso ocupar el último lugar entre los seres humanos. Ello supuso en él un duro proceso de desprendimiento. Su meta era ser un pobre que vive entre pobres con el fin de que Jesús esté presente entre ellos. El 23 de junio de 1901 le escribió a su amigo Henry des Castries contándole que le gustaría habitar en…

«…una especie de humilde y pequeña ermita en la que algunos pobres monjes puedan vivir de algunos frutos y de un poco de cebada recogidos con sus manos, llevando una vida de estricta clausura, penitencia y adoración al Santísimo Sacramento, no saliendo del claustro ni predicando, sino dando hospitalidad a todo el que venga, bueno o malo, amigo o enemigo, musulmán o cristiano».

Para él fue un gran referente la Sagrada Familia en su hogar de Nazaret. Enfocaba su vocación contemplativa como una vida en medio del mundo puesta al servicio de aquel que la necesite. El 8 de abril 1905, poco antes de partir del oasis de Beni Abbès, escribió esto a Monseñor Caron:

«Mis últimos retiros de diaconado y sacerdocio me han mostrado que la vida de Nazaret, mi vocación, es preciso llevarla no a la Tierra Santa tan amada, sino entre las almas más enfermas, las ovejas más abandonadas. Este banquete divino del que yo soy ministro, es preciso presentarlo, no a los hermanos, a los parientes, a los vecinos ricos, sino a los más cojos, a los más ciegos, a las almas más abandonadas, a las más necesitadas de un sacerdote».

Carlos predicaba con el ejemplo, fundamentalmente con la caridad fraterna. Así lo escribió en Tamanrasset en 1909:

«Mi apostolado debe ser el apostolado de la bondad; viéndome, deben decir: “Ya que este hombre es así de bueno, su religión debe ser buena”. Si alguien pregunta por qué soy dulce y bueno, debo decir: “Porque soy el servidor de un bien mayor que yo, si tú supieras cuán bueno es mi maestro Jesús…”. Me gustaría ser lo bastante bueno para que se diga: “Si así es el servidor, cómo pues será el maestro”».

A partir de la atrayente espiritualidad plasmada en sus escritos, surgieron en 1933 dos Congregaciones: los Hermanitos de Jesús y las Hermanitas del Sagrado Corazón de Jesús. Ambas siguen la Regla escrita por el «hermanito» Carlos de Foucauld. En la actualidad su carisma está bastante extendido y ayuda a muchas personas a seguir fielmente a Cristo.

¿Qué enseñanzas dejó San Rafael Arnaiz?

Su familia era cristiana y adinerada. Estudió en Madrid arquitectura, pero con 23 años decidió dejarlo todo para entrar en el monasterio cisterciense –o Trapa– de San Isidro de Dueñas, en Palencia. Desgraciadamente contrajo un tipo de diabetes que por entonces era incurable. A causa de ello, después de salir tres veces del monasterio, falleció en él con 28 años.

Gracias a su ejemplo de vida y a los textos espirituales que dejó, pronto se convirtió en un gran referente, por lo que muchos hombres y mujeres se han acercado a San Isidro de Dueñas y a otros monasterios cistercienses buscando la experiencia espiritual del «hermano Rafael». En las Jornadas Mundiales de la Juventud celebradas en Madrid en 2011 se le presentó como un gran modelo para la juventud.

Su vivencia interior gira en torno a la entrega total a Dios y a sus hermanos de comunidad. Por ello no es de extrañar que deseara fervorosamente participar de la Cruz en la que Jesús nos amó hasta el extremo, y de la Eucaristía, en la que hacemos memorial de su muerte y resurrección.

Como consecuencia de su entrega a Dios, destacó por su gran humildad y por su profunda e intensa oración. Todo esto lo refleja en sus escritos, que destacan por su belleza, sencillez y espontaneidad. Son unos textos místicos de gran valor. El 31 de enero de 1938, tres meses antes de morir, escribió lo siguiente en el monasterio:

«Dios mío…, Dios mío, enséñame a amar tu Cruz. Enséñame a amar la absoluta soledad de todo y de todos. Comprendo, Señor, que es así como me quieres, que es así de la única manera que puedes doblegar a Ti este corazón tan lleno de mundo y tan ocupado en vanidades.

Así, en la soledad en que me pones, me enseñarás la vanidad de todo, me hablarás Tú solo al corazón y mi alma se regocijará en Ti.

Pero sufro mucho, Señor…, cuando la tentación aprieta y Tú te escondes… ¡cómo pesan mis angustias!…

¡Silencio pides!… Señor, silencio te ofrezco.

¡Vida oculta!… Señor, sea la Trapa mi escondrijo.

¡Sacrificio!… Señor, ¿qué te diré?, todo por Ti lo di.

¡Renuncia!… Mi voluntad es tuya, Señor.

¿Qué queréis, Señor, de mí?...».

¿Quién fue Thomas Merton y cuál fue su contribución a la espiritualidad?

Su padre era neozelandés y su madre, que murió cuando él tenía seis años, estadounidense. Debido al trabajo de su padre, cambió su residencia varias veces, de tal forma que nació en Francia y después vivió en las Bermudas, Estados Unidos e Inglaterra, donde estudió en la Universidad de Cambridge y siguió sus estudios en Nueva York –en la Universidad de Columbia– alcanzando el doctorado.

Con 23 años se convirtió al catolicismo, y tras cuatro años dando clases, decidió ingresar en el monasterio cisterciense de Nuestra Señora de Getsemaní en Kentucky. En 1949 se ordenó sacerdote. Tras una vida dedicada al estudio de la espiritualidad y a trabajar por el diálogo religioso, la igualdad racial y el pacifismo, falleció con 53 años en Bangkok, donde asistía a un encuentro entre cristianos y budistas.

Dejó treinta libros y muchos artículos y poemas. Su obra más difundida es su autobiografía: La montaña de los siete círculos (1948). En la actualidad su pensamiento es muy estudiado. A nivel intelectual, hizo un gran esfuerzo por recuperar la tradición espiritual cristiana y actualizarla, abriéndola al pensamiento contemporáneo y al diálogo interreligioso, con el fin de hacerla creíble, asequible y realmente útil a las personas. A nivel místico, Merton era un buscador del apofatismo, es decir, del vaciamiento.

Sus maestros preferidos eran el Maestro Eckhart, Juliana de Norwich y san Juan de la Cruz. Pero también supo enriquecerse con el pensamiento de Paul Tillich, el existencialismo y el budismo. Ante el individualismo que ya hacía mella en la sociedad occidental de su época, Merton trató de recuperar a la persona humana haciendo ver que todos y cada uno de nosotros somos imagen de Dios: ese es nuestro «verdadero ser».