Pascua es vida, Pascua es amor, Pascua es perdón, Pascua es alegría
Pregón de Semana Santa 2018
Esto es un pregón, el anuncio de una noticia, que se hace en voz alta, porque interesa a todos. Las noticias pueden ser buenas y malas. Pero como este pregón se hace en la Iglesia, seguro que la noticia es buena. Porque en la Iglesia solo se dan buenas noticias.
La buena noticia que se da en la Iglesia, sea cual sea su modalidad, es que Dios ama a todos y cada uno, y quiere para todos y cada uno un futuro llena de vida. Jesús nos ha dado a conocer esta estupenda noticia y la Iglesia la va transmitiendo de generación en generación hasta el fin de los tiempos. Pero Jesús no es solo el que transmite una buena noticia. Es también el reflejo, la traducción en forma humana del amor de Dios y de Dios que es amor. Por eso, Jesús es “la buena noticia”. Toda su vida fue un reflejo del amor de Dios. Pero posiblemente este amor brilló con más esplendor en los últimos días de la vida de Jesús.
En semana santa recordamos y celebramos estos últimos días. En esta semana se cierra una vida entregada desde el principio. La entrega de Jesús a la muerte fue la última entrega de quien estaba acostumbrado a darse sin reservas. A darse por amor: pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos, porque Dios estaba con él (Hech 10,38). Hubo quién no lo soportó. Muchos no lo soportaron, porque el bien resulta siempre un fastidio para las fuerzas de la mentira (Sab 2,12).
No convendría que en esta semana perdiéramos la perspectiva de lo verdaderamente importante, y nos quedásemos en las manifestaciones externas, mezcla de folklore popular, arte y sensibilidad religiosa. Estas cosas son legítimas y buenas, siempre que nos ayuden a vivir mejor el acontecimiento central de nuestra fe, a saber, la muerte y la resurrección de Cristo. Los humanos somos así: necesitamos de lo sensible, de lo externo, de lo corporal y de lo festivo para manifestar nuestros sentimientos. Pero no podemos quedarnos en lo externo. Debemos ir más allá, para buscar un encuentro personal con el Jesús que nos salva. Esta semana será santa en la medida en que nosotros nos hagamos santos.
El domingo de Ramos no es una cosa del pasado
La semana comienza con la conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén, montado sobre un borrico y aclamado por la gente. Este detalle puede parecer insignificante, pero para los evangelistas es muy significativo. Mateo alude a unas palabras del A.T. que confieren al episodio un sentido profundo: “tu rey viene a ti humilde, montado en asno”. Para el evangelista el que entra en Jerusalén es el rey Mesías, el heredero del trono de David y de sus promesas. Pero en vez de entrar haciendo valer el poder real y avasallando, entra humildemente, sobre un burro. El caballo es expresión del poder de los poderosos; el burro es el animal de los pobres. El que viene es el rey de paz, el rey de los pobres. Jesús no apoya su realeza sobre la violencia. Su poder es de un carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que él considera el único poder salvador. El domingo de Ramos no es una cosa del pasado. Así como entonces el Señor entró en la ciudad santa a lomos de un asno, así la Iglesia lo ve llegar siempre nuevamente en cada eucaristía, bajo la humilde apariencia del pan y del vino.
Momento importante de esta semana es el jueves santo. Una cena íntima de despedida con los amigos, en la que aparece un traidor. El misterio de Judas, el misterio del traidor, es un signo del futuro: hoy, en la Iglesia, también se encuentran personas que toman el pan de Jesús, su “pan”, y le traicionan. Por una parte, podríamos decir que el sufrimiento de Jesús continúa hoy. Pero, por otra, también hay que decir que Jesús, en aquel momento, tomó sobre sus hombros la traición de todos los tiempos, soportando hasta el fondo las miserias de la historia.
Ahora bien, cuando se traiciona a Jesús, después de haber convivido con él, después de haberle seguido, ocurre algo sorprendente, pues la luz recibida del encuentro con Jesús nunca se oscurece del todo. “He pecado”, dice Judas a los que le han pagado por traicionar a Jesús. Hay un primer paso hacia la conversión. Todo lo que Judas había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo. Pero tras el reconocimiento del pecado, Judas es incapaz de creer en el perdón. Ahí está su tragedia y no tanto en el hecho de haber traicionado a Jesús. Su arrepentimiento se convierte en desesperación.
El pasaje sobre Judas concluye con unas dramáticas palabras: “Judas tomó el pan y salió inmediatamente. Era de noche”. Dejando la luz de Jesús, Judas sale para entrar en la noche. El poder de las tinieblas se ha apoderado de él.
