Mártires, vírgenes y ascetas
Por qué para las primeras comunidades el martirio y la virginidad eran las referencias espirituales más importantes para alcanzar la unión con Dios.
En esta época, los dos grandes referentes espirituales de la Iglesia fueron la virginidad y, sobre todo, el martirio. Los mártires eran aquellos que morían por su fe y eran vistos como un ejemplo de la autenticidad de la fe cristiana. Se convirtieron en un punto de referencia, y eran vistos como "otros Cristos", estrechamente unidos a Jesús, e inspiraron a muchos no creyentes a convertirse.
La virginidad que estaba mal vista se convirtió en un llamativo testimonio de amor a Jesús, y la gente decidía libremente permanecer virgen toda su vida. Tanto el martirio como la virginidad fueron abrazados por las primeras comunidades cristianas como una forma de alcanzar la unión con Dios y vivir su fe.
Persecución de los cristianos y mártires
Si bien en los primeros años la Iglesia pasó casi inadvertida para el Imperio Romano, poco a poco, a medida que se extiende y se va haciendo presente en la vida de las ciudades, comenzó a ganarse antipatías. Según la tradición, la primera persecución fue la ordenada por Nerón (37-68) en la ciudad de Roma, en el año 64.
Desde entonces se sucedieron periodos de relativa tranquilidad con otros de cruentas persecuciones. En el siglo III éstas pasaron a ser sistemáticamente dirigidas contra toda la Iglesia como institución, hasta que en el año 313 el emperador Constantino decidió dar libertad de culto a los cristianos, iniciándose entonces un importante periodo que estudiaremos en el próximo capítulo.
Como consecuencia de las persecuciones, comenzó a haber cristianos que sucumbieron ante la presión y prefirieron traicionar su fe ofreciendo culto a los dioses del Imperio: éstos son los lapsi. Otros sufrieron horribles torturas y mutilaciones, sin llegar a morir, por no renunciar a su fe: son los confesores. Y también hubo cristianos que perdieron su vida: los mártires. Éstos últimos se convirtieron en un gran ejemplo para todos los cristianos, e incluso para los paganos, pues su entrega mostraba claramente la solidez y la autenticidad de la fe cristiana.
¿Que significa ser martir?
El martirio, más que un ejemplo, es un ideal, pues el buen cristiano ha de seguir a Jesús hasta el final, hasta la muerte. Sabemos que Dios quiere que seamos felices. Pero a veces, la verdadera felicidad, la evangélica, exige de nosotros un gran sufrimiento o, incluso, la muerte. Los mártires son referencia de ello para nosotros, no por lo mucho que sufrieron, sino porque permanecieron fieles a pesar de sufrir unos padecimientos que les llevaron a la muerte.
Cuando uno da su vida por el Evangelio imita fielmente a Cristo, el cual, por fidelidad al Padre y por amor a nosotros, murió en la Cruz. Por este motivo, los mártires son los más unidos a Cristo, de tal forma que son considerados como «otros cristos». De hecho, contemplando su muerte, podemos contemplar a Jesús. Y así, los mártires nos muestran que el Evangelio no es un mero ideal, sino algo muy real, que puede vivirse en este mundo.
Una clave importante del heroísmo de los mártires radica en que tienen la plena certeza de que el Espíritu de Jesús, que habita en su corazón, comparte todos sus padecimientos. Veamos cómo lo muestra un texto de la época:
«Porque, ¿quién podría dejar de admirar su nobleza, su resistencia paciente y su lealtad al Señor, siendo así que cuando eran desgarrados por los azotes, de modo que el interior de su carne quedaba visible incluso hasta las venas y arterias de dentro, lo soportaban con paciencia, de modo que los mismos que lo contemplaban tenían compasión y lloraban; en tanto que ellos mismos alcanzaban un grado tal de valor que ninguno de ellos lanzó un grito o un gemido, mostrándonos con ello a todos que en aquella hora los mártires de Cristo que eran torturados estaban ausentes de la carne o, mejor dicho, que el Señor estaba presente y en comunión con ellos?» (Martirio de Policarpo, 2).
