Tres lecciones de Semana Santa
Aprender a: Amar y perdonar, amar y comprender, amar y exigir. Una reflexión para la Semana Santa
En los quince primeros días de abril la liturgia nos pone en escena, de forma casi teatral, el acontecimiento más importante de nuestra historia: la pasión, muerte y resurrección de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre.
En la historia de las religiones no hay cosa que se pueda comparar con ese acontecimiento global: condena, pasión, muerte y resurrección de Cristo. Se conocen imágenes de carácter mítico que se le asemejan, pero nada se acerca a su maravilloso poder de reconciliar cielo y tierra, Dios y hombres, en una Alianza sellada con sangre derramada por amor.
Y en la historia del mismo Jesús de Nazaret, puede afirmarse que esta hora suprema de la pasión, muerte y resurrección constituye su punto culminante al que se ordenan todos los demás, y del que se derivan todos los frutos de la encarnación del Hijo de Dios. Su triunfo sobre la muerte y el pecado son el origen y la garantía de la vida de la Iglesia y de nuestra salvación.
Nosotros, sabiendo que desde la cátedra del Amado de Dios, que da su vida por la salvación de todos, se explica la mejor lección de vida, vamos a meditar sobre tres aspectos del testamento de Jesús, formulándolos como protector nuestro.
Primero: sepamos amar y comprender.
¡Padre, no saben lo que hacen!
Señor, me pongo ante ti,
para verte condenado injustamente;
para oir cuanto dices desde la cruz, atravesado por los clavos;
para contemplar tus gestos, cuando la debilidad del cuerpo te abruma.
¿Qué percibo en tu rostro ensangrentado, en tus gestos y palabras?
Me maravilla, Señor, la magnitud del amor que te tiene clavado, suspendido.
Me maravilla esa dulzura que tiene tu mirada a través del celaje del sudor y sangre que me roban lo mejor de tu ojos.
Me maravilla tu serenidad en medio del tormento que padeces...
Pero me maravilla, sobre todo, tu palabra que brota de tus labios.
Esa palabra en que me transmites un doble mensajes:
el mensaje del amor con que nos buscas y que te retiene crucificado y el mensaje de comprensión hacia quienes te clavamos en el madero.
Tu mensaje de amor
me habla claramente de que sólo desde el amor se pueden hacer cosas grandes en el mundo y en la vida, porque sólo el amor se coloca y nos coloca por encima de todas las adversidades.
¡SI TÚ NO AMARAS NO ESTARÍAS AHÍ CLAVADO!
Y tu mensaje de comprensión
me dice que sólo desde el amor puede un hombre comprender al otro, y puede el Hijo de Dios, encarnado, comprendernos a nosotros mismos en nuestra debilidad, insensatez, odio, desprecio, soberbia.
¡SERÍA TERRIBLE UN DIOS SIN PIEDAD!
¡Me abruman, Señor, tu gesto y actitud tan comprensivas!
Parece que estabas esperando de alguien un poco de consuelo, y que por eso te abres tan generosamente al ladrón que muere a tu lado...
Es admirable que conocieras tan bien nuestras flaquezas como para llamar al Padre y decirle que “no sabíamos lo que hacíamos” cuando te llevamos a morir en la cruz, fuera de la ciudad, como un a enfermo contagioso; como para que comprendieras la flaqueza y la huída de muchos de tus discípulos , despavoridos, cuando te hicieron prisionero...
¡Acojo, Señor, cuanto me hablas desde la cruz! Quieres decirme
que, desde el amor, he de comprender a mi hermano/a que me fastidia,
que, desde el amor, he de comprender que el drogadicto está enfermo,
que, desde el amor, he de comprender las búsquedas y molestias del inmigrante,
que, desde el amor, he de comprender al esposo/a en el matrimonio,
que, desde el amor, he de comprender incluso al que me oprime, ofuscado...
¡Perdona, Señor, que no sea como tú!
