La soledad de una anciana
Una anciana ve cómo cambia su vida cuando su párroco le pide que colabore en el servicio de guardería de la parroquia
Tras ver en el cine una divertida película de animación, una joven familia acudió a un McDonald’s para merendar. Como era sábado por la tarde, el restaurante estaba muy concurrido y costaba encontrar mesa. Al fin, una de las niñas encontró una mesa libre al lado de otra en la que una señora mayor estaba sentada. Parecía que estaba esperando a que sus hijos y nietos llegasen con la comida. Antes de ocupar la mesa de al lado, la saludaron y le preguntaron si esa mesa estaba libre. Y la señora, con una agradable sonrisa, les dijo que sí. Así que se sentaron para disfrutar de la merienda, entre risas, bromas y anécdotas divertidas sobre la película que acaban de ver.
Pasado un cuarto de hora, mientras estaban tomando las hamburguesas, la señora que estaba sentada a su lado, se levantó, se despidió muy amablemente de las niñas, y se fue sola. El padre y la madre se miraron el uno al otro con cara de pena, pues era obvio que aquella anciana se había sentado en el restaurante para disfrutar de los niños que a él acudían con sus padres.
Aquella mujer era Águeda. Se había quedado viuda hacía cinco largos años. Cada vez tenía menos amigas porque algunas ya habían fallecido y otras habían sido internadas en una residencia. Vivía sola en su casa, donde había disfrutado de 51 años de matrimonio con su esposo. Aunque no tuvieron hijos, supieron compensar su ausencia con cariño y ternura. A pesar de su avanzada edad, aun se valía para vivir en casa, pero se sentía muy sola.
Todos los días hacía la misma rutina: tras desayunar, rezaba el Rosario, limpiaba un poco la casa, iba a Misa de once, hacía la compra en el supermercado de la esquina, y después regresaba a casa para preparar la comida. Las tardes las pasaba viendo a tele, haciendo crucigramas y de vez en cuando hablaba por teléfono con algún familiar o conocido.
Cuando su párroco, el P. Antonio, se enteró de que Águeda iba a veces al McDonald’s o a alguna pizzería para disfrutar de la cercanía de familias con niños, se le partió el corazón. Sabía que Águeda lo estaba pasando mal, pero no suponía que se sintiera tan sola. Por eso rogó a Dios para que le diera alguna solución.
Pasadas unas semanas, llamó a la puerta de su despacho una joven para expresarle una queja:
‒P. Antonio, has organizado unos magníficos grupos de reflexión bíblica y oración, pero algunos no podemos asistir porque no tenemos a nadie que se ocupe de nuestros hijos.
En ese momento, de repente, se le ocurrió una idea ingeniosa. Tras darle íntimamente gracias a Dios, le dijo a la joven:
‒Tienes razón. Pero creo que este problema tiene solución.
Habló con los catequistas para ver si algunos de ellos podían ocuparse de los hijos de aquellos que asistían a reuniones o encuentros parroquiales. Una joven adolescente que acababa de hacer la Confirmación le dijo que ella podría intentarlo. Más tarde, en el despacho, le comentó el problema de Águeda y le preguntó qué le parecería si aquella anciana podía acompañarla en esta labor. La joven no puso ningún problema, porque la bondad de Águeda era bien conocida.
Ahora llegaba lo más complicado: conseguir que Águeda accediese a echar una mano con los niños. El P. Antonio dudaba de que una señora tan mayor se animase a hacer una cosa así. Tras orarlo y meditarlo, habló tranquilamente con ella en el despacho, explicándoselo bien. Sorprendentemente, Águeda accedió de inmediato a hacer este servicio parroquial, aunque advirtiéndole de que sus fuerzas eran muy justas, y a su cabeza se le olvidaban cada vez más cosas.
A la semana siguiente, tras anunciarlo en todas las Misas, este servicio de «guardería parroquial» comenzó a funcionar. Y tuvo mucho éxito. Los padres estaban muy contentos. Tanto es así, que se fueron apuntando más personas a colaborar en este servicio, teniendo siempre a Águeda como principal referencia. Su tranquilidad, afabilidad y sonrisa hacían un gran bien no solo a los niños, también a los que con ella colaboraban. Y pronto todos empezaron a llamarla «abuela Águeda».
Pero, pasados tres años, el corazón de esta anciana comenzó a mostrar signos de agotamiento. A pesar de que los médicos le pedían reposo, ella no dejaba de realizar su servicio de guardería, porque, como ella misma le decía al P. Antonio, esta sencilla labor me daba la vida. Cuando, al fin, fue ingresada con una gravísima dolencia cardiaca, decenas de niños acudieron con sus padres al hospital para darle las gracias por todo el bien que les había hecho. El P. Antonio, en la sala de espera, bromeaba con los feligreses diciendo que a Águeda le estaban dando tantos besos los niños, que iba a lograr batir el record mundial.
En el fondo, nuestro párroco daba gracias a Dios porque, con el amor de Águeda, el Reino de Dios se había hecho presente en la parroquia. Y logró encontrar todo el sentido a este pasaje:
«Jesús les dijo: “Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él”. Y abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos» (Mc 10,14-17).
Fray Julián de Cos O.P.