Sermón de las Siete Palabras
Reflexiones sobre las siete palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, escritas por fr. Marcos Ruiz O.P.
¡Viernes Santo!... ¡Sermón de las Siete Palabras!...
Hermanos, admiro profundamente a estos dos grandes oradores dominicos: el P. Granada, al que tantas veces leí, el P. Royo Marín, al que tuve la suerte de escuchar con su elocuente oratoria. Ellos, como tantos otros, predicaron la Pasión del Señor acentuando, sobre todo, la justicia reivindicativa de Dios y el sufrimiento redentor de Cristo para devolver satisfacción al Padre. Yo soy hijo de otro tiempo, y me inclino a pensar más bien como un teólogo moderno que, interpretando la Pasión de Jesucristo, escribe: “¡Cuán molesta e inquietante resulta esa sangre de Jesús que, según se dice, nos salva! ¡Cuán indignante ese sangriento trato exigido por Dios, ese sacrificio necesario para apaciguarlo!... Y, sin embargo, ya en el Antiguo Testamento el creyente descubre a un Dios diferente, un Dios a quien “no le agrada el sacrificio” (Sal. 51, 18), un Dios a quien “le repugna la sangre de novillos y de machos cabríos” (Is. 1, 12). Y el avance de la Revelación del Antiguo al Nuevo Testamento, ¿residirá en el refinamiento del malsano placer de Dios, que descubre su gusto por la sangre de un hombre a través de su creciente repugnancia por la de los animales?”.
Francois Varonne, que es el autor al que me estoy refiriendo, dice después: “Sangre y cristianismo han hecho buenas migas a lo largo del tiempo. Y esto, porque el cristianismo se ha entendido más desde la actitud religiosa, que afirma que el hombre débil debe hacerse valer ante el Dios Todopoderoso para obtener sus favores, y debe pagar un precio para obtener su perdón. ¿Y qué puede haber más eficaz que un sacrificio humano? Por esta razón, la sangre y el sacrificio de Jesús han caído en el más absoluto y desastroso de los malentendidos. Y esta es la causa de que muchos rechacen hoy nuestra fe cristiana”.
Ante esto, ¿qué hacer? ¿Cómo predicar la Pasión del Señor? Y el mismo teólogo responde: “La sangre y el sacrificio de Jesús deben ser sacados del contesto de satisfacción, para aplacar a Dios, y devueltos a su verdadero contexto, que es el de la revelación, para manifestar el corazón de Dios”.
Jesucristo fue la última Palabra de Dios al mundo, en un intento supremo de revelarnos su corazón de Padre a través de quien mejor lo conocía, su Hijo. Y, si revelar al Padre es lo que Jesús hizo durante toda su vida, ¿no será esto también y sobre todo lo que quiso hacer en el momento de su muerte?
Así es, en realidad, como han contemplado los Evangelistas la Pasión del Señor, con una mirada muy diferente de nosotros. Los relatos de la Pasión, en los Evangelios, suponen una contemplación más teologal que pietista. Teologal quiere decir que los Evangelistas han contemplado la Pasión más en la luz de Dios que en la luz religiosa del hombre, incluso del hombre de estudio, teólogo o jurista. Por eso, la contemplación de la Pasión que nos transmiten los Evangelios, es sobria y no dramática, como muchas veces la presentan los predicadores o la representan en sus obras los artistas.
Tendríamos que preguntarnos: ¿Qué hemos hecho de Jesús: una especie de superhéroe del sufrimiento, en el que hemos querido ver como el límite de lo que nosotros no podemos alcanzar? ¿Quién es Jesús: es ese héroe supremo, que combate contra el sufrimiento y la muerte más horribles, o es el Siervo de Yavé, sin gesto, sin grandilocuencia, que ha entregado su vida al ritmo que las circunstancias le iban marcando, para revelarnos el infinito amor de Dios? ¿Quién es Jesús muriendo en la Cruz: un superman que atraviesa todas las barreras, incluso la barrera de la muerte, o es Rey en majestad humilde, como lo ha visto sobre todo el Evangelista San Juan?
La mirada de los Evangelistas ha sido más teologal que humanizante y jurídica. Lo cual quiere decir que han visto todo desde el lado divino. El misterio de la Humanidad de Jesús es el misterio sobrecogedor que sobrepasa infinitamente la mirada de devoción religiosa humanista y toda precisión teológica o jurídica. Nosotros, quizás por no ser capaces de penetrar hasta el fondo en el misterio de la Cruz, hacemos sentimentalismo o teología aparentemente alta mezclada de justicialismo. Lo cual desvirtúa la mirada contemplativa y teologal de aquel Gran Acontecimiento, que es el núcleo de nuestra fe cristiana: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
Necesitaríamos tener la mirada de María al pie de la Cruz: de pié, como la mujer fuerte, señora de sí misma, silenciosa y contemplando con gran angustia la separación que sufre su Hijo Jesús al verse abandonado del Padre. Y, como María en aquella Hora suprema, actuar nuestra fe y nuestra esperanza, sabiendo que lo que allí está ocurriendo es algo más que el sufrimiento atroz que se ve: la Revelación Suprema de Dios, el Nacimiento de algo Nuevo, la Promesa de Dios por fin cumplida. Tienen mucho que ver entre sí el Nacimiento de Jesús en la Cueva de Belén y su Muerte en la cima del Calvario: lo que entonces comenzó en la hendidura de una roca, aquí llegó a su plenitud en lo alto de otra roca. La única diferencia está en que los poderosos, que allí no acudieron a adorarlo, aquí le estaban crucificando.
