La voluntad humana y la llamada del Señor

La voluntad humana y la llamada del Señor

Nos dice Jesús: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).


José tenía un padre exigente y muy coherente, sobre todo en lo que respecta a la fe. Era un católico convencido. Y José salió igual que su padre. Por eso desde pequeño pensaba en cómo podría él llegar a ser un destacado cristiano.

Le dio una gran alegría a su padre cuando, nada más acabar sus estudios en el colegio, le dijo que iba a ingresar en el seminario diocesano. Sus años de seminario fueron muy buenos. Pero le supieron a poco, así que nada más ordenarse de sacerdote le pidió al Obispo que le enviase a Roma para doctorarse en Teología. Y, allá fue, estudió y sacó el doctorado, lo cual le satisfizo enormemente.

En el P. José seguía bullendo la inquietud de hacer algo grande para ser mejor cristiano, así que antes de regresar a su diócesis decidió ir en peregrinación desde Roma a Jerusalén andando. Tras largos meses de duras aventuras llegó a Jerusalén y allí estuvo varias semanas disfrutando de aquella experiencia. Poco antes de partir, pensó: «¿Y ahora qué? ¿Qué puedo hacer por Dios?».

Y tuvo una idea: pedirle a su Obispo que le dejase ir unos años de misionero a África, para allí poder entregarse totalmente a los pobres. La petición la hizo con tanta convicción que el Obispo le envió inmediatamente a un suburbio de una de las más pobres capitales africanas, donde el P. José estuvo cinco años, tras los cuales regresó a su diócesis, muy satisfecho por todo el bien que había hecho.

Pero yendo de camino al obispado, donde el Obispo le esperaba para comunicarle su nueva labor en la diócesis, el coche derrapó con una mancha de aceite y se estrelló contra un muro. El P. José estuvo una semana en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital y cuando salió le comunicaron que ya nunca podría andar pues sus lesiones en la espina dorsal eran incurables.

Entonces el Obispo le envió como capellán a una residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Le dijo que allí podría celebrar diariamente la Misa y las hermanitas le cuidarían muy bien. Al pobre P. José se le vino el mundo abajo. No entendía nada. Tanto que había hecho y luchado por el Reino de Dios, y ahora se veía así, casi totalmente impedido.

Aquello le empujó al P. José a hacer una profunda revisión de vida, pues estaba claro que su camino se había truncado. Era preciso hallar el origen y fundamento de su relación con Cristo, para intentar seguirle, por así decir, «con la silla de ruedas». Para ello le vinieron muy bien las largas horas que tenía para orar. En la oración le suplicaba a Dios que le iluminase.

Poco a poco fue entreviendo una realidad que no le gustaba nada y a la que intentaba sortear sin conseguirlo: su vocación era una gran mentira. El P. José no recordaba haber sentido en ningún momento una llamada interior de Cristo, pues nunca le prestó atención, sólo hizo lo que él mismo consideraba que era lo mejor para el Reino de Dios, dando por supuesto que eso era lo que Cristo quería. Ahora, en su silla de ruedas, se dio cuenta de que nunca había seguido realmente a Cristo, sino a sí mismo.

Descubrir aquello fue peor que cuando le dijeron que ya nunca andaría. El P. José fue plenamente consciente de que, aun teniendo una gran discapacidad física, su discapacidad espiritual era todavía mayor.

Se sumergió entonces en un gran pesar y se volcó interiormente en suplicar a Jesús que le perdonase, pues, en el fondo, había utilizado su carrera sacerdotal para satisfacerse a sí mismo. Y así estuvo varios meses, durante los cuales celebrar la Eucaristía o el sacramento de la Penitencia era para él un auténtico suplicio, pues se sentía como un farsante. Así que un buen día decidió ir a ver al Obispo para contarle todo y explicarle por qué debía dejar el sacerdocio.

En la sala de espera había un joven muy nervioso que pronto entabló conversación con él. Ante la tardanza del Obispo en recibirles, les dio tiempo para conocerse. Resulta que aquel joven iba a hablar con el Obispo para que le dejase ingresar en el seminario, pero estaba lleno de dudas y miedos. Cuando, después de un rato, el P. José le contó el motivo de su visita, el joven se quedó sorprendido, y le preguntó:

‒Pero, qué pasa, ¿es que Jesús no te da una segunda oportunidad? ¿No te deja empezar de cero tu camino sacerdotal?

En ese momento al P. José se le vino a la mente la parábola del hijo pródigo, y se puso a sollozar delante de aquel joven. El Obispo salió de su despacho en ese momento y le pidió que entrase. Entonces el P. José le contó todo lo que le había pasado y exclamó:

‒¡Monseñor, he pecado profundamente, pero le suplico que me dé una segunda oportunidad!

Tras un rato de sosegada charla, el Obispo entrevió que aquel pobre sacerdote que estaba postrado en una silla de ruedas había vivido una profunda experiencia espiritual de conversión, y que eso, sumado a su gran formación teológica y pastoral, le capacitaba para ocupar uno de los puestos más delicados de la diócesis: el de director espiritual del seminario. Convencido de ello, el Obispo así se lo dijo al P. José, y éste, emocionado, lo aceptó sabiendo interiormente que estaba obedeciendo de forma consciente la voluntad de Dios por primera vez en su vida.

Nos dice Jesús: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).

 

 

Fray Julián de Cos O.P.