El poder de las tinieblas se manifiesta con toda su crudeza el viernes santo. Este día, unos hombres malos, unas personas sin conciencia ni escrúpulos, condenan y crucifican al que sólo había hecho el bien. Habría mucho que decir sobre esta muerte. Pero yo quiero quedarme sólo con una cosa: los cristianos hemos visto en la muerte de Jesús la salvación del mundo. Hay una pregunta que surge casi espontáneamente: ¿cómo puede salvarnos la muerte de Jesús, cuando en realidad esta muerte debería condenar al mundo, puesto que allí se cometió el “pecado del mundo”, el rechazo del Hijo de Dios, el rechazo de Dios mismo? Esta muerte debería condenarnos. Si resulta salvífica no es por el hecho mismo de la muerte, sino por el modo cómo Jesús asume su muerte.
Cuando los hombres rechazan al Hijo y no se convierten, sorprendentemente el Hijo no sólo perdona a los que le matan, sino que les justifica, ofrece una razón al Padre para que les perdone: “No saben lo que hacen”. Viven en el engaño, creen que crucifican a un impostor. Si supieran lo que hacen, no lo harían. Y en este gesto de justificación, el amor de Jesús se manifiesta como más fuerte que el mal del mundo, y su humanidad como más fuerte que la inhumanidad de los que le matan. Este amor revela a Dios. Y Dios puede así convertir el gesto de rechazo en expiación por los mismos seres humanos que rechazan a Jesús.
Jesús nos salva convirtiéndonos
No nos salva la muerte de Jesús. Nos salva Jesús por su modo de morir. No nos salva la cruz, nos salva el Crucificado. En la Cruz se manifiesta, hasta más no poder, el amor de Jesús y el de Dios por el ser humano. Y esta manifestación nos llama a la conversión. Jesús nos salva convirtiéndonos, llamándonos de nuevo a la amistad con Dios, llevándonos a Dios.
La semana santa acaba con la noche más santa de todas las noches y el día más glorioso de todos los días. En la noche de Pascua celebramos el acontecimiento fundamental, base, origen, criterio de la fe cristiana. Es una pena que todavía en muchas parroquias e Iglesias la noche de Pascua sea la que tenga menos asistencia de los tres días santos. El jueves santo, Iglesia llena; el viernes santo, buena entrada; y la noche de Pascua, media entrada con un poco de suerte. Una pena, porque la noche de Pascua se celebra la resurrección de Cristo: si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no vale nada. En la resurrección de Cristo está “concentrada” toda la fe cristiana.
La resurrección: manifestación de a dónde conduce el camino de Jesús. El camino de Jesús es el único que Dios aprueba, el único que conduce a la vida. Resucitando a Jesús, Dios no solo quita la razón a las autoridades que le habían martirizado y rechazado, sino que nos está indicando que hay un camino que, aunque aparentemente termine en la muerte, en realidad conduce a la vida. Por eso la resurrección conduce al seguimiento de Cristo. Y en el seguimiento se mantiene la esperanza cristiana.
La resurrección de Cristo está estrechamente vinculada con nuestra propia resurrección. La resurrección de Cristo es un acontecimiento universal, que afecta a todos los seres humanos. Por eso, dice san Pablo, que la resurrección de Cristo es “la primicia” de la nuestra (1 Cor 15,20). Nuestra suerte está ligada a la suya. Esta suerte se anticipa en este mundo cuando vivimos en comunión de vida con él, cuando recibimos el don que nos hace de su vida por medio de su Espíritu. Compartir la vida con Cristo, anticipar su vida resucitada, debe realizare en una forma de vida común, en Iglesia, bajo su forma más sencilla que es la caridad fraterna. Por tanto, la vida en la resurrección de Jesús se vive en la existencia individual del creyente y con el estilo de su vida social. Sin un estilo de vida acorde con el Reino de Dios, la resurrección de Cristo se oscurece y corre el riesgo de no ser significativa.
La semana santa está ahí para que celebremos el gran misterio de nuestra fe: la muerte y la resurrección de Cristo, que se hace de nuevo presente en cada bautismo y en cada eucaristía. Por eso la noche de Pascua es una noche sacramental: es la noche en la que los catecúmenos son bautizados, incorporados a Cristo, y es la noche en la que acogemos al Señor, hecho sacramento eucarístico, para unir nuestra vida con la suya. Esta eucaristía pascual se prolonga cada domingo, el día del Señor, día en que Cristo ha vencido a la muerte para hacernos partícipes de su vida inmortal. La Pascua, que se celebra cada domingo, debe guiar todos los momentos de nuestra vida, y debe traducirse en una vida en la que el amor sea lo determinante de todo lo que hacemos. Pascua es vida, Pascua es amor, Pascua es perdón, Pascua es alegría.
Fr. Martín Gelabert, O.P.