La llamada al Amor
Dice la Primera Carta de san Juan: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4,8).
A Irene, la mujer de Ramiro, le habían diagnosticado un cáncer muy grave que se había extendido por todo el cuerpo. Los médicos le daban dos meses de vida. Aquello, obviamente, fue un durísimo golpe para ambos. Tenían 61 años. Se habían casado muy jóvenes, justo después de que Ramiro acabase sus estudios de fontanería y se pusiese a trabajar con su padre. Y pronto tuvieron tres hijos que ahora estaban felizmente casados.
Desde que supieron que Irene tenía un cáncer terminal, Ramiro no se separó de ella. Ambos se querían mucho, aunque Ramiro nunca supo expresar su amor, ni siquiera cuando eran novios. Pero, una tarde en la que Irene había estado vomitando y tosiendo continuamente, algo por dentro le impulsó a Ramiro a decirle claramente cuánto la amaba y lo mucho que le agradecía que le hubiese dado tantos años de felicidad. Fue lo más profundo que jamás le había dicho. Él mismo se quedó muy sorprendido ante aquella declaración de amor. A Irene le reconfortó interiormente y le ayudó a pasar sus últimos días en esta vida.
Tras el funeral, Ramiro se quedó muy solo en casa. Y no dejaba de meditar sobre aquella tarde en la que declaró su amor a su moribunda esposa. El hecho es que Ramiro sentía que aquello no había salido de él, sino que había sido Dios el que le impulsó a hacerlo. Intuía que aquello fue una experiencia mística, aunque él no sabía apenas nada de esas cosas. Por ello, una mañana se acercó a la parroquia, se lo comentó a un amigo sacerdote, y éste, tras escucharle largo y tendido, le recomendó que fuera a un monasterio para meditar y orar durante dos semanas.
Cuando Ramiro llegó al monasterio, la hospedería estaba vacía, pues era pleno invierno, así que no tardó en trabar amistad con el hermano hospedero y en contarle lo que le había llevado allí. El hermano le sugirió que hiciera un esfuerzo por asistir a todos los rezos comunitarios –incluido Maitines, que era a las cinco de la mañana– y le preguntó si le gustaría ayudar a los monjes en los trabajos de la huerta. El bueno de Ramiro aceptó complacido.
Ciertamente, trabajar codo con codo con los monjes dentro de la clausura fue para él una vivencia muy sanadora. El ambiente sagrado que se respira dentro del monasterio le limpió interiormente y le revitalizó. Apenas conversó con los monjes, pero su presencia, su sonrisa y su paz le comunicaron muchas cosas buenas, que no sabría muy bien explicar.
El día de su partida, Ramiro le confesó tímidamente al padre abad que sentía muchísimo dejar el monasterio y que con gusto se quedaría allí para siempre. El abad le abrazó con mucho cariño y le dijo en voz baja:
‒Vuelve a tu casa, rehaz tu vida, ponte en manos de Dios… y si dentro de seis meses sigues queriendo formar parte de nuestra comunidad, te acogeremos con alegría.
De vuelta en casa, todos los días Ramiro se acordaba de la ardiente vivencia de amor sobrenatural que había sentido junto a su difunta Irene. Y algo le decía que aquello fue una llamaba de Dios. Hasta entonces Ramiro no había sido consciente de lo que era amar apasionadamente con todo el corazón. Nunca había experimentado una cosa así. Y sentía que Dios le indicaba que ese era su nuevo camino: el amor.
Rechazaba totalmente la idea de buscar otra mujer, porque su esposa seguía siendo Irene. Y, sobre todo, recordaba con añoranza su agradable y revitalizante experiencia monástica. Sentía que el monasterio es su verdadero hogar, los monjes su nueva familia y Dios su gran amor.
Así que, tras hablarlo con su amigo sacerdote, y habiéndose despedido de su familia y de sus amigos, Ramiro preparó una pequeña maleta y se presentó en la portería del monasterio en busca del Amor divino.
Y allí vivió felizmente hasta que, un buen día, Dios se lo llevó al Reino del Amor eterno.
Fr. Julián de Cos Pérez de Camino