La fe del zapatero
Dice san Pablo en su Carta a los Romanos: «Acoged bien al que es débil en la fe, sin discutir opiniones» (Rom 14,1).
La mejor zapatería de la ciudad era, sin duda, la de Jacinto. Le gustaba mucho este oficio. Su negocio era próspero y se sentía valorado por su familia y sus vecinos. Pero algo en el corazón le hacía ver que su vida no tenía sentido. Cuando le comentaba este pesar a su esposa, Graciela, ésta le decía:
‒ Trabajas demasiado. Pasea más conmigo y juega con tus hijos, y verás lo bien que te sientes.
Jacinto iba con su familia a Misa todos los domingos y fiestas de guardar. Le resultaba bastante aburrido, pero así lo había aprendido de sus padres, y así lo practicaba él con sus hijos y su esposa. También era generoso en las colectas, porque pensaba que era importante tener contento a Dios, por si acaso...
En la Semana de Pascua se estableció en su barrio una comunidad monjas contemplativas. Eran diez hermanas. Salvo la priora, sor Celina, el resto eran muy jóvenes, pues tenían por delante el duro trabajo de transformar un viejo caserón en un monasterio, y su amplio jardín, en huerta. Una familia rica de la ciudad se lo había regalado.
Pasados unos meses, sor Celina, acompañada por una hermana, se acercó a la zapatería para preguntar a Jacinto si sería posible que él hiciese zapatos de invierno para toda la comunidad, pues en el monasterio, que aún estaba en obras, hacía mucho frío. Aquello a Jacinto le impactó mucho, y no sólo se ofreció a hacerles gratuitamente los zapatos, sino también a ayudarlas en lo que fuese necesario para que no pasaran frío. Sor Celina se lo agradeció y quedaron en hablar de ello el domingo por la tarde.
A la hora acordada, Jacinto se presentó con su esposa en el torno del monasterio y la portera les invitó a pasar al locutorio. Tres minutos después entraron la priora y la ecónoma. Tras saludarse y hablar de varios temas intrascendentes, la priora les dijo:
‒Don Jacinto, doña Graciela, agradecemos mucho su ayuda. Nosotras procedemos de una región más cálida y no estamos acostumbradas al frío invierno de esta ciudad.
‒Y menos aún sin buenos zapatos ni calefacción ‒respondió Jacinto.
En aquella conversación llegaron al acuerdo de construir grandes chimeneas en las salas comunes del monasterio. Y se estableció una estrecha y sincera amistad entre las hermanas y la familia de zapateros.
Un día, Jacinto solicitó hablar a solas con la priora en el locutorio. Quería pedirle consejo sobre cómo superar su falta de fe. Sorprendentemente, sor Celina le dijo que ella también pasaba a veces por momento de crisis, y que le ayudaba mucho a superarlas el asistir a la Eucaristía y la oración comunitaria con el corazón abierto, sintiendo todo lo que rezaba. En cierto modo, sentía que sus palabras llegaban a Dios y eran escuchadas. Y después le dijo:
‒No sé si esto es una experiencia mística, don Jacinto, pero compartiendo la oración con mis hermanas, siento que Jesús está en medio de nosotras.
Desde entonces Jacinto y su familia comenzaron a ir a Misa al monasterio todos los domingos. Las jóvenes y acompasadas voces de las hermanas ayudaban mucho a Jacinto a seguir con interés la Eucaristía. Y poco a poco se fue aficionando a asistir a los Laudes y la Misa que las hermanas celebraban todas las mañanas. El corazón de Jacinto fue abriéndose a lo infinito y desconocido, y un día descubrió que, efectivamente, Jesús estaba en medio de aquella humilde capilla, acogiendo el amor que las hermanas le expresaban con sus bellos cantos. Y sintió que Jesús le escuchaba también a él, y le amaba.
Llegada la primavera, su hija mayor se puso muy enferma. Lo peor era que los médicos no sabían qué le pasaba. Jacinto veía como día a día se le iba la vida. Se fue quedando delgada y pálida. A penas podía hablar ni comer. Jacinto sabía que las hermanas rezaban todos los días por ella, pero parecía que Jesús no escuchaba sus ruegos. Un día, en el locutorio, le dijo a la priora:
‒No lo entiendo, sor Celina, no sé por qué Jesús no cura a mi hija. Yo he puesto todo de mi parte. Ya no sé en qué creer…
La priora agachó la cabeza porque no sabía qué responder. Tras un largo momento de silencio, le dijo:
‒La vida es un misterio, Jacinto. No te apartes de Dios simplemente porque no entiendes lo que ocurre.
Y añadió:
‒De todas formas, nuestra cocinera hace un caldo muy nutritivo que nosotras tomamos cuando nos ponemos enfermas. No es milagroso. Sólo da fuerzas. ¿Qué tal si le pido que prepare una hoya con caldo para tu hija?
Jacinto aceptó sin dudar, e hizo tomar a su hija enferma una taza de caldo cada seis horas, tal y como le recomendó sor Celina. La enferma pronto mejoró y, como consecuencia de ello, la fe del zapatero se fortaleció. Efectivamente, Jacinto se convirtió en un fervoroso creyente.
Estas buenas noticias llenaron de alegría a la comunidad de contemplativas. Pero sor Celina expresó a sus hermanas esta duda:
‒¿Qué habría pasado si hubiese muerto la hija de don Jacinto?
Y la cocinera le contestó:
‒Bueno, quién sabe… el hecho es que tomó el caldo de las mojas y sanó, y por ello debemos dar gracias a Dios.
Fr. Julián de Cos Pérez de Camino