María es la que, guardando todo en su corazón (Lc.3,51), une aquellos dos grandes momentos. Pidámosle que nos acompañe en la contemplación de la Últimas Palabras de Jesús. “Palabras esenciales -dice Martín Descalzo- en las que debemos descubrir el sentido de cuanto era y de cuanto había venido a hacer en este mundo, el último y mejor tesoro de su vida. Y de su muerte”.
1ª Palabra: “Padre, perdónalos, porque no Saben lo que hacen.”(Lc.23,34)
Todo comenzó en el Huerto de los Olivos. Allí, en medio de la noche y en profunda oración, Jesús pronunció la palabra más entrañable de su corazón: “Abbá, Padre”. En su”agonía”, que quiere decir combate, el Hijo se había rendido a la voluntad del Padre. Y comenzó su camino hacia la Cruz, como una epifanía progresiva, como una manifestación de su señorío como Mesías Salvador, y como una revelación del corazón amoroso de Dios. En el mismo Huerto de Getsemaní, al decir “Yo soy”, Jesús manifestó ser el Hijo de Dios, y cuando Pilato le presentó ante la muchedumbre amotinada con aquellas palabras: “Ecce Homo”, quedó claro que era también el Hijo del Hombre. En la Cruz, por tanto, quedarían clavados el Hombre y Dios.
Sobre aquella Cruz sublime Pilato había escrito: “Jesús, el Nazareno, Rey de los judíos”. Estaba escrito en las tres lenguas entonces más conocidas: hebreo, latín y griego. De esta forma, aún sin saberlo, el Procurador romano daba a entender que Jesús era el Rey universal. Rechazado por todos, había llegado al Calvario.
Su Primera Palabra Jesús la dirige a su Padre: “Padre, perdónalos...” Está orando con la oración que a nosotros nos enseñó y practicando lo que tantas veces había predicado: “Amad a vuestro enemigos, haced el bien a los que os odian” (Lc.6, 27-35). Ahora Jesús aprovechaba sus últimos minutos de vida para recordarnos esa oración apelando al corazón de Dios que Él conocía mejor que nadie: “Padre, perdónalos”. Jesús toca al corazón de Dios, al misterio insondable de su paternidad, a su amor gratuito, absoluto. Esta oración en lo alto de la Cruz nos revela, a la vez el amor de Jesús por todos nosotros y el amor del Padre. En este momento en que el hombre es digno de todo castigo -Jesús se lo había dicho a las hijas de Jerusalén-, Dios, siempre fiel a su amor, hace de la entrega de su Hijo motivo insondable de salvación y misericordia. Jesús, que en su agonía en el Huerto se había rendido a la voluntad del Padre, quiere ganar ahora el combate con el Padre. Conoce su corazón, infinito en misericordia.
En esta nueva oración se atreve a decirle a Dios que los que le crucifican “no saben lo que hacen” y, olvidándose de sí mismo y de su inmenso dolor pide el perdón para todos: para los jueces que le han condenado, para los soldados que le han crucificado, para la muchedumbre que a gritos pidió su muerte, para ti y para mi. Jesús sabe que, si es grande el pecado del hombre, mayor es la misericordia del Padre. Y aquí, en esta agonía, en este combate en forma de oración, Jesús ha salido vencedor. El Padre, a quien el Hijo en el Huerto de los Olivos se rindió por amor y aceptó el camino de la Cruz, está ahora indefenso ante la oración suplicante de su Hijo. El Padre ama al Hijo y, ante la súplica que éste le dirige a favor de los hombres de quienes se ha hecho solidario hasta en el pecado (2Co.5,21), toda la santidad divina que rechaza absolutamente el pecado, retorna al misterio eterno de su fidelidad, de su misericordia. Ahora el Padre no mira al hombre tal como éste es, sino que le mira tal como es amado en el corazón de su Hijo.
