Pondré mi arco en el cielo… (Gn 9,13)

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Pondré mi arco en el cielo… (Gn 9,13)

Meditación I Domingo de Cuaresma


  Empieza el tiempo de Cuaresma. Esos 40 días que rompen con la vida de siempre y nos impulsan a hacernos preguntas, a ponernos en camino, a salir de la rutina en la que nos movemos con tanta frecuencia, y que notamos que nos empobrece y nos retiene. Empieza la Cuaresma, y lo primero es querer vivirla en serio. Desde siempre la Iglesia la ha presentado como un proceso para reavivar el bautismo que hemos recibido, para sacar brillo a nuestras opciones fundamentales, para cambiar la mirada y centrarla en Cristo Resucitado. Esta kénosis, embarcarse en el cambio de uno mismo, es una empresa para la que es preciso tener ganas y valentía.

  Y la Cuaresma empieza regalándonos un arco iris. Después de la tormenta mítica en la que Dios engendró una nueva humanidad, pintó en el cielo su firma: un arco de color y de esperanza, no de guerra, que sellaba una relación de amistad para siempre. Ya no hay tormentas que lo escondan o que puedan desdibujar su rostro. Dios da la cara y quiere ser amigo; desea abrirnos desde la belleza y la admiración contemplativa a su esencia; ser compañero que abraza cuando resuenan los truenos de la vida para recordarnos que nos espera la calma. Sin amor, sin confianza, no hay un camino cuaresmal que resulte provechoso.

  Pero la Cuaresma, también, comienza enviándonos al desierto. Siempre ha sido misterioso ese espacio del planeta. Como si hubiese una serie de experiencias profundamente humanas que sólo pueden vivirse allí. El lugar de la escasez, la pobreza, la sed y el hambre, donde se va con lo mínimo. Allí donde el sol más brilla y alumbra. Nadie acude al desierto por turismo, o para quedarse en él: es un lugar de nómadas que caminan descalzos y pasan buscando la tierra definitiva en la que asentarse. Donde no hay máscaras ni disfraces, sino sólo fragilidad y verdad. La “patria del viento y las estrellas” (Saint-Exupéry). Ningún lugar con más luz que el desierto, en el que no hay rincón para la oscuridad o para esconderse de uno mismo.

  Ya sabemos que es más que un enclave geográfico, que son muchas las experiencias de desierto en las que la vida nos mete y con las que tenemos que encararnos. Y no es fácil evitarlas o escapar de ellas. Por eso es un lugar sagrado que habita todo lo humano. Un lugar de verdad, al que tarde o temprano acudimos para decirnos, para rehacernos, para mudar la piel del corazón y estrenarnos de nuevo.

  El Espíritu empuja al desierto. No hay otra puerta de entrada. No se va por gusto o por terapia, sino por un movimiento interior de trascendencia. Y la mayoría de las veces con dolor… Y porque es una experiencia tan humana se convierte en religiosa. Por eso en el desierto ya estuvo Jesús. Cuarenta días: siempre. Allí se pueden encontrar sus huellas y su aliento, sus interrogantes y sus luchas. La intuición de que lo incierto y lo frágil son tierra esencial de la humanidad. La vulnerabilidad no es un enemigo a evitar, sino una parte de la vida a asumir y amar.

  Y el mismo Espíritu que empuja al desierto lleva, como en un doble movimiento, a la misión. Galilea espera, cuando se acallan las voces del Bautista, un mensaje de vida y esperanza, curtido en el silencio y en la verdad interior. El Reino, que está cerca, no se predica sólo con los labios. Se ha vivido, se ha gestado, se ha palpado en medio de la soledad. Por eso Jesús tiene un mensaje convincente: no repite lo que dicen otros o ha escuchado en la sinagoga. El Reino ha brotado como torrente de agua viva en su silencio y su fragilidad, y ahora tiene capacidad para saciar la sed de otros.

 

Para la reflexión personal

  • ¿Cómo abordo este tiempo de Cuaresma? ¿Qué recuerdos me traen estas semanas? ¿Qué despierta en mí en este momento de mi historia?
  • ¿Qué aspectos concretos de mi vida están “reclamando” ser confrontados por la Cuaresma y su mensaje? ¿Qué estoy dispuesto a abordar? ¿Me encuentro con fortaleza y valentía para hacerlo? ¿Qué plan me quiero hacer para estos días?

  • ¿Parto de la relación de amistad con Dios como principio fundamental para vivir este tiempo? ¿Cómo puedo reforzar esa amistad?
     
  • ¿Qué experiencias de “desierto”, que me han ayudado a crecer como persona, he tenido en mi historia? ¿Qué me evoca pensar en el “desierto”? ¿Cómo me llevo con mi fragilidad, mi vulnerabilidad y pobreza? ¿Me voy haciendo amigo de ellas?

  • ¿Puedo reconocer que he pasado de una experiencia de fe “de oídas”, a una fe personalizada, una experiencia de encuentro, en mi soledad y desierto?

  • ¿Qué “ríos de agua viva” siento que corren en mi adentro que puedo compartir con otros?

 

Oración

“Está cerca el Reino de Dios…” (Mc 1, 15)

 

Quizás es que me cuesta ver de cerca.

Las cosas de lejos, se ven de otra manera, como más evidentes.

Para mirar cerca tengo que afinar la mirada,

buscar el colirio, coger las gafas o la lupa.

Lo de cerca es tan familiar, tan de siempre, tan natural

que resulta difícil verlo como nuevo o valioso.

¡Siempre estuvo ahí y nunca nos dimos cuenta!

Tal vez la vista me engañe o no sea suficiente

y tú me pidas que lo palpe, que me acerque y lo acaricie, que lo tome.

O no.

Puede que tu Reino, el que está cerca,

lo que necesite de mí sea sólo conversión:

que me descalce y entre en él como protagonista,

que me deje inundar de su vida y su alegría,

que sintonice con quienes lo construyen y me ponga, con ellos, manos a la obra.

Que deje de pensar que es una idea teológica

y lo nombre, lo describa y lo construya.

Sólo entonces, cuando haya entrado tan dentro,

sentiré su cercanía.

 

*En estas meditaciones nos serviremos de la obra pictórica de José Saborit, pintor valenciano contemporáneo, que ofrece una mirada de luz sobre la realidad, contemplativa y emocionada.

Fr. Javier Garzón, O.P.