Fr. Julián de Cos O.P.
El dogma de la virginidad de María está muy presente en el rezo del Rosario, sobre todo en los Misterios Gozosos. Hagamos un pequeño recorrido:
En el Primer Misterio Gozoso: la Anunciación (cf. Lc 1,26-38), el Ángel del Señor comunica a Virgen María que concebirá al Hijo de Dios. Sabemos muy bien lo que María responde: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), aceptando así la concepción virginal de nuestro Salvador.
No es que la concepción natural de un ser humano sea en sí pecaminosa, ni mucho menos, pero es que la concepción de Aquel que es infinitamente puro requiere la mayor de las purezas, y ésta, a nivel humano, la aporta de virginidad de un cuerpo y un corazón que jamás han sido invadidos por otro ser que no sea Dios. Efectivamente, el estado más puro al que una persona puede llegar es de la virginidad consagrada a Dios, para que sea sólo Él quien llene y fecunde a dicha persona con su amor.
En el Segundo Misterio Gozoso contemplamos cómo una joven que ha sido llamada a consagrar su virginidad a Dios necesita compartir esta alegre noticia a aquellas personas de confianza que saben comprender y valorar el sagrado sentido de esta forma de vida. Por eso María se encamina a la montaña de Judá para comunicar a su prima Isabel lo sucedido, ya que nadie como ella lo va entender, pues gracias a la acción misericordiosa de Dios ha concebido a su hijo siendo una anciana.
Contemplar la escena de la Visitación (cf. Lc 1,39-56) nos llena de la sana y pura alegría que dos mujeres sienten cuando comparten el haber sido llamadas por Dios a desempeñar un papel especial en la Historia de Salvación. Asimismo lo celebran las criaturas que llevan en su vientre. Entonces María entona un canto de alabanza a Dios porque «se ha fijado en la humillación de su esclava» (Lc 1,48). En efecto, la verdadera virginidad, la que también es espiritual, sólo puede darse en un corazón modesto, sencillo y humilde.
La modestia, la sencillez y la humildad de María las podemos contemplar también en el Tercer Misterio Gozoso: el nacimiento del Hijo de Dios en un establo de la pequeña ciudad de Belén (cf. Lc 2,1-20). El dogma de la virginidad de María nos dice que ella mantuvo su estado virginal antes, durante y después del parto. Y esto es así porque, según el sentir común del pueblo fiel que forma la Iglesia, aquella que ha sido elegida para ser la Madre de Dios, ha de mantener para siempre el estado de máxima pureza. Al contemplar este Misterio sentimos en nuestro corazón que, efectivamente, Dios preservó milagrosamente a María de toda corrupción.
Las personas que han sido llamadas por Dios a entregarle su virginidad, han de conservarla toda la vida. Como María, han de evitar en todo momento que su corazón y su cuerpo se consagren a alguien que no sea Dios, pues sólo así pueden realmente dedicar su vida a todos. Cuando rezamos a María, sabemos que ella intercede por nosotros –y por todos– gracias a su santa pureza. Su virginal persona es como un cristal trasparente que mira a todos por igual. Ese es el modelo a seguir para aquellos que han ofrecido su virginidad a Dios.
En el Cuarto Misterio Gozoso María acude al Templo para presentar ante Dios el fruto de su virginidad: nuestro Redentor (cf. Lc 2,22-38). María sabe muy bien que ese don divino no es sólo para ella, sino que es ante todo para Dios y para todos nosotros. Cuando ella aceptó ser la Madre de Dios lo hizo pensando en todo el género humano, pues deseaba nuestra salvación.
Dios concede la vocación virginal para que sea fructífera ante Él y ante todos los seres humanos. No tiene sentido evangélico vivir en virginidad egoístamente, pensando fundamentalmente en uno mismo. Para que el don de la virginidad produzca frutos en abundancia ha de enraizar en una tierra caritativa y generosa. María nos muestra que nuestra vida es verdaderamente fértil y útil cuando nos damos a los demás.
Resulta que, pasados unos años, a María y a José se les perdió el Niño Jesús a la vuelta de una peregrinación a Jerusalén. Entonces regresaron sobre sus pasos y lo encontraron en el Templo (cf. Lc 2,41-51). Esto lo contemplamos en el Quinto Misterio Gozoso. Curiosamente, en esta escena el único que no está perdido es Jesús, pues se halla en «la casa de su Padre». En cambio, podemos imaginar cómo María y José se sintieron perdidos y angustiados sin su Hijo, pues era el centro de su vida. Afortunadamente, todo acabó bien porque acudieron al Templo.
Cuando nos sentimos «perdidos» a causa de nuestros problemas o porque nuestra vida parece que no tiene sentido, lo mejor que podemos hacer es acudir al reposo y la paz de nuestro «templo», es decir, a nuestro interior, pues nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo (cf. 1Cor 6,19). Pero no siempre es fácil entrar en nuestro corazón, pues las impurezas y las preocupaciones de nuestra vida nos lo dificultan. Por eso desde muy antiguo en la Iglesia se ha visto una estrecha relación entre la virginidad y la vida contemplativa, pues la persona que se consagra totalmente a Dios encuentra menos impedimentos para permanecer interiormente en Él (cf. 1Cor 7,32-38).
La Virgen María es el modelo perfecto de aquellos que se consagran totalmente a Dios. Las personas que han sido llamadas a la santa vocación del matrimonio también pueden participar, en cierto modo, del don de la virginidad en la medida en que consagran a Dios su dedicación a su familia. Pues María es Madre y Maestra para todos.
Como vemos, el rezo del Rosario nos ayuda a comprender y dar sentido a la virginidad de María. Lo importante es que cada uno de nosotros sepamos enriquezcamos con ella desde la vocación y la forma de vida a la que Dios nos ha llamado.