Finalizado el cántico y la cena
hacia Getsemaní se encaminaron,
las sombras de la noche enmascararon
los rostros demudados por la pena.
Llevaban de tristeza su alma llena.
Ocho, a la entrada, para orar quedaron;
Pedro, Santiago y Juan acompañaron
a Jesús. Empezaba la condena.
Se alejó de ellos pálido, afligido,
de hinojos se postró, la frente en tierra,
y elevó al Padre bueno su plegaria.
Estaba atribulado, decaído,
y su materia, que a existir se aferra,
pedía su razón originaria.
Jesús medita brutalmente herido,
rasgado por contrarios sentimientos
de olvido o redención. Sus pensamientos
viajan de gloria a oprobio. Está aturdido.
Pedro, Santiago y Juan ya se han dormido
y Cristo les reprende. Sus tormentos,
las causas de profundos sufrimientos,
son vilezas del hombre redimido.
Ruega al Padre le exima del martirio
le aparte el cáliz portador de Cruz,
le salve de la muerte y la agonía.
Suda sangre abrumado en su delirio,
y dice, al recibir de Dios la luz,
haré tu voluntad y no la mía.
Bajo el anciano olivo, con horror
al cruento final, al sacrificio,
de rodillas, humilde, es su cilicio
apurar el acíbar del dolor.
No hará su voluntad porque es Amor.
Y su carne, rebelde ante el suplicio,
enrojece su arcilla, el edificio
que sufrirá su Cruz de vencedor.
Estalla la liturgia del perdón,
Es carmesí holocausto al trasvenarse.
Será mártir por todos sus hermanos.
Es la primera sangre de Pasión.
Él es el alto precio y al donarse
abre la salvación a los cristianos.
Emma Margarita R.A.-Valdés
Del libro:
"Antes que la luz de la alborada, tú, María"
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