Definitivamente, el hombre debe renunciar a la justificación por sus propias obras, por su ley o por su propia bondad. Solamente en la oración confiada de Jesús obediente al Padre hasta la muerte, y en el “Sí” que el Padre nos ha dado en Cristo, tenemos perdón, justificación y redención de nuestros pecados (Ef.2,4-10), tenemos alianza eterna. Más que nunca, en la Cruz de Jesús y desde su Primera Palabra, se nos ha revelado el corazón amoroso de Dios, del Hijo y del Padre.
2ª Palabra: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc.23,43).
Con la imaginación, coloquémonos a cierta distancia del Calvario. Sobre un firmamento gris, se divisan tres cruces, de las que cuelgan tres ajusticiados. Jesús es el que está en el centro. Hacia Él miran los otros dos. Lucas, el evangelista de la misericordia, ha situado esta escena aquí, en el Calvario, en el momento cumbre de la Historia de la Salvación. Jesús, como revelador del Padre, antes de morir, nos va a manifestar el núcleo de su misión y del mensaje que el Padre le había encomendado: La Buena Nueva de la Gracia.
Esta escena se presta a ser entendida en un sentido superficial. Generalmente nos detenemos en lo anecdótico: cómo Jesús es insultado por los dos malhechores crucificados con Él, y cómo uno de ellos, dando un giro de ochenta grados en el último momento, se atreve a orar a Jesús pidiéndole el Reino.
Es justo que ante el dolor horrible de aquellos crucificados, se haga esta lectura humanista y sensible. Pero hay algo más. Aquí se nos revela de una manera radiante que éste que muere entre dos malhechores ha venido a juzgar al mundo, y lo hará con un juicio de misericordia. Es verdaderamente el Hijo del Hombre, el que debe venir con el poder y la majestad de Dios. Ante Él el buen ladrón hace una solemne confesión de fe: “Acuérdate de mi cuando vengas en tu Reino”.
Reconoce en Jesús al Hijo del Hombre del Apocalipsis, que juzgaría al mundo. Este malhechor pertenece al Resto de Yahvé, a los pequeños, a aquellos pecadores que saben que el juicio último de Dios sobre la Historia se realiza en este Siervo humilde, que la Buena Nueva ya ha llegado, que el tiempo de la Gracia está aquí, que Dios no viene para destruir, sino para salvar. En la muerte de Jesús se inicia el juicio último de Dios. Y al buen ladrón se le dieron ojos para contemplarlo como juicio de misericordia. Por eso, pudo escuchar esta palabra de Jesús: “Hoy estará conmigo en el Paraíso”.
Es necesario que nosotros escuchemos y entendamos estas palabras con toda la fuerza y seguridad con que Jesús las pronunció: “Yo te aseguro”. En ellas se manifiesta la autoridad de Jesús, su pretensión de tener la última palabra sobre el hombre. En este momento Jesús da testimonio también de Sí mismo, de que Él tiene la llave del Paraíso.
En la Cruz, realmente, se resume toda la Historia de la Salvación. Lo que un hombre por su rebeldía cerró para todos, por la obediencia de este Hombre la misericordia del Padre lo ha vuelto a abrir a todos: el Paraíso. Y “hoy mismo”, aquí mismo. La humanidad ha quedado restaurada y el Paraíso de nuevo es ofrecido a los hombres. ¿Cómo se realiza esto? Aquí está lo sorprendente: Dios solamente pide la fe.
Fijémonos bien en esta escena del Calvario. Junto a la Cruz de Jesús hay dos hombres crucificados. Ninguno de los dos tiene obras o méritos adquiridos, sino más bien todo lo contrario. Son malhechores, representantes genuinos de la humanidad. Uno de ellos insulta a Jesús; el otro reconoce su pecado y le dice: “Nosotros estamos aquí con razón, porque nos lo hemos merecido con lo que hemos hecho”.
En estas dos figuras nos encontramos con el misterio insondable del corazón del hombre: luz y tinieblas, fe e incredulidad, libertad para decidir entre lo uno y lo otro. Uno del los malhechores prefiere quedarse en la tiniebla. El otro, al ver morir a Jesús, encuentra la luz y suplica, con fe, misericordia. Jesús, mirándole seguramente con inmensa ternura, ve en él un pequeño, uno de los suyos, verdadero pobre de los que Él había dicho que es el Reino de los cielos (Lc.18,16), un pecador, a quien se le había dado escuchar el Evangelio de la Gracia.
Lo primero, hermanos, es reconocer el propio pecado, aceptar la pobreza radical, la propia miseria. A los que así actúan Jesús regala el Reino. Así lo había predicado en su vida, y así lo está predicando y ejerciendo en el momento de morir. Hablando con propiedad evangélica, Dios no necesita de nuestras obras para salvarnos. Ahora Jesús da testimonio, el testimonio último y definitivo, la revelación suprema, de que Dios quiere salvar a los hombres por pura gracia. “Por gracia hemos sido salvados”, dice San Pablo (Ef.2,5).
