Hablad al corazón de Jerusalén, gritadle…
Meditación para el II domingo de Adviento
Hablad al corazón de Jerusalén, gritadle… (Is 40, 2)
Los problemas de cada día nos mantienen callados. Callamos cuando percibimos el dolor o la situación dramática de muchos hermanos. Callamos al vernos rodeados y amenazados por el sufrimiento. Como si el hacer ruido abriese aún más la herida y nos volviese especialmente vulnerables. Israel vivió en silencio muchos años de injusticia, de la misma forma que la siguen aguantando hoy las personas y los pueblos. Como si no pasase nada y la amargura se fuese enraizando más…
“Grita”. Es la orden de Dios a sus profetas de siempre: “alza la voz, no temas”. La palabra de Dios, pronunciada por sus mensajeros, es toda una provocación al dolor y a quien lo produce. Gritar es, para muchos, el primer paso para abandonar la angustia, el salto hacia algo nuevo que empieza. El grito diseña caminos nuevos, empuja desde dentro, contagia entusiasmo a otros, crea comunidad cuando es compartido y afinado en el mismo tono…
En este Adviento nuestro Dios nos sigue provocando con esa invitación. Pero no nos vale cualquier grito. Nos horroriza el grito que impone, ordena y anula; el que deshumaniza en voces de los poderosos y fuertes, de los señores de la guerra o la violencia más cercana. Levantar la voz, con otros y por otros, es dar a la vida una nueva oportunidad, es desafiar el presente, inventar y construir un nuevo sendero en medio de aquello que nos paraliza.
Se trata de gritar consolación. Frente a esos muros grises que nos habitan interiormente, de rutinas y heridas que no curan, de amarguras que almacenamos, de pasos prohibidos o amenazas que asustan. Frente una situación social de injusticia arraigada, de pateras que se hunden en silencio y voces que son siempre calladas… “Consolad”, y hacedlo en nombre de un Dios Amor que tiene respuesta a tanta amargura, salida –desde dentro- a todo el mal que rodea y ahoga la vida humana.
Se trata de gritar que hay caminos. Que se pueden estrenar caminos mejores, nuevos, aún no transitados. Y que la fe los hace posibles y reales. Caminos en nuestros callejones sin salida, donde parece imposible dar un paso. Caminos de paz y reconciliación, de fraternidad y humanidad. Y no, no son fantasías o utopías: es promesa de Dios que ya lo ha hecho antes y lo quiere repetir. Porque tiene en sus manos “un cielo nuevo y una tierra nueva en que habita la justicia”, si tú le dejas…
Se trata de gritar una canción diferente, mejor, de esperanza. ¡Las de ahora ya las sabemos todas y nos dicen bien poco! Nos toca reconocer que Jesús sigue siendo buena noticia, “evangelio” puro, para este mundo. Para todas las personas, para todo en la persona… La experiencia de fe no es algo caduco y agotado sino una experiencia por vivir y estrenar, que tiene fuerza para hacer feliz al ser humano de todos los tiempos. Siempre hay un “Juan Bautista” que nos invita a pasar página, a salir de prácticas inertes, del desierto del cumplimiento o del vacío, y a dejarnos llevar por Aquel que trae Espíritu, ilusión, fuerza… Aquel que grita en nuestro interior y nos invita a escribir con Él un evangelio vivo.
Para la reflexión personal
- ¿Qué dificultades personales me van aprisionando en el día a día, y mantengo en silencio para que no me amenacen? ¿Cuál creo es el grito de Dios para mi realidad de dolor más profunda?
- ¿Qué situaciones de injusticia, amargura o sufrimiento consentido percibo en la realidad que me rodea, en el mundo en que vivo? ¿Cómo identifico la voz profética de Dios frente a todo ello?
- ¿Me invita Dios a alzar la voz de alguna manera en este Adviento?
- ¿Reconozco profetas cerca de mí que me ilusionen y con los que pueda hacer un grito compartido, más fuerte y audible?
- ¿Qué palabras de consolación, qué caminos nuevos, qué canciones de esperanza necesito, o necesitan los míos?
Oración
“Detrás de mí viene el que puede más que yo” (Mc 1, 7)
Tú puedes más que yo.
Lo siento, resignado, cuando mis caminos se cierran y no veo salida aparente.
Cuando he hecho mil intentos que no han servido para nada.
Cuando tenía la certeza de que todo tendría que salir de mi, y me tendría que salir bien…
Pero tú venías detrás, como una madre que observa los primeros pasos del bebé,
y permite que se caiga.
Venías detrás, con un ritmo distinto y sin prisa.
Con otro plan para mi realidad que yo era incapaz de imaginarme…
Es una suerte saber que siempre vienes detrás, y que a ratos veo tu sombra
protegiéndome,
alumbrando fuentes en mis aparentes desiertos,
impulsándome a soltar falsos agarraderos que sólo me empobrecen,
invitándome a gritar con otros
-como parte de tu voz y de tus manos-
la nueva canción de esperanza y evangelio que has compuesto para este mundo.
Fr. Javier Garzón, O.P.