El Éxodo y la espiritualidad mosaica

El Éxodo relata cómo Dios ayuda a su pueblo a liberarse del pecado y la opresión mediante algunos sacrificios, pero respetando la libertad personal.


¿Qué es el éxodo de los judíos?

Tras el Génesis, los otros cuatro libros que forman el Pentateuco –Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio– narran cómo Dios, con ayuda de Moisés, liberó a las doce tribus de la esclavitud de Egipto, estableció con ellas una Alianza y les hizo caminar por el desierto durante cuarenta años antes de llegar a la Tierra Prometida (la actual región de Palestina).

La base histórica de esta narración está muy difuminada y mezclada con añadidos posteriores, pues, como pasa con el libro del Génesis, fue redactado definitivamente en el siglo V a.C., es decir, unos 800 años después de que sucedieran los hechos narrados. Pero el gran valor del Pentateuco se halla en la vivencia de Dios que en él subyace.

Sin contar con el Nuevo Testamento, no hay una historia tan fuertemente existencial como la de Moisés y, cuando la meditamos e interiorizamos, podemos constatar que la relación de Dios con «su pueblo» es, en esencia, absolutamente verdadera, aunque esté descrita en parámetros culturales muy diferentes a los nuestros. Y es que, ciertamente, Dios nos ayuda a todos a liberarnos del pecado y la opresión, pero lo hace a costa de nuestro sacrificio y respetando siempre nuestra libertad personal.

Espiritualidad mosaica: ¿cómo es el Dios del Éxodo?

Ya hemos comentado que las familias de los doce hijos del patriarca Jacob se vieron obligadas a asentarse en Egipto. Allí, en el lento transcurrir de cuatro siglos, se convirtieron en un pueblo numeroso que vivía bajo la opresión y la esclavitud, mientras Dios parecía callar y olvidar la promesa hecha a sus padres Abraham, Isaac y Jacob.

Pero este aparente silencio se interrumpió, de repente, en una alejada montaña, el Horeb –también llamada Sinaí–, cuando Dios se hizo presente a Moisés por medio de una zarza que ardía sin consumirse. Ésta es una de las narraciones bíblicas más sobrecogedoras:

«Cuando el Señor vio que él se apartaba del camino para mirar, lo llamó desde la zarza, diciendo: “¡Moisés, Moisés!”. “Aquí estoy”, respondió él.

Entonces Dios le dijo: “No te acerques hasta aquí. Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa”. Luego siguió diciendo: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Moisés se cubrió el rostro porque tuvo miedo de ver a Dios.

El Señor dijo: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a liberarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, al país de los cananeos, los hititas, los amorreos, los perizitas, los jivitas y los jebuseos. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto cómo son oprimidos por los egipcios. Ahora ve, yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas”» (Ex 3,4-10).

Reproducimos este diálogo –que continúa hasta Ex 4,17– porque muestra la esencia de la llamada de Dios, la cual muchos han experimentado a lo largo de la historia y que constituye una de las vivencias más impactantes, pues a la persona que la recibe le marca el devenir de su vida y le da pleno sentido a su existencia. La llamada de Dios es, ante todo, liberadora, pues inicia un proceso redentor dentro de nosotros que, a su vez, nos mueve a liberar a otros. Pues bien, esta llamada liberadora la vivió tan intensamente el pueblo de Israel, que desde entonces se referirán a Dios como «el que nos liberó de Egipto».

¿Cómo fue la alianza de Dios con su pueblo?

Tras la liberación, Dios estableció una Alianza con las doce tribus en la cual se comprometió a ser «su Dios» y ellas a ser «su pueblo» siguiendo fielmente su Ley, que Él les trasmitió por medio de Moisés. De ahí que sea llamada la Ley Mosaica. Ésta quedó escrita en unas tablas que estaban siempre emplazadas físicamente en medio del pueblo. Es decir, si bien en la espiritualidad mosaica Dios es absolutamente trascendente, pues ni siquiera tiene nombre, Él se hace presente en medio de su pueblo gracias a la Ley. Pero esta Alianza pronto se rompió.

Efectivamente, el Deuteronomio insiste en decirnos que el pueblo de Israel estaba constituido por personas normales –es decir, débiles– que no fueron capaces de ser fieles a la Alianza. Por ello Dios les castigó con el fin de que se convirtieran de nuevo a la fe verdadera, la que se apoya en la Ley. Pero, tras el arrepentimiento y la conversión, Dios siempre perdona.

Y así, tras cuarenta años de éxodo por el desierto en los que Dios hizo madurar a su pueblo, éste llegó a la Tierra Prometida, una tierra fértil «que manaba leche y miel» y en la que podía vivir libremente. Aquello supuso su salvación, pues, al convertirse a la Ley, ésta ayudó a los israelitas a liberarse de aquello que les alejaba de Dios y, por tanto, les esclavizaba. En efecto, la Ley les indicó el buen camino a seguir, tanto a nivel social –como pueblo–, como, sobre todo, a nivel espiritual –como creyentes–.

El Dios de la historia y el principio de retribución

La tradición hebrea sitúa a Dios en la historia, pues por medio de ella guía a su pueblo. Esto es propio de los orígenes nómadas de los hebreos. En efecto, ellos sabían que dependían de Dios para poder atravesar grandes distancias en el desierto y llegar bien a su destino. Sentían que, así como Dios les guiaba por el desierto, también les guiaba a lo largo de su historia, y eso lo plasmaron en sus tradiciones, que fueron transmitiendo de padres a hijos. Y de este modo, se fueron configurando como el «pueblo elegido» de Dios.

Esta espiritualidad contrastaba mucho con los pueblos vecinos, de cultura agrícola, para los que Dios era fundamentalmente el «Dios de la naturaleza», pues dependían mucho de ésta para sobrevivir. Mientras que una persona de mentalidad agrícola miraba al cielo para conocer la voluntad de Dios, los nómadas israelitas contemplaban los acontecimientos de la historia.

Pero interpretar la historia no es fácil, pues en ella no sólo hay cosas buenas, también ocurren cosas malas, y con demasiada asiduidad. Y todos nosotros necesitamos saber por qué esto es así, pues ello da sentido a nuestra vida. Pues bien, el pueblo de Israel encontró este sentido en la Ley Mosaica, ya que intuía que, cuando era fiel a ella, las cosas le iban bien: lo cual era prueba de que Dios le premiaba; e intuía que, cuando no era fiel, le venían desgracias: lo cual era prueba de que Dios le había castigado.

¿Cómo se muestra el principio de retribución en la Biblia?

Y así se configuró el principio de retribución, según el cual, Dios castiga a los malos, es decir, a los que no aceptan seguir su Ley, y premia a los buenos, es decir, a los que se convierten a ella. El pueblo israelita no tenía más que contemplar su propia realidad histórica para saber cómo estaba su relación con Dios:

  • si vivía un momento de bienestar, significaba que Dios estaba contento con él;
  • pero si estaba sufriendo alguna desgracia, eso era porque Dios le estaba castigando por algo que había hecho mal y, por tanto, debía revisar sus actos y acomodarlos a la Ley, para que así Dios le levantase el castigo.

El principio de retribución viene determinado por este proceso: (1º) cuando el ser humano comete un pecado, (2º) Dios le castiga, (3º) pero si el ser humano se convierte, (4º) Dios le perdona. Esto se puede ver en buena parte de los libros del Antiguo Testamento.