Aquí está el Rey, actuando desde la Cruz. Tiene las llaves para abrir y cerrar. Desde la Cruz ofrece su Reino, el Paraíso del Padre, a los hombres. Pero solamente los pobres, los pecadores que se humillan, han visto en Él al Rey. Él reina sobre el pecado perdonando, lo mismo que reinará sobre la muerte resucitando.
En Jesús, y de una forma radiante en esta escena del Calvario, en el diálogo que mantiene con el Buen Ladrón, se ha revelado el poder mesiánico de Dios como gracia. Los hombres esperábamos un Dios que hiciese justicia reivindicativa y exacta, un juicio apocalíptico a favor de los justos y de los buenos, y un juicio de condena para los pecadores. Por eso resultó tan extraño el mensaje de Jesús. El hombre justo, el fariseo de aquel tiempo, se escandalizó de que Jesús comiese con los pecadores y ofreciese el banquete mesiánico a los señalados con el dedo, a los publicanos. ¿No fue ésta una de las razones por la que los fariseos pidieron su muerte?
Los fariseos eran los representantes del judaísmo de la Ley, de la religión oficial, de los buenos, de los practicantes del culto en el Templo. Eran los representantes del corazón “religioso” del hombre, que siempre busca justificarse delante de Dios. Buscaban su seguridad en sus obras, en el cumplimiento estricto de la Ley. En realidad, el fariseo representa lo más íntimo del corazón del hombre, de nuestro propio corazón, que tiende a actuar así. Porque todo ser humano necesita tener una imagen correcta de sí mismo y autoafirmarse a los ojos de Dios y de sí mismo.
Pues bien, ahora Jesús, el Rey y Señor, establece el juicio definitivo: que el Paraíso Dios lo regala por gracia. Y aquel ladrón lo había entendido. Nunca ningún ladrón ha sido mejor ladrón. Arrebató a Dios el Paraíso, simplemente con un acto de fe, con una mirada de confianza. ¿Por qué se le llama buen ladrón?
Estamos en el núcleo del Nuevo Testamento. San Pablo lo explica maravillosamente en su carta a los Efesios. ¿Seremos capaces de construir nuestra vida humana y espiritual sobre el Evangelio de la Gracia? ¿Y qué decir de la hora de la muerte? ¡Si al menos tuviéramos entonces la lucidez y la fe del buen ladrón!
Que nadie me malentienda cuando digo estas cosas. Quien crea que con lo que digo estoy proponiendo una vida fácil o tibia, es que no sabe lo que es al amor. Lo mismo quien mide la obra de Dios desde su esfuerzo y sus virtudes tampoco sabe lo que es el amor. El cristiano no es bueno para que Dios le de la Gracia, sino que trata de ser bueno por agradecimiento a Dios por el don de la Gracia. “Dios nos ha amado primero, incluso cuando éramos pecadores” (Ro.5,8).
Sólo el pobre, el que tiene un corazón de niño según el Evangelio, es capaz de comprender esta escena del Calvario. Por eso, alguien ha dicho que “la vida cristiana es aprender a ser un buen ladrón, un buen pecador”(Javier Garrido), es decir, un pecador arrepentido.
3ª Palabra: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo… Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 26).
Y ahora, ¿comenzará ya Cristo a ocuparse de sí mismo? En la primera de sus palabras ha revelado a los hombres y les ha dado la promesa del perdón. En la segunda ha mostrado que el perdón es un don gratuito de Dios, al dárselo a un bandolero. ¿No es ya tiempo de olvidarse de cuanto le rodea y dedicarse a su dolor?
No, la revelación del amor tiene que continuar hasta el final. A Jesús aún le falta el mejor de sus regalos a la humanidad. El, que nada tiene, desnudo sobre la Cruz, posee aún algo enorme: una madre. Y se dispone a entregárnosla. Es San Juan quien nos transmite esta tercera palabra.
A esta hora se ha alejado ya el grupo de los curiosos. Gran parte de los enemigos se ha ido también. Quedan únicamente los soldados de guardia y el pequeño grupito de los fieles. Eran la Iglesia naciente, que está allí por algo más que por simples razones sentimentales. Unida a Jesús, de pié junto a la Cruz, se encuentra María, su Madre, unida no sólo a sus dolores, sino también a su misión.
La escena recuerda las bodas de Caná. La idea profunda de San Juan es ésta: María no aparece hasta este momento de la “Hora”. A ella se le ha pedido el sacrificio del Hijo durante el tiempo de su predicación por los caminos de Palestina. La alejada por el Hijo en los años de su misión, es ahora traída aquí por Él al primer plano de esta escena. Aquí va a ocupar su puesto con pleno derecho en la obra salvadora de Jesús, asociada a su misión. Aquí entra en la misión del Hijo con el mismo oficio que tuviera en su origen: el de madre.
