La Virgen del roble
La imagen de una Virgen tallada en un roble se convierte en un signo de acogida de extranjeros que han tenido que salir de su casa y no tienen nada
En lo alto de una pequeña loma crecía en hermoso roble. Se mantenía en pie a pesar de tener el tronco hueco y carcomido. Dentro de él, resguardada de la lluvia, había una imagen de la Virgen.
A unos seis kilómetros, bajando el valle, vivía un apacible pueblo de campesinos y pastores. En la fiesta de la Asunción organizaban una romería en la que celebraban la Eucaristía en la pradera y después disfrutaban de un banquete en el que compartían la comida que llevaban.
Cuenta una antigua leyenda que cuando llegaron los primeros monjes para evangelizar a aquella región, pronto observaron el culto pagano que los lugareños daban al roble. Por ello quisieron cortarlo y reemplazarlo por una ermita, pero se encontraron ante la firme oposición del pueblo. Entonces los monjes pidieron al señor de aquellos territorios que enviase a varios soldados para que se ocupasen del asunto. Pero cuando los soldados se dispusieron a cortar el roble, un gran rayo cayó sobre él y todos huyeron despavoridos, pensando que el mismo Dios se oponía a que lo talasen. Aquello hizo desistir a los monjes de talar aquel majestuoso árbol, y prefirieron colocar una imagen de la Virgen en el hueco que el rayo formó en su tronco. Y transformaron una ancestral fiesta pagana en la actual romería de la Asunción, para dar gracias a Dios por la cosecha.
Aquel roble de la loma había visto pasar bajo su copa a decenas de generaciones. Mujeres y hombres acudían devotamente a rezar a la Virgen, pidiéndola que intercediese por la salud de un ser querido, por el regreso del marido que ha ido a la guerra o para que el tiempo fuese favorable para los cultivos.
Un buen día, a finales de invierno, comenzó a llegar a la comarca una multitud de personas pobres y harapientas. Se trataba de familias que habían sido expulsadas del país vecino y no tenían a dónde ir. Se asentaron en varios lugares cerca del río y acudieron en busca de ayuda al pueblo.
En un principio todos se alarmaron y el P. Lorenzo, el párroco, hizo tocar las campanas en señal de peligro, pues no sabían nada de aquellos visitantes. ¿Qué debían hacer ante aquella situación? Pero pronto descubrieron que se trataba de simples artesanos. Había costureras, carpinteros, albañiles, cocineras, herreros… Salvo por su modo de hablar, que tenía un acento diferente, eran personas normales. No había entre ellos ladrones ni maleantes.
El alcalde, don Liberio, no sabía cómo actuar. Era un hombre justo y recto, pero ante aquella situación se sentía desbordado. Por ello convocó una reunión con el P. Lorenzo y los concejales para ver qué solución tomar. La gente estaba muy nerviosa. Algunos pedían que se echase a los visitantes, para que siguiesen su camino hacia otro lugar. El P. Lorenzo tomó la palabra:
‒La Virgen del roble a lo largo de la historia se ha compadecido siempre de nuestro pueblo. Sugiero que subamos a la loma para pedirle consejo.
Aunque les tomó bastante por sorpresa aquella propuesta, don Liberio y los concejales la aceptaron. Cuando llegaron al roble, lo rodearon formando un círculo. Entonces el párroco se arrodilló ante la Virgen y, tras rezar un Avemaría, le pidió consejo para hacer la voluntad de Dios.
Allí estuvieron en silencio unos diez minutos. Y cuando se disponían a regresar al pueblo, se desató un fortísimo viento que los zarandeó a todos y partió por la mitad al viejo roble, cayendo la imagen de la Virgen rodando por el suelo. Tras unos momentos de desconcierto, amainó el viento y todos comenzaron a discutir sobre cómo interpretar aquello: ¿era el presagio de una catástrofe venidera?, ¿la Virgen les estaba indicando que los visitantes no eran bien venidos?
Entonces el P. Lorenzo puso en pie la imagen de la Virgen y levantó los brazos para indicar a todos que se calmasen. Entonces habló de este modo:
‒Está claro que la Virgen nos está queriendo decir algo con esta desdicha. Pero yo no creo que esté hablando del futuro, sino del pasado. Perdiendo su cobijo, ella nos está mostrando lo que han vivido nuestros visitantes al perder sus casas. La Virgen se compadece tanto de ellos, que ha decidido quedarse ella misma sin casa para que nos demos cuenta de que nuestros visitantes necesitan un nuevo hogar.
Todos se quedaron muy pensativos. Entonces don Liberio tomó la palabra y dijo:
‒Ciertamente, a nuestro pueblo le vendrían bien estas familias de artesanos que han venido de lejos. Estoy seguro de que si los acogemos nos traerán prosperidad. Por eso, siguiendo el consejo de la Virgen, sugiero que hagamos un nuevo barrio junto al pueblo para que se alojen ahí. Y también os propongo que con ayuda de nuestros nuevos vecinos construyamos una ermita para la Virgen aquí, junto a lo que queda del viejo roble. Así la Virgen podrá acogernos a todos bajo su techo.
Todos dieron su asentimiento a aquellas sabias palabras y bajaron muy alegres al pueblo.
Después de que el alcalde anunciase que los visitantes iban a quedarse, el P. Lorenzo hizo subir a todos a la loma para bajar solemnemente la imagen de la Virgen, que fue instalada provisionalmente en la parroquia, hasta que estuviera hecha la ermita. Y todos cantaron llenos de alegría el Magníficat:
«Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación» (Lc 1,48-50).
Fray Julián de Cos O.P.