¡Tan grande es tu amor!... He de volver la mirada a mí mismo. Soy uno de entre millones de hombres/mujeres que han de darte gracias porque has sido comprensivo, muy comprensivo. Nunca dejaste de mirarme, de llamarme, de decir al Padre que “no sabía lo que hacía” cuando era infiel a ti o a mis hermanos los hombres. SEÑOR, HAZME AMAR PARA QUE SEPA COMPRENDER.
Segundo: sepamos amar y perdonar.
¡Padre, perdónalos! ¡Serán tuyos!
Señor, Dios mío,
tu profeta Jeremías decía en tu nombre: “no hay nada más falso y enconado que el corazón del hombre. ¿Quién lo entenderá?”
¿Fue esa, Jesús, tu experiencia, en los días de tu peregrinación por Galilea enseñándonos la Verdad que nos salva?
Tú nos dijiste una vez, Señor Jesús,
criticando la conducta de quienes acusaban a tus discípulos de “impureza legal o ritual”, que no importaba tanto en la vida la mancha externa del sudor, barro, aceite o vómito, como la fealdad del corazón y la hediondez del pecado que brota del interior del ser humano.
Ahora, cuando te veo clavado en la cruz,
cuando recuerdo tu gesto de amor en la última cena, mostrando afecto al traidor, cuando observo tu silencio ante las burlas y tu entereza ante el dolor, me siento profundamente conmovido por lo que escucho de tus labios:
¡PADRE, PERDÓNALOS, ESTOS NO SABEN LO QUE HACEN!
Efectivamente, no sabíamos lo que hacíamos:
no sabíamos que llegaba la gran hora de nuestra salvación, y que tú eras esa HORA en persona, ofrendada en alianza eterna, pronta a la resurrección;
no sabíamos o no teníamos experiencia de que en tu Reino, a punto de cumplirse en la sangre derramada y en la resurrección triunfante, el “amar a los enemigos y el hacer bien a quienes nos odian” era bandera de conquista y que las ofensas y odios había que pasarlos por el horno del amor perdonador;
no sabíamos o no entendíamos que, en tu Reino, y en medio de este mundo cargado de maldades, hacía falta un Crucificado que, mirando a los hombres dijera: porque os amo, os perdono de corazón; y mirando al Cielo dijera: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”...
Ahora sabemos, Señor,
que la ley de la caridad implica comprensión, celo, amor, solicitud, entrega, disponibilidad hasta el límite de la ofrenda de uno mismo por servicio a los demás; y en ello va implicado el PERDÓN como cauce para que todo retorne a la vida desde el Amor. ¡Gracias, Señor!
También esto lo experimento yo en mi vida. No tengo que fijarme en las miserias de los demás. Mi corazón está clamando por decir que he sido perdonado una y mil veces por tu bondad misericordiosa. ¿Cómo no he de ser yo mismo perdonador?
¡Pero me aterra, Señor, que tras el perdón, vuelva la ofensa!
Tu has muerto por nosotros, víctima de nuestras injusticias.
Tú, predestinado a ser nuestra salvación, nos perdonaste y nos ofreciste la gracia de una Vida nueva, resucitada; pero nosotros hemos seguido traicionando al Amor y al Perdón.
¿PODEMOS SEGUIR ASÍ? EL AMOR ESPERA...
PERO RECTIFIQUEMOS A TIEMPO, PUES EL AMOR ES EXIGENTE
Tercero: sepamos amar y exigir.
¡Señor! ¿Qué queréis hacer de mí?
Señor, Dios paciente y misericordioso,
al verte en cruz clavado, ¿qué corazón noble y mente despejada no hablará de la necesaria correspondencia que ha de haber entre el amor verdadero que se da a los demás y sus exigencias de respuesta generosa?
Si hoy te veo muriendo por mí, porque me amas, ¿entenderé que te entregas por mí sin exigirme nada en correspondencia?
