Entrada y salida de la clausura

Entrada y salida de la clausura


Unos monjes son expulsados de su Monasterios y comienzan a trabajar en parroquias, pero siguen sintiendo la necesidad de recuperar la vida contemplativa, su verdadera vocación


Siendo muy joven, Enrique dijo a su familia que sentía la llamada de Dios para ser monje, como su tío Felipe. A sus padres aquello les provocó un sentimiento contradictorio: por una parte se sentían muy orgullosos de que Dios se hubiera fijado en un hijo suyo, pero, por otra parte, les daba mucha pena que les dejase tan pronto. Además, Enrique era el mayor de sus hijos, y ellos tenían pensado que fuese él quien se hiciera cargo de la tienda. Pero pronto comprendieron que sus planes debían a adaptarse a la Providencia.

Tras hablarlo con el párroco, y despedirse de todos sus familiares y amigos, Enrique fue llevado por sus padres a la abadía en la que vivía su tío monje, que se hallaba a varios días de camino, en la ribera de un caudaloso río. Tras dejarlo en la portería en manos del abad, sus padres regresaron con mucha tristeza, porque sabían que muy probablemente no volverían a verle, pues aquella abadía seguía una regla de vida muy estricta que prohibía que los monjes saliesen «fuera», salvo por una causa importante.

«Dentro» de la clausura, Dios se hacía presente en el sagrado silencio monástico, la vida comunitaria, el culto divino y el trabajo manual. Y así, apaciblemente, trascurrió la vida de fray Enrique. Estaba tan a gusto dentro de la abadía realizando tranquilamente sus quehaceres diarios y participando de los bellos rezos comunitarios, que nunca tuvo ninguna gana ni curiosidad por salir fuera. Aunque la vida monástica era muy ascética, sentía que dentro vivía en el Paraíso y todos los días le daba gracias a Dios por haberle llamado a la vida contemplativa.

Pero fuera las cosas estaban cambiando con gran rapidez. Tras largos años de hambre y penuria, el rey fue derrocado, y los nuevos gobernantes consideraron oportuno expropiar las posesiones de los religiosos para así conseguir los recursos necesarios para sacar adelante al país. Para ello, aprobaron una ley por la que prohibieron todas las Órdenes religiosas. A sus miembros sólo les quedaba una opción para seguir siendo religiosos: emigrar al extranjero.

Ante aquella situación, los Obispos hicieron un llamamiento a los religiosos ordenados para que se integrasen en las parroquias como sacerdotes seculares, pues el pueblo fiel necesitaba de ayuda pastoral. Fray Enrique, que había sido ordenado hacía 10 años, decidió responder positivamente a esta petición.

En su abadía, la mayoría de los monjes no habían salido fuera desde hacía muchos años. Por eso, cuando la abandonaron para afrontar su nuevo futuro, contemplaron con curiosidad –y resignación– el mundo que se abría ante sus ojos. Fray Enrique fue a casa de su familia unos días y vio que seguía igual que como la dejó. Sus padres, ya mayores, le recibieron con gran alegría y organizaron una fiesta a la que invitaron a familiares y amigos.

Poco después, nuestro monje se incorporó a la parroquia que le había asignado su Obispo, don Alberto. Al principio, su nueva forma de vida fuera de la clausura le pareció ilusionante. Todos los días iba a visitar enfermos y pasaba varias horas en el despacho parroquial. Pero, a medida que fue pasando el tiempo, fray Enrique se sentía cada vez más «fuera» de sí mismo y, sobre todo, más «fuera» de Dios. No es que no le importase la gente, pero no se sentía llamado a las labores pastorales. Muy a pesar suyo, le costaba mucho recordar el nombre de los parroquianos y a menudo no se le ocurría preguntarles por sus problemas. Algo dentro de su corazón le empujaba a aislarse y tomar distancia del mundo de «fuera». Así que decidió visitar a don Alberto para plantearle este problema.

Se llevó una gran sorpresa cuando éste le dijo que no era el primer monje que acudía a él por el mismo asunto. Según su Obispo, estaba claro que su vocación monástica le estaba empujando inconscientemente a salir del mundo exterior para entrar en la clausura. Dios le había llamado a una vida puramente contemplativa y eso era incompatible con la labor parroquial. ¿Qué debía hacer entonces? Don Alberto le pidió que le dejara unas semanas para meditar el asunto.

Pasado un mes y medio, fray Enrique recibió un aviso del Obispo para que fuese a verle. Cuando llegó al obispado, se encontró en la sala de espera con otros quince ex-monjes. Entraron todos juntos a una sala de reuniones y allí don Alberto les habló con suma claridad:

‒Sufro mucho por vosotros y sufro mucho por mi diócesis. Lo más fácil sería que yo os enviase a otro país para que allí os incorporaseis a un monasterio. Pero la gente de aquí os necesita, no como párrocos, sino como monjes. Estoy percibiendo con toda nitidez la falta de vida contemplativa en la diócesis. Nunca habíamos contado con tantos sacerdotes en las parroquias, y, sin embargo, nunca había descendido tanto la vivencia espiritual de las comunidades parroquiales. Tras consultarlo con mis consejeros y meditarlo mucho, hemos llegado a la conclusión de que sin la oración, el testimonio y la presencia de las monjas y los monjes, el pueblo fiel se siente perdido, desprotegido y falto de apoyo.

Y añadió:

‒Siento que Dios me está pidiendo que restaure la vida monástica en la diócesis, a pesar de la prohibición gubernamental. Por eso he preparado las cosas para fundar un nuevo monasterio masculino en una finca en medio de las montañas y otro femenino en una granja que está pegada a la ciudad. Tendréis que llevar una vida oculta. Pero si os descubren, estad tranquilos, porque yo responderé por vosotros y seré yo quien vaya a la cárcel.

Y, así, el plan se puso en marcha. Al cabo de un año, ambos monasterios ya estaban construidos y las monjas y los monjes pudieron recuperar su vida contemplativa dentro de la clausura. Pronto su influjo espiritual se hizo sentir en la vida parroquial y aumentó el número de fieles. Milagrosamente, las autoridades no llegaron a enterarse de lo ocurrido –o no quisieron darse por enterados–, por lo que aquel santo Obispo pudo seguir acompañando a su pueblo por el buen camino.

Cuentan, que cuando los monjes entraron de nuevo dentro de la clausura, lo hicieron cantando el salmo 121:

«¡Qué alegría cuando me dijeron:

“Vamos a la casa del Señor”!

Ya están pisando nuestros pies

tus umbrales, Jerusalén…».


 

Fray Julián de Cos O.P.