La viuda despojada y la hija amada
La Cuaresma es un tiempo de renunciar y ofrecer.
Sólo así se llega a la Pascua con un corazón resucitado.
A un antiguo monasterio situado a las afueras de una pequeña ciudad, llegó una mujer que acababa de perder a su marido y a su único hijo en la guerra. La mujer, destrozada, estaba tentada de renegarse contra Dios, pero el sentido común le decía que antes de hacer algo así era mejor hablarlo con alguien. Y la priora del monasterio tenía fama de ser una mujer buena y sabia, por ello acudió a ella. La hicieron entrar en el locutorio y al poco llegó la priora por el otro lado de la reja.
Tras más de dos horas de conversación y llantos, la priora invitó a aquella viuda a quedarse uno días en el monasterio.
‒Será bueno para todas –le dijo–. Usted podrá meditar tranquilamente y, de paso, nos ayudará en la cocina, que buena falta nos hace.
La viuda se quedó y se incorporó a la vida rutinaria de la comunidad.
La priora le había dicho en aquella conversación del locutorio que debía asumir la muerte y comenzar una nueva vida. No se refería sólo a la muerte de su hijo y de su marido: también la suya propia, porque ya no era ni madre ni esposa… Había perdido todo, hasta su identidad. Y eso debía asumirlo. Es más:
‒Sería bueno que se lo ofrezcas al Señor ‒le dijo.
Y eso la viuda no podía hacerlo. Aquella guerra le había arrebatado lo que más quería.
Era pleno invierno, la viuda estaba a gusto en el monasterio y la comunidad también estaba a gusto con ella, así que la priora, tras consultarlo con sus hermanas, le ofreció quedarse durante toda la Cuaresma. Y así lo hizo.
Esa Cuaresma vino a predicar un fraile muy mayor, amigo de la priora. La costumbre en el monasterio era que a media mañana el fraile predicase durante una hora y después todos se quedaban otra hora a meditar en la capilla. Así día tras día, desgranando los misterios de la Pasión del Señor, para prepararse para su Resurrección.
La viuda le daba muchas vueltas a aquello de ofrecerle al Señor la muerte de su marido y de su hijo: ¡Quería que nunca hubieran ido a la guerra! ¡Quería que se los devolviesen! Pero poco a poco fue entrando en el misterio del amor de Cristo, de cómo, siendo Dios, se hizo un hombre cualquiera para ofrecer su vida en el tormento de la cruz (cf. Fil 2,7-8): ¡no para Él!, ¡sino por amor a la humanidad!
‒¿Pero qué voy a ganar yo o qué va a ganar Dios si le ofrezco mi condición de madre y esposa?... ¿Qué será de mí? ‒se preguntaba.
A mitad de Cuaresma, en una de sus predicaciones, el fraile habló de aquel pasaje en el que Jesús le dice a la multitud: «El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará» (Mc 8,35).
Y entonces, de repente, lo entendió: «Ofreciendo a Dios mi vida, renunciando por Él a todo lo que considero que es mío y que constituye mi persona, salvo la esencia de mi vida: mi condición de hija suya». Su corazón dio un vuelco. Desde entonces no era la misma. Ya no se sentía una viuda despojada, sino una hija tiernamente arropada. «¡Soy su hija amada!», se decía interiormente mientras lloraba a lágrima viva arrodillada delante del sagrario.
Pasó la Cuaresma y aquella mujer celebró como nunca la Resurrección del Señor, porque ella también se sentía resucitada. Y llegó el momento de la despedida. La priora le animó a regresar al mundo. Le dijo que todavía le quedaba mucho por delante, que no le costaría encontrar trabajo como cocinera y rehacer su vida.
Y la mujer, al despedirse, le dijo a toda la comunidad:
‒Como el Resucitado, me voy… pero pronto volveré. Os quiero a todas, hermanas.
La Cuaresma es un tiempo de renunciar y ofrecer.
Sólo así se llega a la Pascua con un corazón resucitado.
Fr. Julián de Cos Pérez de Camino