Mirad cómo ocurrió, prestad atención. El sentimiento más natural que a todos nos embarga al contemplar esta escena, es que Jesús, como el Hijo más amante y delicado que jamás haya existido, al morir no quería dejar a su Madre sola y confiaba su cuidado a Juan, su mejor discípulo y amigo. Si esto hubiera sido así, Jesús, al tomar de nuevo la palabra en la Cruz, se habría dirigido en primer lugar al discípulo. Pero no, se dirige primero a la Madre, la llama “mujer” y le dice: “Ahí tienes a tu hijo”. Luego se dirige al discípulo y le dice: “Ahí tienes a tu madre”. ¿Qué le interesa en primer término a Jesús? Revelarnos la maternidad universal de María y entregarnos a su Madre para que fuera siempre nuestra Madre, la madre de la Iglesia y de toda la humanidad, con la que Él, en su Encarnación, se había hermanado. Juan, el discípulo amado que recibió a María en su casa, nos representaba a todos.
Este fue el último regalo que Jesús nos hizo antes de morir. Y esa fue la gran tarea que encomendó a María. Fue como una segunda anunciación. Hacía treinta años que un ángel la invitó a entrar en los planes de Dios. Ahora, no ya un ángel, sino su propio Hijo, le anuncia una tarea más difícil si cabe: recibir como hijos de su corazón a todos los hombres, incluso a los que matan a su Hijo. Y ella acepta, actuando de nuevo su fe, y diciendo, ahora silenciosa, “hágase”, mi Señor. De ahí que el olor a sangre del Calvario comience extrañamente a tener un sabor a recién nacido; de ahí que sea difícil saber si ahora es más lo que muere o lo que nace; de ahí que no sepamos si estamos asistiendo a una agonía o a un parto. ¡Hay tanto olor a madre y a engendramiento en esta dramática tarde…!
Que María, nuestra madre, nos dé ojos para ver y fe para entender estos acontecimientos.
4ª Palabra: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me Has abandonado?” (Mc. 15, 34).
La muerte de Jesús estaba ya cerca. Serían casi las tres de la tarde. Con el grupo de los más íntimos, apenas quedaba nadie en la cima del Calvario. En torno a la Cruz había aumentado la soledad. Jesús estaba verdaderamente solo. Todos morimos solos, incluso cuando estamos rodeados de amor. Allá, en su interior, el que agoniza está profundamente solo, librando el último combate. Y Jesús no quiso sustraerse a esta ley de la condición humana.
Pero hay una soledad que ningún hombre ha conocido, sólo Jesús la conoció. Una soledad a la que hay que acercarse con temor, porque nada hay más vertiginoso. Y es lo que se nos revela en esta Palabra del Crucificado.
Es una Palabra desconcertante. Una Palabra que durante siglos ha conmovido a los santos y ha trastornado a los teólogos. No fue una frase, dolorida pero serena, como las demás Palabras. Fue un grito, un grito que taladra la historia. Un gran silencio había ya en el Calvario. Y fue entonces cuando Jesús, haciendo un inmenso esfuerzo y llenando de aire sus pulmones ya agotados, gritó con voz fuerte: “Elí, Elí, lama Sabactani? Que quiere decir: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”
El Evangelio dice, efectivamente, que Jesús gritó. ¿Por qué gritó? ¿Acaso vino sobre Él algún tormento añadido al que ya le estaba matando? Cristo había sudado sangre en el Huerto de los Olivos sin gritar. Había soportado la flagelación sin gritar. Había sufrido sin gritos el taladro de sus manos y sus pies. ¿Por qué grita ahora? Sólo le falta lo más fácil: terminar de morir suavemente. Y, sin embargo, grita.
“¡Oh, palabra fatal!, comenta un teólogo. ¿Por qué has sido pronunciada? ¿Por qué no fuiste retenida dentro del pecho? ¿No sabía Cristo que muchos la usarían contra Él…, para negar su divinidad?” (Journet).
¿Entendéis algo vosotros? Yo no entiendo casi nada. Porque, efectivamente, ¿cómo pudo el Padre abandonar al Hijo, si ambos son un único Dios? ¿Cómo pudo alejarse la divinidad, si estaba unida a la humanidad hasta formar en Él un solo ser? ¿Puede acaso el Hijo de Dios quedarse sin Dios, cuando es substancialmente uno con el Padre? No entiendo nada. Pero, si Jesús dice que el Padre le abandona, es porque en realidad Él experimenta ese abandono. De un modo que quizás nosotros nunca logremos entender, pero que Él experimentó como una verdadera lejanía.
