“Desbordo de gozo con el Señor…” (Is 61, 10)
Meditación para el III domingo de Adviento
Con frecuencia nos quejamos de las cosas que nos rodean. Hay temporadas en las que cualquier conversación con otros se convierte en una aventura de crítica y desánimo. La situación política más cercana, la injusticia del mundo, los fallos de la Iglesia, la energía de los jóvenes, las decepciones de la familia, y hasta el tiempo que hace… Y así esos diálogos más oscuros van configurando y dibujando la percepción que tenemos de la realidad. E incluso empobrecen la realidad misma. Porque no es habitual que nuestras conversaciones reconozcan lo positivo, lo que está naciendo y es evidente, el hilo de esperanza que trasciende a cada persona y atraviesa la Historia.
No lo vemos, pero existe. Ni le damos nombre, ni vigilamos para percibirlo. Pero pareciera que todo un plan secreto de vida, de novedad, de crecimiento y superación se escondiese detrás de la realidad que nos rodea y la atravesase sin hacer ruido ni imponerse. Incluso superando las noticias sombrías de cada día y apuntando a un mañana siempre mejor. Porque detrás de este telón del mundo, el que percibimos desde esta orilla, muchos hombres y mujeres lo ponen todo en juego, se esfuerzan en hacer bien lo pequeño y se apuntan (sin hacer alarde) a construir un futuro más bello. Sí, de aquel lado del escenario Dios sigue desarrollando un plan de amor y bondad que envuelve el mundo en el que vivimos. ¡Y ni siquiera nuestras críticas más siniestras pueden frenar su proyecto!
Lo propio de Dios es el gozo. Frente a tantos que lo han dibujado como un aguafiestas triste, amargado y solitario. Y por ello, la plenitud de lo humano está en compartir la esencia de Dios que es su alegría: en ningún otro lugar podemos encontrarla con tanta fuerza y autenticidad, sin límites ni desazones. La verdadera felicidad consiste en participar de la dicha de Dios.
Sabemos que hay testigos. Los hemos conocido y tratado alguna vez. Nos ha emocionado la simplicidad con que reparan las grietas del mundo y lo hacen avanzar; el valor que le dan a los gestos pequeños que humanizan y construyen. Promueven el perdón y las sonrisas, el amor y la generosidad. Nos enseñan la verdadera alegría, al margen de posesiones o caprichos afectivos… Y no, no están lejos: se mueven a diario por nuestras calles y se sientan en el mismo vagón del tren. No llevan la capa de los héroes, pero sabemos que son perfectamente humanos, y con eso nos basta.
“¿Tú quién eres?”, nos preguntan en silencio los testigos, como interrogaban entonces al Bautista. Y la cuestión se nos queda en el aire sin que acabemos de responderla. Quizás porque la respuesta se da con la vida, apostándola, poniéndola en juego. Saliendo del patio de butacas y subiendo al espacio donde Dios dirige con precisión la obra del mundo mejor, junto a otros que han hecho de eso su pasión. En el fondo, al margen de críticas y negatividades, nos atrae incorporarnos al grupo de los testigos, de los que se dejan llevar por la alegría. Tal vez este Adviento sea un buen momento para ponerse en pie e intentar vivir de manera diferente.
En este mundo, tantas veces racional y frío, hay quienes ponen calor y claridad, porque han conocido la Luz y son sus testigos. Los hay que elevan su voz en la ternura o la denuncia, porque han conocido la Palabra y dan testimonio. Otros simplemente se saben teloneros y cantan sencillas melodías; ellos son los que han conocido al Protagonista.
Para la reflexión personal
¿Qué predomina en mis conversaciones habituales, un mensaje positivo y esperanzador, o la crítica y la queja? ¿Qué aspectos de la realidad son los que me despiertan más negatividad, y cómo puedo contemplar a Dios escondido tras ellos?
¿Me hago consciente de que Dios sostiene la Historia y no la abandona, de que nada obstaculiza su plan de amor sobre sus criaturas?
¿Qué rostro pongo a los testigos en mi vida cotidiana? ¿Quiénes son los que se entregan dándolo todo, los que viven con entusiasmo, los que trabajan cerca de mí por embellecer el mundo? ¿Siento que me atrae ser uno de ellos?
“¿Tú quién eres?”, preguntaban a Juan Bautista… ¿Soy capaz de dar una respuesta que me defina desde lo profundo? Lo que soy, lo que quiero llegar a ser, lo que puedo hacer para conseguirlo…
¿Cómo comparto la alegría de Dios? ¿Me esfuerzo por llevarla de ordinario a otros? ¿Habla de esa alegría mi rostro, mis palabras, mis gestos? ¿No necesitaré convertirme a la alegría de Dios?
Oración
“En medio de vosotros hay uno que no conocéis…” (Jn 1, 26)
¡No te conozco!
Tanto tiempo contigo y todavía te pierdo sin darme cuenta.
Me sorprendes en mis luchas internas,
cuando me encierro en lo mío y no veo más allá,
tras las sombras que me asustan y me hacen más pequeño…
No es que te vayas, es que no te dejo ser Tú,
más allá de ese yo que me ahoga y me balancea.
Te pierdo porque no te conozco.
Porque me cuesta pensar que en mis noches haya un lugar para ti,
y te imagino dando el portazo y juzgándome en silencio mientras te alejas;
dejándome tú o reclamándote yo un espacio que creo que es mío.
¡Ay si te conociera!
Entonces entendería de verdad lo que significa tu amor,
tu apuesta total por mí en cada momento,
tu corazón abierto cuando todo está cerrado,
tu rostro en quienes me rodean y me invitan a ser mejor,
tu proyecto que golpea y hiere mi estabilidad,
el sueño tan hermoso que tienes para mí.
Quiero conocerte, Señor.
Rompe, como una flecha o un puñal,
la distancia que me separa de ti.
Extiende la raíz de tu Palabra en lo escondido de mi tierra.
Y déjame apreciar tu rostro en los testigos
que me hablan de ti sin que lo sepa.
Fr. Javier Garzón, O.P.