El amor, decía san Pablo a los fieles de Corinto,
es amable, paciente, no orgulloso, no destemplado o airado..., y mucho más. Pero habremos de preguntarnos, mirándote en cruz: Tú que eres EXIGENTE contigo mismo, dándote, ¿no puedes y debes esperar que los beneficiados de tu amor seamos también EXIGENTES y queramos devolverte amor?
Tú, Señor, que naciste en el mundo, encarnado, para amarnos,
no subiste a la cruz para morir dispensándonos a nosotros de devolverte amor.
Esa no es tu voluntad y la ley del amor, aunque nosotros la practiquemos. Amor con amor se paga; no se paga con infidelidad y traición.
Y los mismos hombre/mujeres, Señor, todos nacen también para amar y ser amados.
No nacen unos para comprender, perdonar y servir a los demás, como esclavos, mientras que otros -caprichosos, soberbios, egoístas, entiosados o de vil corazón- se consideran dispensados de amor, pero exigen ser amados.
Los pecadores, los despiadados, los poderosos o ambiciosos, participamos a veces de esa mala condición deshumanizadora, pero esa no es tu voluntad y la ley del amor verdadero.
Tú dijiste que todos seamos, mutuamente, señores/as que sirven amando y aman sireviendo, sin que nadie sea señor de los demás. Esa es tu verdad, ese tu amor.
Tú nos dijiste, Señor, por boca de Pablo,
que el amor es sublime cualidad humana y divina. Tú nos enseñaste que, aunque poseamos riquezas y poder, ciencia y técnica, y las gastemos en beneficio de los demás, si no lo hacemos con amor, estamos perdiendo el tiempo, porque no obramos al impulso divino, afectivo y benefactor de la caridad.
Entiendo, pues, Señor, que el amor viste a todo de hermosura, lo atrae todo hacia sí, y se muestra exigente como norma y forma de vida. Entiendo que el amor es como el portero que retiene en el portal de la casa de bodas a muchos invitados que no saben vestirse en su taller sino que llevan traje de baratijas.
En el libro de los Provebios nos dijiste también, Señor,
que, mientras el odio provoca reyertas, el amor sabe disimular las ofensas.
¡Cuán cierto es esto! Pero ¿no es verdad también que el amor creador de paz y concordia, apagando hogeras de odios, es un amor exigente? ¿No es el amor un amigo que no admite falsedades, hipocresías, ociosidad, cultivo de vicios o indolencias que frustran conciencias, familias y sociedades? ¡Cuántas víctimas genera el falso amor, fingiendo ser verdadero! El amor exige pruebas de fidelidad.
También nos dijiste, Señor,
que la pasión es cruel como el abismo, y el amor es fuerte como la muerte. ¡Cruel como el abismo! ¡Fuerte como la muerte!
Luego habremos de saber luchar, amando incluso a quien nos odie y maldiga, para que la pasión loca y provocativa no impere en la vida, haciendo callar al amor paciente que debe ser vencedor.
Ayúdanos, Señor, desde tu cruz.
Haz que impere en nosotros un amor noble que nos exija, requiera, reclame todo esto y mucho más:
que la persona amada no traicione al amante sino que le sea fiel,
que los gestos de comprensión, por amor, sean correspondidos con obras buenas,
que el perdón otorgado por amor sea energía de cambio y conversión,
que la actitud positiva de solidaridad, compasión, caridad con las personas, fructifique en ellas como compromiso, trabajo, renovación de vida que lleve a mayor igualdad, justicia y paz.
Señor Jesús, tú que viniste y amaste, que amaste y fuiste llevado a la muerte, pero que luego resucitaste, triunfador de todo pecado e ingratitud humana, introdúcenos en tu Reino de Verdad-Amor.
Tú que nos das amor, y nos repites de continuo “Dame tu corazón”, concédenos la gracia de ser, con vida nueva, testigos vivientes y fieles que viven a la luz de tu resurrección.
Fr. Cándido Ániz Iriarte O.P.