¿Cuál fue la dimensión y el sentido de esta lejanía? Aquí está la clave para comprender el misterio que Jesús nos revela con esta Palabra: Cristo está llevando hasta el final su obra de Salvación, el hecho de su Encarnación. Está descendiendo hasta los llamados “infiernos”. Pero, ¿qué quiere decir “infiernos”? En el Credo latino se decía antes mejor: “Descendit ad inferos”.E “inferus, a, um” quiere decir “las profundidades”. Jesús, en estos momentos últimos de su vida, cuando ya toca la muerte, está descendiendo a las profundidades de la condición humana tal como existe en realidad, para asumirlo todo y llenarlo todo de vida y resurrección. En este descenso se encuentra con todos los dolores, con todas las deformaciones de la obra original de Dios y, sobre todo, con los pecados del mundo. Y ¿qué tiene de extraño que experimentara que el Padre se alejara de Él, si Dios no puede convivir ni con el mal ni con el pecado?
El Hijo tenía que ser consecuente con la obediencia que debía al Padre. Y, aunque experimentó todas las miserias y todas las consecuencias de los pecados de los hombres, sus dolores no fueron de pecador, sino de salvador y purificador. La Pasión de Jesús fue el último tramo de su Encarnación, de su descenso hasta las profundidades de lo humano. Y, por eso, fue una Pasión luminosa, no desesperada. Más todavía, como escribe Journet, el sufrimiento luminoso de un Dios que muere por nosotros es aún más desgarrador que el sufrimiento del desesperado. Porque sólo a él es dado medir plenamente el abismo que separa el bien y el mal, la presencia de Dios y su ausencia, el amor y el odio, el sí dicho a Dios y su negación.
Ahora es cuando, en verdad, el sin-pecado se hace profundamente uno de nosotros. Como bien dice San Pablo: “A aquél que no había conocido el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, a fin de que nosotros nos hiciéramos justicia de Dios en él” (2 Co. 5,21).
Jesús, por obediencia al Padre y amor a nosotros, ha tocado fondo en su Encarnación. El uno y el otro saben que el destino del hombre, de todo hombre, es Dios y no quieren que se pierda. Y el Hijo, para devolver el hombre a Dios, se ha sentido terriblemente solo, separado del Padre en el fondo mismo de su alma. Por eso grita. Porque este dolor es más agudo que todos los de la carne juntos. Pero su grito no es desesperación. Es una queja acerante, pero amorosa y segura. Es oración. De hecho, toma sus palabras del Salmo 21, que es un salmo de llanto, sí, pero también de esperanza: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Hermanos, gritémosle ahora nosotros a Jesús, en el silencio de nuestro corazón, diciéndole: Gracias, Señor, porque aquel grito tuyo ha llegado hoy hasta nosotros. Penetra con tu Espíritu en nuestra profundidad. Asume todo lo que allí encuentres, también el pecado, y devuélvenos al Padre.
5ª Palabra: “Tengo sed” (Jn. 19,28).
Es ésta la Palabra más radicalmente humana que Jesús pronunció en la Cruz. Al oirla, uno entiende que Jesús estaba muriendo de una muerte verdadera, que el que está en la Cruz es un hombre, y no un superhombre que no conocería la muerte, o un fantasma que no la sintiera con toda su crudeza. Aquí se nos revela con todo el realismo la humanidad de Jesús.
La sed es uno de los más terribles tormentos de los crucificados. Cuando se pierde la sangre, se experimenta enseguida el tormento de la sed. El agua, que forma parte de la célula en proporción al sesenta o setenta por ciento, cuando se pierde sangre pasa por ósmosis al torrente circulatorio para hidratar el plasma sanguíneo. Esto produce, naturalmente, la deshidratación de los tejidos y pronto se experimenta el fenómeno de la sed. Jesús había perdido ya mucha sangre: en Getsemaní, en la flagelación, con la corona de espinas, en el camino del Calvario con la Cruz a cuestas y en la crucifixión. En lo alto de la Cruz se iba desangrando poco a poco. No es extraño que suplicara un poco de agua.
Uno de los soldados, conmovido, moja una esponja en un jarro de posca, mezcla de vino agrio, vinagre y agua, que ellos tenían para su propio alivio, y se la acerca a los labios, mientras otro le dice riéndose: “Deja, veamos si viene Elías a salvarle”. Y así se cumplía otro pasaje de los salmos: “En mi sed me dieron a beber vinagre” (68, 22).
Jesús ha mostrado toda su humanidad al suplicar un poco de agua, como cualquier agonizante. ¿Pero no hablaba también de otra sed? ¿Sed de amor, sed de comprensión, sed de salvación…? ¿No es ésta la sed de justicia a la que Él mismo aludió en las Bienaventuranzas? (Mt.5,6). En cierto modo, sí. Jesús experimenta en estos momentos, dentro de su corazón cansado, el drama de ver su oferta de salvación despreciada, de saber de antemano que, para muchos, todo este dolor sería inútil. Hubiera querido atraer a todos hacia Sí, como Él había dicho (Jn.12,32), pero muchos pasarían de largo ante Él, sin darse cuenta de que, el que ahora pide un poco de agua es para todos “la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna” (Jn. 7, 37ss.).