Efectivamente, la Iglesia primitiva consideraba que el martirio es un camino espiritual que lleva a la unión con Dios, la cual se alcanza en el momento de la muerte. Eso lo sentía muy claramente san Ignacio de Antioquía (ca. 35-ca. 107): por eso pidió a los cristianos romanos que no impidiesen que fuese entregado a las fieras del circo, porque quería culminar un proceso de maduración espiritual que él sentía en su interior mientras era conducido hacia Roma:
«Porque no quisiera que procurarais agradar a las personas, sino a Dios, como en realidad le agradáis. Porque no voy a tener una oportunidad como ésta para llegar a Dios, ni vosotros, si permanecéis en silencio, podéis obtener crédito por ninguna obra más noble […] Escribo a todas las Iglesias, y hago saber a todos que de mi propio libre albedrío muero por Dios, a menos que vosotros me lo dificultéis. Os exhorto, pues, que no uséis de una bondad inoportuna. Dejadme que sea entregado a las fieras puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro [de Cristo]» (Carta a los Romanos, II,1. IV,1).
¿Cuál es el sentido del martirio?
Quien muere mártir es proclamado «santo» por la Iglesia, porque dar la vida es la máxima expresión del amor, como dice el propio Jesús: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). Además, en el martirio, el mártir ha culminado totalmente su camino hacia la unión con Dios.
El testimonio de los mártires era tan admirable que atraía a la fe cristiana a muchos paganos, ya que mostraba con bastante claridad que su fe no se apoyaba en simples ideas sino en un Dios que existe realmente. Y así, por cada cristiano que moría martirizado, multitud de paganos se convertían. Por eso la Iglesia considera que la mejor predicación del Evangelio es el testimonio de los mártires.
Lógicamente, el martirio pasó a ser un elemento fundamental de la espiritualidad cristiana. Pronto se rindió culto a los mártires, confiando en su poder intercesor, ya que estaban muy unidos a Jesús en el Cielo. Y comenzaron a escribirse edificantes vidas de mártires que fueron –y son– de gran ayuda espiritual para los cristianos. Una de ellas es el Martirio de san Policarpo, del que hemos leído anteriormente un conmovedor fragmento.
¿Cómo vivía la Iglesia la espiritualidad martirial?
Siguiendo el ideal martirial, los primeros cristianos se veían a sí mismos caminando hacia el martirio. Y sabían que este camino lo recorrían junto a Cristo, pues sentían que Él estaba es su interior, compartiendo sus alegrías y sus penas. En este contexto se entiende que san Ignacio de Antioquía en su Carta a los Efesios se llame a sí mismo «Teóforo», es decir, «Portador de Dios» y anime a todos los cristianos a sentirse también «portadores de Dios»: porque Ignacio experimenta la divina presencia del Espíritu de Dios en su corazón y considera que eso no es algo exclusivo de él, sino de todos los seguidores de Cristo. Sabemos que a la base de esta vivencia está la espiritualidad de san Pablo, quien afirma que somos templo del Espíritu Santo (cf. 1Cor 3,16; 6,19).
La espiritualidad martirial era vivida por toda la Iglesia. Los cristianos sentían que caminaban junto a Jesús hacia la Cruz cada vez que, a causa de su fe, eran insultados, vejados o golpeados, aunque dichos maltratos no les produjeran la muerte. Todo sufrimiento a causa del Evangelio suponía para el creyente un acercamiento hacia la unión con Dios. Así narra esta experiencia el autor de la Primera Carta de san Pedro:
«Queridos, no os extrañéis del fuego que ha prendido en medio de vosotros para probaros, como si os sucediera algo extraño, sino alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria. Dichosos vosotros, si sois injuriados por el nombre de Cristo, pues el Espíritu de gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» (1Pe 4,12-13).
