La acedia y la vida monástica
Dijo el Señor en el hogar de Betania: «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa por tantas cosas; pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte» (Lc 10,41-42).
A finales del siglo IV llegó al desierto egipcio un joven, llamado Andrés, procedente de un lejano país, para poder cumplir su gran deseo: ser monje anacoreta. Desde que leyó la Vida de Antonio –escrita por san Atanasio, patriarca de Alejandría– no tenía otra cosa en la cabeza que dejarlo todo para unirse enteramente a Dios en la soledad del desierto.
Su Obispo le recomendó que se incorporara a la colonia de anacoretas que estaba bajo la guía espiritual del anciano Milesio. Así lo hizo Andrés: tras desprenderse de todo (trabajo, familia, posesiones, amigos, casa…), emprendió un largo y arriesgado viaje por el desierto egipcio. Cuando llegó a la colonia, buscó la cabaña donde vivía aquel monje, se arrodilló ante él y le pidió ser su discípulo.
El anciano escuchó con detenimiento todo lo que aquel joven tuvo a bien decirle, y decidió aceptarle. Entonces le llevó a una cabaña en la que había vivido otro monje –recientemente fallecido– y le dijo que esa iba a ser su vivienda hasta la muerte, salvo que la divina Providencia dictaminase otra cosa.
Andrés se integró con ilusión en la colonia de monjes y aceptó con gran interés y esfuerzo todo lo que su padre espiritual le indicaba. Su vida consistía básicamente en permanecer en su cabaña orando y fabricando cestos casi toda la semana. Desde el sábado por la tarde hasta el domingo a mediodía, Andrés se reunía con el resto de anacoretas en una gran cabaña central en la que todos escuchaban las charlas espirituales del anciano Milesio, oraban juntos, celebraban la Eucaristía y compartían una alegre y austera comida. Y así se hacía siempre, sin apenas variaciones, semana tras semana, con el fin de que los monjes pudieran dedicarse por completo a Dios.
Pero, al cabo de unos meses, a Andrés se le hacía cada vez más difícil permanecer en la cabaña. Era especialmente duro bajo el calor asfixiante de mediodía, cuando ya habían pasado muchas horas desde que él se había levantado y aún le quedaban otras tantas antes de acostarse. Entonces en su interior sentía un aburrimiento atroz, que le hacía experimentar una profunda tristeza. En esos momentos se le venían a la cabeza multitud de cosas «útiles» que podría estar haciendo en vez de orar y tejer cestos.
El anciano Milesio ya le había advertido contra esa tentación llamada «acedia». Y también le había dicho que hasta que no la venciese y se sintiese a gusto en la monótona rutina de la vida monástica, no sería un monje maduro.
Pero Andrés no aguantó más y decidió dirigirse todos los días a un inhóspito cruce de caminos que había a varios kilómetros de la colonia, para prestar su ayuda a los viajeros que por allí pasaban, sobre todo cuando se trataba de presos que eran trasladados en condiciones deplorables para trabajar en las minas del Emperador. Curiosamente, el anciano Milesio le dio libertad y le dejó que hiciera aquel servicio, salvo los sábados y los domingos.
Andrés pensaba que eso daba más sentido a su vida y, además, no se aburría «perdiendo el tiempo» en la cabaña. Pero, pasado un tiempo, comenzó a reflexionar sobre qué sentido tenía estar haciendo aquello a cientos de kilómetros de su pueblo, cuando en él también había gente que necesitaba de su ayuda. Así que se despidió de la colonia, regresó a su pueblo y se puso a atender a enfermos y ancianos desamparados.
Sin embargo, pronto comenzó a pensar: «¿Por qué voy a perder el tiempo ayudando a esta gente, cuando tengo toda una vida por delante?». Así que hizo lo posible por recuperar todo lo que había dejado antes de marchar al desierto y volvió a su vida anterior. Pero al cabo de unos meses comenzó a sentir en su interior que esa vida que había recuperado no tenía ningún sentido, y volvió a anhelar ardientemente poder unirse a Dios en aquella solitaria cabaña del desierto, a pesar del aburrimiento y el calor. Así que volvió a dejarlo todo, regresó a la colonia de anacoretas y allí se presentó ante el anciano Milesio. Y éste le dijo:
‒Andrés, hace aproximadamente dos años, lo dejaste todo y te presentaste ante mí diciéndome que querías vencer todo aquello que te alejaba de Dios para así poder unirte a Él. Esa es la esencia de la vida monástica, por eso te acepté en la colonia de monjes. Te advertí que pronto recibirías ataques del «demonio» de la acedia. A pesar de ello sucumbiste ante él y dejaste tu cabaña. Ahora regresas, pero la acedia sigue habitando en tu interior. ¿Qué piensas hacer?
Andrés le contestó:
‒Lo que usted quiera, maestro.
Éste le dijo:
‒La acedia es una tentación fortísima que muy pocos pueden vencer, pues necesitan una gracia especial para hacerlo. Pero Dios se la concede a aquellos que llama a la vida monástica. Ahora te pido que pienses: ¿sigues queriendo unirte enteramente a Dios?
Sin dudarlo un segundo, Andrés contestó afirmativamente.
‒Bien –continuó diciendo el anciano–, pues has de esforzarte en tomar conciencia de estas verdades: Dios es eterno. Por Él no pasa el tiempo. Y por su Reino de amor tampoco. Cuando mueras y resucites a la otra vida, te sumirás en un eterno y pleno amor que no tiene fin. Pues bien, la vida monástica es un anticipo –imperfecto– de esa experiencia de eternidad. Ahora te digo: cuando estés en tu cabaña trata de sumergirte interiormente en el Reino del amor eterno. Haz un esfuerzo por aceptar en tu interior el ritmo del suave devenir impuesto por Dios a toda su creación. No trates de forzar nada ni de imponer tu voluntad. Sólo has de dejarte llevar por Dios, que habita en ti. Y, así, poco a poco Dios te hará sentir que tu vida tiene pleno sentido. Y tanto te gustará esta vida, que entonces serás tú el que no quiera salir de la cabaña, porque ella será tu «Paraíso». Mi querido Andrés: grandes y maravillosas son las obras que hace Dios por medio del alma contemplativa de los monjes, porque la oración todo lo puede (cf. Mt 21,22).
Andrés regresó a su cabaña y oró con todo su corazón para que Dios le ayudara a introducirse interiormente en el pausado ritmo del amor eterno.
Sufrió enormes tentaciones, pero Dios le ayudó a vencerlas. Con el tiempo llegó a ser un gran padre espiritual y tomó plena conciencia del sentido de la vida monástica y de las inefables maravillas que hace la oración. Ayudó a muchos a unirse con Dios y vivió en una profunda paz.
Dijo el Señor en el hogar de Betania:
«Marta, Marta, andas inquieta
y nerviosa por tantas cosas;
pero sólo una es necesaria.
María ha escogido la mejor parte» (Lc 10,41-42).
Fray Julián de Cos O.P.