Mirémosle, hermanos, en la Cruz. Démosle la satisfacción del acto de fe en nombre de todos los que le desprecian, Y pidámosle para todos Agua Viva.
6ª Palabra: “Todo está consumado, todo está cumplido” (Jn. 19, 30).
La sexta Palabra de Cristo es el grito del triunfador, del corredor que llega a la meta, o sencillamente del Hijo que ha cumplido la voluntad del Padre. ¡Lo había dicho tantas veces! “Yo he bajado del cielo para hacer, no mi voluntad, sino la del que me ha enviado” (Jn. 6, 38). “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn. 4, 34).
Dios es el Dios Vivo. Es vida y dador de vida (Jos.3,10). Dios es el que da y se da: en la Creación, en la Encarnación, en la Eucaristía y en la plenitud del Cielo. A lo largo de su vida, Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos lo fue revelando y, por eso, con palabras humanas, le llamó Padre. Al asumir nuestra humanidad en su Persona divina, nos introdujo en su divinidad, en la misma Trinidad de Dios, y nos dijo que le llamáramos Padre.
Ahora, Jesús ha llegado a las puertas de la muerte. No es que Dios quisiera la muerte o necesitara la muerte, y menos tan cruenta. Ni la muerte de su Hijo, el buen Jesús, ni la muerte de nadie. A Jesús le mataron sus enemigos, los enemigos de Dios tal como Él lo revelaba con sus palabras y con su vida. No aceptaban a un Dios tan cercano, tan humano, tan Padre, ni aceptaban que Él fuera su Hijo y que nos hiciera hijos. En el fondo, es mucho más fácil tener un Dios lejano y majestuoso, a quien se le ofrezcan sacrificios y se le tenga aplacado y tranquilo, que tener un Dios cercano a nosotros, en cuya presencia vivamos y a quien tenemos que agradar continuamente. Por eso los que rechazaban esta revelación de Dios mataron a Jesús, el Revelador. “Maldito el que cuelga de un madero”, decían sus Escrituras (Dt.21,23). Y para que nadie creyera en Él, ni entonces ni nunca, le llevaron a la Cruz.
Ahora, a punto de morir, en esta sexta Palabra, Jesús, la última y definitiva Palabra de Dios al mundo, puede decir: “Todo está cumplido”. Todas las profecías sobre Él se han realizado. Pero, sobre todo, Él ha realizado la obra que el Padre le había encomendado: Revelarnos que existe un Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Que el Padre creó todo lo que existe por su Hijo (Jn.1,3) y todo era bueno (Gn.1,31). Que, a lo largo del tiempo, “habló de muchas formas a nuestros padres… (Hbr.1,1-2). Y, por fin, en la plenitud de los tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo, hecho como uno de nosotros. Este Hijo nos ha hablado con palabras como las nuestras y con una vida igual que la nuestra.
Y también, ¡así son las cosas de Dios!, nos ha hablado del Plan de Dios sobre nosotros con la palabra más fuerte de todas: la muerte. Nunca habló tan claro Jesús de Dios al hombre como cuando se quedó mudo en la Cruz. Todo estaba consumado con su vida. Pero quedaba terminar de consumar la revelación con la misma muerte. La muerte de Jesús no fue para aplacar a Dios, a quien le sobra paternidad y amor para perdonar, sino para animar y consolar a todo hombre que viene a este mundo. Dice la carta a los Hebreos en un texto maravilloso: “Así como los hijos (de los hombres) participan de la sangre y de la carne, así también Él participó de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Heb.2, 14-15).
Para esto vino Jesús, el Hijo de Dios, al mundo: para quitarnos el miedo a morir y manifestarnos nuestro destino. La vida del hombre no es sólo: nacer, vivir y morir, como muchos creen. La vida del hombre es: nacer, vivir, morir y resucitar. Por el miedo a morir se dan todos los atropellos en la historia de los hombres, ¿no lo veis? ¿Por qué llora un niño cuando le falta el amparo de la madre? ¿Por qué un joven se desespera por un fracaso en su carrera, en su trabajo o en su amor? Por el miedo a no poder sobrevivir. ¿Por qué un capitalista amontona riquezas de todo tipo, cuantas más mejor? Por el miedo a que la vida le falle por algún lado y poder asegurarse por otro. ¿Por qué se buscan algunos avances en la misma ciencia? Por alargar la vida y por el miedo a morir. Y así sucesivamente. Superado este miedo, es posible que el amor invada al mundo, es posible el servicio y la entrega hasta la muerte.
“Todo está consumado”, ha dicho Jesús. Ya nos ha revelado el corazón de Dios y su Plan de Salvación sobre los hombres. En el alma de Jesús ya empieza a descender la paz. Y con esta paz va a entrar en la muerte para revelarnos lo último y más grande: la Resurrección, que no es la vuelta a esta vida, sino la entrada en la plenitud de la vida, en Dios, para toda la eternidad.
