Mes de Mayo
Meditaciones relativas a las fiestas del Mes de Mayo
Este es el mes de María, de las flores y de la luz.
Y es también en la liturgia mes de la Ascensión del Señor, del Espíritu Santo y de la Santísima Trinidad,.
Deseamos sinceramente que nuestras almas y las almas de nuestros hermanos, ante tanta fiesta y gozo, compartan entre sí la felicidad de ser hijos de Dios, la fraternidad y solidaridad humana, la elevación de miras con que hemos de proceder en todas las cosas, para que todo el mundo nos vea agradecidos al Señor Dios que nos habla en Cristo, nos convoca en el Espíritu, nos lleva al Padre, nos quiere bajo la protección de María, y nos impulsa a dar una mano amiga a cuantos comparten con nosotros la peregrinación.
Os lo deseamos desde nuestro Monasterio de LA PIEDAD, Dominicas de Palencia.
Dichosos los humildes solidarios
En presencia del Señor, que siempre está a tu lado, aunque no lo sientas ni lo veas con los ojos de la carne, deja hablar a tu corazón que te dirá desde lo más profundo de tu conciencia cristiana:
Dichoso tú,
si te alegras de todo lo bueno que Dios ha hecho en el cosmos, para ti.
Dichoso tú,
si cuando miras a los hombres,
te alegras si los ves felices, y les acompañas en el dolor si les ves llorar.
Dichoso tú,
si, al pasar junto a un pobre,
se altera el ritmo de tu corazón y sientes deseos ardientes de solidarizarte con él.
Dichoso tú,
si, al correr de tus días,
descubres que tu vida se convierte en continuo acto de amor y de servicio.
Dichoso tú,
si, al oír gritos de guerra y desolación,
entras dentro de ti mismo, y, desde tu impotencia oras a Dios y te comprometes con la paz y solidaridad.
Dichoso tú,
si, al conocer las miserias humanas,
te sientes agraciado por las misericordias de Dios y te propones alargarlas a los demás para cubrir tántas miserias.
Dichoso tú,
si, no contento con el silencio ante la injusticia,
te decides a ser justo en tus actos y a defender con clamor la justicia de los demás.
Dichoso tú,
si, siendo rico o pobre,
no te engañas con idealismos y soflamas, y depositas una parte de tu presupuesto y de tu valer en servicio de quienes necesitan de ti y de todos los demás.
Dichoso tú,
si, cuando has obrado infiel y egoístamente,
no logras reposar, porque dentro de ti escuchas la voz de la conciencia herida.
Elevémonos con Cristo al Padre
En la semana de la Ascensión de Jesús a los cielos, al seno del Padre, todo fiel cristiano ha de sentirse invitado a sacudir el polvo de sus sandalias para encontrarse más leve cuando el viento del Espíritu solpe a su favor. Hagamos de este tema motivo de meditación pausada.
En tu Ascensión, Señor,
quiero calzar mis pies con sandalias de fortaleza para no dejarme herir con demasía por las espinas del mundo y del pecado.
Ayúdame a ser fuerte en las dificultades.
En tu Ascensión, Señor,
quiero desprenderme del lodo que me tiene apegado a la tierra de concupiscencias y egoísmos, para ser más ágil en tu seguimiento.
Dame voluntad de seguirte.
En tu Ascensión, Señor,
no te pido privilegios, separación del mundo y de mis hermanos.
Te pido la sabiduría que enseña a vivir con Dios, con la Verdad, con el Amor, aún en medio del dolor.
En tu Ascensión, Señor,
te suplico que no me recrimines, como a los apóstoles en el monte, cuando se quedaron pasmados contemplando su subida. No sabían qué hacer.
A tu luz, quiero trabajar en este valle de miserias y de gozos, de odios y de amor.
En tu Ascensión, Señor,
no te olvides de cómo nos dejas débiles en la fe, tibios en el amor, un tanto frustrados en la esperanza. Sin ti a nuestro lado, temblamos.
Cólmanos de valor con tu Espíritu.
En tu Ascensión, Señor,
nos prometiste una especial protección, porque probaste en tu carne que es difícil nuestro caminar humano entre adversidades.
Haz que no sean largas tus ausencias, y que tu ternura y misericordia alimenten nuestra esperanza.
En tu Ascensión, Señor,
nos dejaste muy claro que esta tierra en que pisamos no es la meta de nuestra existencia.
En estos años en que la secularidad, el sentido de la vida sin Ti, lo caduco e intrascendente van ocupando en las mentes y corazones el trono que Dios poseía, haznos testigos de tu existencia y de tu providencia amorosa.
