“Aquí me tienes…” (Gn 22, 1)
Meditación II Domingo de Cuaresma
Es tarea del tiempo cuaresmal volver a renovar el amor primero. Ese que tantas veces parece escondido, remendado, envejecido y hasta fuera de cobertura. Traer al ahora el amor de siempre, que está y es real, es un ejercicio fundamental que requiere tiempo y dedicación. Es momento de volver a poner sobre la mesa la pertenencia de la propia vida: he sido, soy y seré en relación a otras personas, sin las cuales mi propia identidad carecería de sentido. Las alianzas, las grandes alianzas, necesitan ser renovadas, fortalecidas, tensadas. Toda la Historia de la Revelación es un continuo esfuerzo por reavivar el pacto de amistad entre Dios y su pueblo. Y esto, lejos de ser una frustración, se convierte en una oportunidad de agradecimiento y crecimiento personal.
“Aquí me tienes”, “aquí estoy”, le volvemos a decir a Dios en estos primeros días, conscientes de que solamente “estar” es ya el principio de algo nuevo que puede nacer. Esa fue la respuesta, continuamente repetida, de Abrahám. Estuvo al salir de la tierra segura y encaminarse a lo nuevo; estuvo mientras suplicaba un hijo que le abriera al futuro; estuvo, incluso, cuando los planes amenazaban con venirse del todo abajo. Nuestra palabra va construyendo historia. Es lo que ofrecemos a otros en cada recodo del camino lo que nos va configurando. Es lo que dejamos y perdemos, en esta dinámica pascual de la vida. Pero es también, lo que sin querer vamos ganando en cada renuncia, en cada pérdida. Todo eso nos va definiendo en relación a otros, a Dios; nos va indicando que los caminos por abrirse siguen siendo aún infinitos. Experimentar la voluntad de Dios es sentir que siempre tiene una salida mejor para nosotros.
“Aquí me tienes”, debió responder Jesús en el silencio del Tabor al Padre a quien había confiado su existencia. Y se lo decía divisando el amplio horizonte de Palestina, perdiéndose en los senderos ya recorridos, en las experiencias de Reino conquistadas por medio del triunfo de su palabra y sus gestos. No era suficiente. Ni toda la verdad que podía acoger en su corazón. En la soledad de la montaña, Jesús tomó la decisión más importante de su vida, apoyado en lo más hondo de su amor: bajar, marchar a Jerusalén, emprender el camino de la pérdida, del empequeñecimiento, del fracaso. En el Tabor reconoció la Cruz como la opción mejor para su proyecto, y la meta de Jerusalén como el espacio donde culminar su ruta.
“Aquí me tienes”, le decimos a Dios mientras repasamos el mapa de nuestra vida. Y lo que realmente queremos decirle es que estamos disponibles para asumir su voluntad, para dejarnos llevar por su brújula y permitir que cambie, transforme y desconcierte nuestros caminos. Será lo mejor, y lo sabemos por experiencia. Asumir la voluntad de Dios es estar dispuestos para la poda, para acoger la debilidad propia como savia que nutre, desde la verdad y sin engaños.
No es el Tabor al que nosotros subimos en estas semanas, un lugar para disputar sobre grandezas o levantar castillos en el aire. Es espacio para renovar el amor, el de siempre, que nunca se fue y que está, aun en lo escondido. Para mirar desde la luz más clara la verdad de la propia existencia, y permitir que todo un Dios llene de brillo incluso nuestras zonas más oscuras. Para escuchar una voz, imperceptible casi, que nos recuerda lo más sagrado de la propia identidad: que somos amados, y de una manera única, profunda y auténtica. Y para sentirnos vinculados a otros, los de antes quizás o los de ahora, con los que nos vamos jugando el día a día. “Aquí estoy”, le decimos a Dios, mientras enfilamos –renovados y con una sonrisa- el camino de nuestra existencia, deseando seguir las huellas de su Hijo.
Para la reflexión personal
En el fondo de tu vida hay una serie de relaciones fundamentales, algunas incluso aparcadas, que te nutren y te han nutrido en tu historia personal. ¿Puedes ponerles rostro y nombre, desde el agradecimiento? ¿Eres capaz de reconocer cuánto de ti está escondido en ellas?
Y hay una relación fundante, más o menos definida, con la trascendencia, con Dios. ¿Te atreves a decirte qué ha significado esta relación en tu proceso personal? ¿Qué significa ahora? Dilo sin miedo ni culpabilización, desde la verdad y la humildad.
Con frecuencia nos preguntamos por el amor primero, ése que cambia con nosotros, madura y juega al despiste en ocasiones. ¿Cómo se relaciona el amor que te impulsa ahora, que diseña el proyecto de tu vida, con aquel “amor primero”? ¿Percibes continuidad? ¿Sientes cómo ha ido madurando y creciendo?
Las pérdidas, los fracasos, rupturas y frustraciones entran en la dinámica de todo amor. Y lo perfilan, lo afinan y lo maduran. ¿Qué papel han jugado en tu respuesta de amor? ¿Cómo te han ayudado a crecer? ¿Percibes cómo te han ido introduciendo en un “amor pascual”?
¿Te muestras disponible para discernir la voluntad de Dios en tu vida y acogerla? La de Dios siempre es la mejor respuesta a nuestros planes, ¿lo sientes así?
Asumir la cruz que viene del amor, o de las pérdidas, es bajar del Tabor hacia Jerusalén… ¿Cómo se dibuja esa cruz en tu momento presente, y cómo la integras?
Oración
“Se transfiguró ante ellos…” (Mc 9, 7)
Ando deseoso de transfiguración.
¡Son tantas veces las que me siento decepcionado de mí mismo!
Con frecuencia no soy el que quiero, ni construyo lo que sueño.
Me invento películas en otros escenarios,
donde me siento un héroe admirado y reconocido,
al margen de esta realidad que me ahoga y de ese yo que me decepciona.
Te pido luz y ya sé que es falsa la que viene de otra galaxia o de otro foco.
Pero entonces me paro.
Y cuando lo hago siento que en mi realidad oscura
ya se esconden posibilidades de luces, de llamas, de fuego.
No me transfigura la vida el espejo, la mentira o el espacio que me oculta.
La luz que busco fuera ya brilla dentro, aunque no la reconozca,
incluso en las grietas más abiertas de mi vida hay posibilidades desconocidas.
¡Todo yo soy un ser de luz!
Sólo porque me amas, porque sigues confiando en esta debilidad que escondo
y en todas las posibilidades que ella guarda.
¡Sigue pronunciando en mí la palabra de amor que me convierte en pura llama!
Fr. Javier Garzón