7ª Palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espítitu” (Lc.23,46).
Ésta fue la última Palabra de Jesús. La palabra más suave, más dulce que podía habernos enseñado para el momento de morir. El hombre teme a la muerte, y por eso se pasa la vida huyendo de ella. Sin embargo, para el que cree en Dios, para el que contempla y escucha a Jesús muriendo, morir no es nada trágico, no es saltar en el vacío, ni entrar en una noche sin fin. Los hombres creemos que morimos, que perdemos la vida. Y lo que ocurre en realidad es sólo lo que le ocurrió a Jesús: que ponemos la cabeza en su sitio, en las manos del Padre. Decía Eugeueni Evtushenko, poeta ortodoxo ruso: “Cuando una persona muere, Dios acaba de amasar su existencia para la eternidad… Y en las manos de Dios… no se pierde ni una lágrima, ni un esfuerzo, ni una ilusión, ni un sufrimiento, ni un instante de la vida…”. Nada se pierde en las manos de Dios, y menos después de la muerte de Jesús.
Jesús muere tranquilo. Inclina su cabeza en las manos del Padre y regala a los hombres su Espíritu. Así lo ha visto San Juan. Este Espíritu de Jesús continuaría su obra en el tiempo, haciendo todo nuevo: nueva la relación con Dios, como hijos en el Hijo; nuevo el culto y la oración, no en la angustia sino en la alabanza; nueva la vida entera, construyendo su Reino en el amor; nueva la muerte, entendida no como el final sino como la cuna de la vida, que ya es eterna.
“Padre”. Jesús quiso terminar su vida pronunciando de nuevo la palabra más querida de su corazón, la palabra que resume su mensaje al mundo: “Abbá, Padre”. Porque Dios es Padre, se dedica a ser Padre, es sólo Padre, sobre todo Padre. He aquí la gran revelación de Jesús. Dios siempre fue Padre. Pero, desde que Jesús le llamó así, viviendo nuestra vida y muriendo nuestra muerte, lo sabemos mucho mejor. Para eso vino al mundo. Ninguna objeción cabe ya contra la existencia y la bondad de Dios viendo como vive y como muere Jesús. Para eso vino el Hijo de Dios al mundo: para que nadie se sienta fuera de la paternidad de Dios. Nadie, ni en el gozo, ni en el dolor, ni en la vida ni en la muerte.
Quitad esta revelación de Dios como Padre, y nada quedará del Evangelio. Ponedla, y todo el mensaje evangélico adquiere su sentido. Más todavía, quitad la revelación de Dios como Padre, y toda la vida se hunde en el absurdo. Ponedla, y la vida entera, incluido el último momento que llamamos muerte, quedará convertida en un canto de alabanza al amor de Dios.
En la Cruz todas las objeciones que los hombres ponemos a Dios, se vuelven contra nosotros. En la Cruz nos damos cuenta de que en realidad nuestras rebeldías contra Dios, por la existencia del mal y de la muerte, no hacen más que darnos a entender que el problema último del mal está en nuestro corazón, en nuestro pecado. Si la humanidad está sometida al mal y a la muerte, no es a Dios a quien podemos atribuir la muerte y el mal, sino a nuestro pecado. ¿Sabéis dónde está la prueba de esto que digo? Nos la da Dios mismo muriendo en la Cruz. Sólo Dios ha podido soportar hasta el final el absurdo de la muerte, y una muerte cruel, con un gran sufrimiento pero sin miedo, porque sólo Dios ha sido inocente, porque sólo él no conoció el pecado que es lo que produce en nosotros el miedo a morir. Qué bien lo dice San Pablo: “El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley”(1Co.15,56). Por eso el mal y el miedo a morir han sido superados en la Cruz de Cristo. Y sólo pueden ser superados en la justicia nueva, la que nos viene de él por la misericordia y el perdón de Dios (Ro.5,11). ¡Con qué paz mueren los santos! Qué bien lo sabía Teresa de Jesús, que escribió aquel verso tan maravilloso: “Vivo sin vivir en mí/ Y tan alta vida espero/ Que muero porque no muero.
El Centurión, al ver morir a Jesús, alababa a Dios, dice San Lucas. A esta alabanza os invito yo ahora, hermanos. Alabanza a Dios Padre, por ser Amor y Paternidad. Alabanza a Jesucristo, el Hijo encarnado, por habérnoslo revelado, con su vida y con su muerte. Alabanza al Espíritu Santo, porque ha hecho posible que esta Buena Nueva llegara, a lo largo del tiempo, hasta nosotros.
A ti, Señor, todo honor y toda alabanza por los siglos de los siglos. Amén.
Fr. Marcos Ruiz O.P.