El valor de la humildad
Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado
A los frailes más capacitados intelectualmente, se les enviaba a la mejor facultad de Teología, que formaba parte de un antiguo convento de la Orden. Por él habían pasado muchas de sus grandes figuras teológicas, algunas de las cuales habían llegado a ser Papas. En su biblioteca se podían encontrar las principales obras de los Santos Padres, de los más insignes teólogos escolásticos y de autores humanistas grecorromanos. Su objetivo era formar a buenos profesores que diesen a conocer el Evangelio en toda su pureza.
Entre los mejores alumnos que por aquella facultad pasaron sobresalió fray Roberto, cuya inteligencia era, a decir de sus profesores, sobresaliente. Cuando acabó sus estudios regresó a su convento de origen, que estaba en la capital del país. Y allí le dieron un lugar prominente en la universidad. Sus clases pronto comenzaron a abarrotarse de alumnos deseosos por aprender buena teología. Y su fama fue en aumento.
Pero fray Roberto no supo asimilar interiormente su popularidad, y en poco tiempo pasó a convertirse en un presuntuoso al que le gustaba más lucirse que predicar la Palabra de Dios. Y de eso se fueron dando cuanta sus hermanos de comunidad, sus alumnos y el pueblo fiel que acudía a sus Misas en la iglesia conventual. Cuando su prior intentó hablar sobre ello con fray Roberto, éste se negó a reconocerlo, y le acusó de tenerle envidia:
‒Lo que pasa es que a todos os gustaría ser tan brillantes como yo, pero no podéis ‒le dijo fray Roberto con cierto tono de desprecio.
En su comunidad había un fraile que con grandes apuros había acabado los estudios necesarios para ser ordenado sacerdote. Se llamaba fray Elías. Sabía la teología indispensable para poder predicar. Sabedor de sus muchas carencias, antes de preparar las homilías le pedía humildemente a Dios que le ayudase a llegar al corazón de sus oyentes, y Dios atendía su petición. Predicaba tan bien que sus Misas se llenaban siempre, y no era raro que hubiese gente que se quedase fuera sin poder entrar porque no había sitio.
Por contra, a las Misas de fray Roberto cada vez acudían menos personas. Cuando algún hermano de la comunidad se lo comentaba, fray Roberto respondía diciendo:
‒Mis homilías son tan buenas, y de tan alto nivel teológico, que pocos son capaces de asimilarlas. Ya lo decía el Señor: «No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos» (Mt 7,6).
Pasado un tiempo, sobrevino un suceso de gran importancia política: el fallecimiento del rey. La costumbre era que el mejor predicador del reino predicase en el funeral. Fray Roberto esperaba que se lo pidieran a él, pues nadie sabía tanta teología. Se imaginaba predicando a los aristócratas, a los Obispos y a los superiores religiosos. Sabía que su nombre quedaría inscrito en los archivos reales, y, muy probablemente, se hablaría de él en los libros de historia. Aquel sería el gran premio a su inmejorable carrera intelectual.
Cuando llegó al convento el sobre lacrado con el sello de la Casa Real, toda la comunidad esperó expectante para saber a quién habían elegido para predicar en el funeral. Al día siguiente, en el comedor, el prior anunció que fray Elías había sido elegido para predicar en el funeral del rey. En ese momento, todas las miradas se dirigieron a fray Roberto, que, profundamente humillado, no sabía cómo reaccionar.
Aquello le hizo caer en una profunda depresión. Ya no sabía cómo hablar o mirar a sus hermanos de comunidad, a los que con tanta prepotencia les había tratado. El prior, viendo su delicada situación, le pidió que se trasladara a un lejano monasterio de monjas contemplativas, cuya capellanía estaba a cargo de su convento. Le dijo:
‒No regreses hasta que estés bien. Entrégale esta carta a la priora. En ella le pido que te ayuden espiritualmente a salir de la crisis en la que te encuentras.
Fray Roberto sintió que no podía caer más bajo: el prior le enviaba lejos para que le «curaran» unas simples monjas.
Llegó a la capellanía de aquel monasterio una semana después, tras un largo y duro viaje en el que tuvo que dormir en albergues para pobres y sucios pajares. El anciano capellán, fray Santiago, le recibió con alegría. Pero fray Roberto, sin decir palabra, se retiró a su celda a llorar. Al día siguiente, la priora, sor Yolanda, pidió verle en el locutorio. Fray Roberto se sentía totalmente fuera de lugar. Sor Yolanda le dio la bienvenida y, sabedora de que se trataba de un gran teólogo, le pidió que diera un curso a las hermanas.
‒¿Sobre qué? ‒le preguntó el fraile.
‒Sobre la humildad. Pero recuerde que no somos teólogas. Y las hermanas legas apenas saben leer.
Fray Roberto sólo sabía tratar con personas con una alta cualificación intelectual. No se sentía capaz de hablar a aquellas monjas. Temía que se quejasen por no entenderle. Sería bochornoso. Cuando compartió con fray Santiago este temor, éste le dijo:
‒Fíjate en cómo hablaba Jesús a la gente sencilla de los pueblos de Galilea ‒Y le pasó un libro de los Evangelios.
Fray Roberto comenzó a leerlos con sumo interés, analizando el modo de hablar de Jesús mediante cuentos ‒o parábolas‒ y hablando de cosas tan cotidianas como parras, ovejas, lirios, pájaros, monedas, semillas… Jesús predicaba sin usar términos filosóficos ni complejos razonamientos teológicos. Eso le recordó a fray Elías, y pensó: «Por eso le eligieron en la corte para predicar en el funeral del rey».
Todo aquello fue haciendo cambiar a fray Roberto su modo de ver la predicación. Y comenzó a darse cuenta de lo ridículamente engreído que había sido. Se moría de vergüenza pensando en aquello. Y le pidió a fray Santiago que le confesara. Éste, antes de darle la absolución, le sugirió que aprovechara sus conversaciones con las monjas para ir abajándose al nivel de los más humildes y sencillos.
Tras seis meses en aquel monasterio, fray Roberto era una nueva persona. Dudaba si debía regresar ya a su convento, y le pidió a Dios que le iluminara al respecto. Esa misma noche le sobresaltó un fuerte golpe. Cuando se dirigió a la celda de fray Santiago, lo encontró en el suelo sin vida. E inmediatamente intuyó que eso era una señal de Dios.
Tras celebrar el funeral del anciano fraile, fray Roberto le pidió a sor Yolanda que le aceptara como nuevo capellán. Tras recibir el consentimiento de la comunidad de monjas y el permiso por escrito de su prior, allí se quedó fray Roberto, y, pasados muchos años, allí murió, siendo un fraile feliz y querido por todos.
Dice san Pablo en su Primera Carta a los Corintios: «Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1Cor 2,1-5).
Fr. Julián de Cos Pérez de Camino