Debemos también subrayar otra importante consecuencia de las persecuciones: éstas hacían difícil representar artísticamente a Jesús. Por ello, los primeros cristianos optaron por hacerlo de un modo simbólico que sólo ellos conocían: por medio de un sencillo pez dibujado con dos trazos curvos. Resulta que la palabra «pez» en griego es «IXΘΥΣ» (ichthys), de tal forma que sus letras son las iniciales de una esencial afirmación cristológica: I = Iēsoûs (Jesús), X = Christós (Cristo), Θ = Theoû (de Dios), Υ= Hyiós (Hijo), Σ= Sōtér (Salvador), es decir: «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador». Ésta era una forma de mostrar la fe con poco riesgo de ser descubiertos. Sin embargo, en los espacios privados de los cristianos –en sus casas y en las catacumbas–, a Jesús se le representaba como el Buen Pastor, llevando un cordero sobre sus hombros. Esta imagen también tenía una clara referencia martirial, como lo muestra el propio Jesús: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,11).
¿Como vivían la virginidad y el ascetismo las primeras comunidades?
Basándose en la espiritualidad del martirio, en la Iglesia surgió otro camino en el que el creyente consagraba toda su vida –en cuerpo y alma– a Jesús, a modo de «martirio no cruento». Se trata de la virginidad. Ésta estaba mal vista por los judíos y apenas era practicada en la sociedad grecorromana. En ambos ámbitos, el que una mujer permaneciera virgen era considerado una gran desgracia. Pero no era así en el seno de la Iglesia. De hecho, pronto resultó ser un impactante testimonio de la veracidad de la fe cristiana, surgiendo personas que decidían libremente permanecer vírgenes toda su vida por amor a Jesús, su único «Esposo».
Sabemos que ya a finales del siglo I florecían en la Iglesia las vírgenes y los continentes o ascetas, que es como se llamaban los varones célibes. Para san Pablo, el gran valor de la virginidad radica en que permite a la persona dedicarse por entero a Dios, al quedar libre de responsabilidades familiares y conyugales. Veamos cómo se lo explica a los cristianos de Corinto:
«Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; y por tanto, está dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Pero la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido.
Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división. Pero si alguno teme faltar a la conveniencia respecto de su novia, por estar en la flor de la vida, y le conviene actuar en consecuencia, haga lo que quiera: no peca, cásese. Pero el que ha tomado una firme decisión en su corazón, y sin presión alguna, y en pleno uso de su libertad está resuelto en su interior a respetar a su novia, hará bien. Por tanto, el que se casa con su novia, obra bien. Y el que no se casa, obra mejor» (1Cor 7,32-38).
Influencias en la adopción de la virginidad
Probablemente, las comunidades de esenios ejercieron una cierta influencia en el surgimiento del ideal de la virginidad dentro de la Iglesia. Éstos constituían una especie de secta judía que se hallaba presente en las afueras de las ciudades en las que había una fuerte presencia judía. Es muy conocida la comunidad de Qumran, a orillas del Mar Muerto. A diferencia del judaísmo oficial, entre los esenios había personas que se consagraban totalmente a Dios, dedicando su vida a la oración y a las prácticas ascéticas. Asimismo, vestían de modo especial.
Por otra parte, y en menor medida, quizás también pudieron influir en el ideal cristiano de virginidad algunos movimientos filosóficos grecorromanos de corte dualista –por ejemplo, el platonismo– que, despreciando lo material frente a lo espiritual, animaban a no casarse para evitar propagar la materia.
En todo caso, los grandes referentes son san Pablo (cf. 1Cor 7,25) y, sobre todo, Jesús, pues ambos se mantuvieron vírgenes. Y con el paso del tiempo, a medida que se fue desarrollando la espiritualidad mariana, la Virgen María pasó a ser otro importante modelo. En cierto modo, el desarrollo teológico hacia el dogma de la virginidad perpetua de María (Concilio de Letrán, año 649) se produjo en sintonía con el desarrollo espiritual de la virginidad como forma de vida dentro de la Iglesia.
¿Qué caracterizaba a las vírgenes y los ascetas?
