Meditación primer domingo de Cuaresma
Una reflexión sobre la relevancia de nuestros "desiertos" como lugares de soledad, silencio y de las grandes decisiones
“Y te postrarás en la presencia del Señor…” (Dt 26, 10)
Hay lugares que dejan huella. Lugares que asociamos a momentos de felicidad vividos allí, a encuentros, personas, sentimientos o sensaciones positivas. Y hay otros espacios que nos evocan experiencias no tan buenas. Esos lugares, de uno u otro signo, se convierten en reveladores, adquieren vida y significado propio, y ocupan un papel definitivo en nuestro camino. Volvemos a ellos con frecuencia, tanto si lo que vivimos allí fue agradable como si resultó doloroso. En todo caso siempre supuso un cambio, una oportunidad de crecimiento y superación que merece ser recordada.
En todas las culturas el desierto, espacio físico donde se palpa visiblemente la soledad, tiene un papel importante. Es el lugar de las grandes decisiones, donde sucede lo que no se olvida y marca con una huella profunda. Así sucede en la tradición judía: por cuarenta años, una generación entera se constituye como pueblo que tiene la certeza de ser elegido y conducido por un Dios bueno y providente. En ese espacio de silencio el presente se abre a un futuro dándole un sentido definitivo. Ya todo lo que suceda será interpretado desde esa experiencia decisiva. La idea de persona, de pueblo y de Dios adquieren para siempre el sello de lo que se ha experimentado en el desierto.
Al desierto también acudió Jesús, llevado por el Espíritu. Quizás no fue entonces un lugar físico, ni el tiempo estuvo tan definido como el emblemático “cuarenta”. Su entera existencia se llenó de espacios de soledad y silencio, de tentación e interrogantes. Sus decisiones se fueron madurando poco a poco en lo interior, en ese espacio sagrado que se va descubriendo en el misterio de lo humano. El desierto de Jesús crecía hacia adentro, en lo profundo. Y allí iba percibiendo una presencia que le permitía avanzar tomando decisiones. Sintió hambre… y era más que comida lo que deseaba. El anhelo de una vida aún mayor chocaba con los gritos de una realidad difícil: el desierto amplifica los sonidos del dolor y el descontento. Conoció el mal. Aguantó, perseveró, no dio marcha atrás. Peleó y se atrevió a caminar por rutas desconocidas. Y completó el camino, llegando a la meta. En el desierto, podríamos decir, Jesús se hizo verdadero hombre, verdadero Dios.
Somos invitados al desierto. El deseo de una vida interior más profunda y auténtica nos llama. Pero hasta allí se va con mucha humildad, con un gran deseo de verdad, con ansias de crecimiento. En el desierto se crece después de haber cuestionado muchas cosas. Uno sabe entonces qué es lo relativo y qué es lo absoluto. Y empieza a quitarse máscaras de carnaval hasta intuir el yo verdadero, aunque asuste. Y se encuentra con un Dios auténtico, más allá de libros y teorías sabidas; un Dios que quiere hacerse experiencia….
Y en el desierto, siempre, sigue habiendo tentaciones. Se pone en juego la idea de persona que tenemos y enseguida caen las falsas imágenes de Dios. Allí se descubre a un Dios que no tiene pan para todo el mundo, sino que invita a conseguirlo y a compartirlo con otros. Un Dios que está al margen del poder y no tiene respuesta automática a todas las preguntas. Un Dios que no evita el sufrimiento humano, sino que ofrece libertad y confianza a sus criaturas.
Volvemos al desierto. Recordamos las líneas fundamentales y definitivas de nuestra historia personal. Permitimos que Dios y la vida, en lo bueno y en lo malo, nos transformen por dentro. Nos dejamos asombrar por el Dios que salió al encuentro de Jesús en ese mismo lugar.
Unas preguntas para la reflexión….
- ¿En qué experiencias personales concretas pienso cuando oigo hablar del “desierto”?
- ¿Cómo me ayuda mi capacidad de “recordar” a la hora de conocerme interiormente y de poner en juego mi propia fe?
- ¿Acepto, al comenzar la Cuaresma, la necesidad que tengo de ponerme en camino, de asumir un camino “existencial”? ¿Qué me frena y qué me empuja? ¿Qué “hambre” se despierta en mí en estos primeros días?
- ¿Soy consciente de que las imágenes que tengo sobre mí, sobre los demás, sobre Dios… no son definitivas ni están cerradas?
- ¿Cómo afecta a mi proceso personal de fe, a mi comprensión de Dios, la experiencia del mal? ¿Me bloquea, o me empuja a ponerme en camino?
- Un Dios que no es solución automática a los problemas humanos; que no tiene poder sino que deja a las personas vivir en libertad; que no tiene respuesta a todo y que permanece en silencio…. ¿Cómo puedo traducir a mi realidad concreta las tentaciones vividas por Jesús y cómo respondo ante ellas?
Una imagen para la contemplación…
- Un monje es un experto en contemplación…. Pero a veces el silencio, el misterio, sobrepasa… La imagen desborda y sobrecoge. Como la vida misma, que tantas veces nos deja sin palabras, y simplemente nos pide estar, permanecer…
- Tres superficies sostienen la imagen, de forma equilibrada. Cuatro quintas partes las ocupa un cielo con tonalidades diferentes. El lugar de lo infinito, del misterio, de lo que nos desborda y silencia. Un cielo que puede ser muro infranqueable, o que abre pequeñas puertas para la comunicación y el encuentro….
- Un mar frío, que amenaza tormenta, ocupa el lugar intermedio. Infranqueable, sin barcos ni otra clase de expresión humana. Invita a contemplarlo, dejarse llevar por el sonido y la belleza, pero no a entrar en él.
- La tierra firme, lugar de lo humano. El diminuto monje, profundamente solo, firme en una tierra indefinida, desafía al paisaje. En el acto de su contemplación, en su forma de mirar y situarse, se encuentra la clave que abre al misterio. Sereno, seguro, perseverante. Sólo la distancia le hace entender que él es la parte central de un todo.
- Deja que el desierto, y los lenguajes más humanos que en él se descubren, acompañen tu acercamiento al Misterio.
Fray Javier Garzón O.P.