En tu Ascensión, Señor,
nos dijiste, como a los apóstoles, “me voy y vengo a vosotros”.
Haz realidad esa venida en el triunfo de la justicia, del amor y de la paz que, en tu nombre, hemos de predicar por todas partes.
Abramos el corazón al Santo Espíritu
Ven, Espíritu Santo, llena nuestros corazones con tu presencia, y haznos dóciles a tus delicadezas. Amén.
Tú nos decías, Jesús, en el evangelio:
“Os conviene que yo me vaya, porque si no me fuere, el abogado no vendrá a vosotros” (Jn 16,7).
En estos momentos cruciales de la humanidad, en los que el Evangelio parece perder su fuerza y no tener acogida, recuerda, Señor, que te fuiste para seguir ayudándonos con el envío de tu poderoso Espíritu. Que vuelva presto. Andamos necesitados de nuevo Pentecostés.
Tú nos decías, Jesús, en el evangelio:
“Cuando venga el abogado que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15,26).
Estamos muy necesitados de ese “testimonio”, pues nuestra cultura europea, nuestra suficiencia económica y técnica, y la miseria de muchos pueblos, necesitan de un “testimonio de lo alto” que les obligue a usar otro lenguaje y a vivir todos impregnados de nuevo espíritu que nos haga iguales, hermanos entre nosotros, e hijos de Dios.
Tú nos decías, Jesús, en el Evangelio:
“Cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará las cosas venideras” (Jn 16,13).
¡Oh cielo! Estamos, señor, muy necesitados de aceptar y seguir la Verdad del Espíritu. Pero ¿qué hemos de hacer si los pobres mortales no queremos oír hablar del misterio de Dios, de nuestro encuentro definitivo con Él, de nuestra vocación de hijos en el Hijo que nos lleva al seno del Padre?
Tú nos decías, Jesus, en el Evangelio:
“Vosotros ahora tenéis tristeza; pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn 16,22).
Esto sí que es consolador, Señor. Aunque no entendamos cómo será, Dios acabará triunfando de todas las cosas, de todas las infidelidades, y un día rebosará nuestro corazón porque su gloria, su amor, su salvación, llena de gozo a todos los redimidos.
Que cambie pronto, Señor, el llanto de los desgraciados por las lágrimas de alegría, el sufrimiento de los apóstoles por la gracia de la felicidad, la manipulación de los débiles por el canto a su dignidad.
Tú nos decías, Jesús, en el Evangelio:
“Yo rogaré al Padre por vosotros, pues el mismo Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y creído que yo he salido de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16,28).
Gracias, Señor, porque aseguras que el Padre nos ama. Mantennos en esa seguridad que da la fe; muévenos a actuar como amados de Dios, como amigos de Dios, como experimentados en la felicidad que comporta llevar dentro de nosotros, en los más hondo de nuestro ser, el Misterio de Dios habitando como en un templo, como en su casa amiga.
¡Oh Dios, Trinidad a quien adoro!
¡Te adoro Trinidad Santa, tuyo soy, pues has venido a mí!
Te adoro, Trinidad Santa,
escuchándote en el bautismo de Jesús palabras de luz, amor y gracia:
"Bautizado Jesús, salió del agua. Y he aquí que vio abrírsele los cielos y al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: 'Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias' " (Mt 3, 16-17).
Bien quisiera que -en mi vida y en mi corazón- el Padre se sintiera también complacido, porque busco al Hijo y me dejo guiar por el Espíritu.
Te adoro, Trinidad Santa,
y me siento animado por aquellas palabras de Jesús que decía:
"Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo... Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 19-20).
Y gracias, Trinidad Santa, porque yo fui bautizado en tu nombre.
Yo me siento hijo de Dios Padre que me ama desde la eternidad y me crea en el tiempo.
Me siento amado y redimido por el Hijo que se hizo carne y vino a buscarme.
Me siento alentado por el Espíritu -que es Espíritu del Padre y del Hijo- y es impulsor constante de la santidad de la Iglesia.
Te adoro, Trinidad Santa,
que quieres hacer morada en mi alma para que yo sea siempre tuyo:
"Quien me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,23).
Gracias, Trinidad Santa. Si amo de verdad, el Padre mora en mí, el Hijo mora en mí, el Espíritu Santo mora en mí. Todo el misterio trinitario tiene vida dentro de mí, aunque yo sea incapaz de comprenderlo.
En mi fidelidad a la gracia santificante, por la que las tres divinas personas están en mí, yo inicio la vida bienaventurada, pues el Dios del cielo -que será mi dichosa eternidad- es el mismo Dios que habita en mi alma como en su templo.
MM. Dominicas del Monasterio de la Piedad