Como es lógico, los cristianos no sólo vieron en la virginidad una especial consagración a Dios, además descubrieron que era un ámbito muy propicio para dedicarse a la vida contemplativa y caritativa. Y así, en poco tiempo, las vírgenes y los ascetas pasaron a ser un referente espiritual muy importante en las comunidades. Si bien aún no había para ellos rituales de consagración –los cuales surgen en el siglo IV–, pasaron a constituir una institución eclesial, con un lugar específico en las celebraciones litúrgicas. Todo ello empujó a los obispos a escribir tratados de virginidad.
Los que optaban por la virginidad solían tener estas características:
- tomaban esta forma de vida a perpetuidad,
- eran en su mayoría mujeres, éstas residían en la casa de su familia –pues estaba mal visto que una mujer viviera sola
- no renunciaban a sus bienes –aunque hacían uso de ellos con gran generosidad
- vestían modestamente, pronto comenzaron a llevar velo –como símbolo de estar casadas con Cristo–
- participaban en los actos comunitarios de la diócesis,
- hacían prácticas ascéticas
- realizaban algunos servicios para la comunidad: cuidar a los enfermos u hospedar a los visitantes.
Cabe hacerse esta pregunta: ¿hubo comunidades de vírgenes antes del nacimiento del monacato? Sería lógico pensar que sí las hubo. Se trataría de vírgenes que, en lugar de vivir con su familia, lo hacían en la casa de otra virgen –o, quizás, de una viuda– capaz de mantener económicamente a la comunidad y con la autoridad espiritual necesaria para gobernarla. Éste habría sido el paso intermedio entre las vírgenes consagradas y el monacato femenino. Pero no se han encontrado indicios de que hayan existido tales comunidades.
Por último, es necesario destacar el gran número de vírgenes que murieron mártires en las persecuciones. Estas heroicas mujeres, que en muchos casos eran adolescentes, mostraron un valor y una entereza sobrenaturales. Entre ellas están:
- santa Cecilia de Roma († ca. 230), patrona de los músicos, los poetas y los ciegos
- santa Lucía de Siracusa (283-304), patrona de los ciegos y abogada de los problemas oculares
- y santa Inés de Roma (ca. 291-304), patrona de los adolescentes–.
En esos tiempos de gran peligro, fueron un modelo de fidelidad para todos los cristianos.
Clero
El pueblo fiel ha visto en el clero una importante referencia de santidad desde los orígenes del cristianismo. En efecto, los obispos, ayudados por los presbíteros y diáconos, son los «pastores» de su diócesis. Sus principales labores son las de cuidar espiritualmente de su comunidad, y dirigirla y gobernarla en nombre de Cristo. Por ello la Iglesia ha insistido siempre en que el clero ha de destacar por su virtud y santidad de vida. Veamos qué dice al respecto la Primera Carta a Timoteo:
«Es, pues, necesario que el obispo sea irreprensible, casado una sola vez, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para enseñar, ni bebedor ni violento, sino moderado, enemigo de disputas, desprendido del dinero, que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios? Que no sea un recién convertido, no sea que, llevado por la soberbia, caiga en la misma condenación del diablo. Es necesario también que tenga buena fama entre los de fuera, para que no caiga en descrédito y en las redes del diablo.
También los diáconos deben ser dignos, sin doblez, no dados a beber mucho vino ni a negocios sucios; que guarden el misterio de la fe con una conciencia pura. Primero se les someterá a prueba y después, si fuesen irreprensibles, serán diáconos. Las mujeres de éstos, igualmente, deben ser dignas, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo. Los diáconos sean casados una sola vez y gobiernen bien a sus hijos y su propia casa. Porque los que ejercen bien el diaconado alcanzan un puesto honroso y una gran entereza en la fe de Cristo Jesús» (1Tim 3,2-13).
Muchos fueron los obispos, presbíteros y diáconos que murieron mártires en las persecuciones, dando un heroico testimonio de su fe. Asimismo, a medida que el valor de la virginidad fue tomando fuerza en el seno de la Iglesia, cada vez fueron más los clérigos que optaron por el celibato –es decir, por mantenerse solteros– con el fin de entregarse por entero a Dios y a su ministerio pastoral, siguiendo el parecer de san Pablo a este respecto, que hemos visto anteriormente (cf. 1Cor 7,32-38).