A medida que el rezo del Rosario fue desarrollándose y difundiéndose a lo largo de la historia, el pueblo fiel fue dándose cuenta de su gran eficacia como oración de petición. No es simplemente que María intercede por nosotros cuando lo rezamos, que, de por sí, es lo más importante, sino que, además, entran en juego otros factores fundamentales de la oración de petición.
Se considera que hay principalmente tres motivos por los cuales Dios no atiende a nuestras peticiones. El primero nos lo advierte san Pablo: «…nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene» (Rom 8,26). Efectivamente, a veces pedimos de un modo incorrecto. Esto suele estar relacionado con nuestra disposición ante Dios. Lo explica muy bien Jesús en la parábola del altivo fariseo y el humilde publicano que acuden al Templo a orar, y que acaba así: «Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18,14).
En otras ocasiones, el error radica en el contenido de nuestra petición. Hemos de reconocer que tenemos una gran tendencia a pedir simples caprichos. Pedimos cosas que nos gustan pero que no redundan en lo importante, es decir, en el bien de la gente y en nuestra salud física y espiritual. Algo parecido les pasó a los hijos del Zebedeo, quienes, por medio de su madre, le piden a Jesús sentarse a su derecha y a su izquierda en su Reino, a lo que Él contesta: «No sabéis lo que pedís» (Mt 20,22). Su madre había hecho bien la petición, porque se arrodilló humildemente ante Jesús, pero lo que pedía no entraba dentro de la lógica del Evangelio, porque pensaba en la gloria, el honor y el poder de sus hijos. Pero después Jesús les explicó la perspectiva evangélica de lo que estaban pidiendo, que no era otra cosa que dar la vida por el Reino, y esto lo aceptaron inmediatamente ambos apóstoles. Y, así, pasados los años, Jesús satisfizo su petición.
El tercer motivo por el cual Dios parece no atender nuestras peticiones es más misterioso. Todos tenemos experiencia de haber pedido con humildad a Dios algo que es evangélicamente correcto –por ejemplo: que un amigo supere un cáncer–, pero, aparentemente, Dios no ha atendido nuestra petición. Decimos «aparentemente» porque quizás, misteriosamente, Dios sí la ha atendido, pero no lo ha hecho a nuestra manera, sino a la suya, haciendo lo que Él considera más correcto. Desgraciadamente, en muchas ocasiones, esto es difícil de saber, porque supera nuestra capacidad comprensiva. Siguiendo con el ejemplo del amigo enfermo de cáncer, si acaba muriendo a causa de esta dolencia, surge en nosotros esta desgarradora cuestión: ¿cómo es posible que Dios le haya dejado morir? Éste es un tipo de pregunta que todos, de un modo u otro, nos hemos hecho, y a la que no hemos encontrado respuesta.
Pues bien, volviendo al Rosario, podemos constatar que cuando lo rezamos correctamente y con devoción, éste nos ayuda a superar estos tres importantes problemas que surgen en la oración de petición.
Por una parte, sentimos cómo María nos acompaña en la oración, y nos ayuda a tener un corazón humilde y arrepentido, como el del fariseo. También la Virgen nos guía para que no pidamos caprichos o cosas inoportunas. Muchos de nosotros tenemos la experiencia de que cuando rezamos el Rosario nos es muy difícil pedir necedades.
No es sólo que María nos ayuda a pedir desde los valores del Evangelio, es que, sobre todo, allá donde ella está, se hace presente el Espíritu de Dios. No olvidemos que la Virgen es la «llena de gracia», la que –por medio del Espíritu de Dios– concibió a nuestro Salvador. Por eso, al orar junto a María, ella nos pone en contacto con el Espíritu Santo, que desde nuestro corazón: «…intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26) y «clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4,6). Es decir, al rezar devotamente el Rosario, oramos en sintonía con el Espíritu Santo y, así, hacemos nuestra su oración. Una oración que asciende derecha y certeramente al Padre.
También María conoce muy bien lo que se sufre cuando las cosas no salen como nos gustaría. Ella vio morir a su inocente Hijo en la Cruz. Por eso, ella, por experiencia, sabe ayudarnos muy bien cuando nos hallamos ante una situación difícil y ante la que Dios, aparentemente, guarda silencio. En esos momentos, María nos anima a orar como su Hijo en Getsemaní, acabando cada una de nuestras súplicas con este deseo: «…pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). En efecto, el rezo del Rosario nos ayuda a poner nuestra vida en las sabias –y misteriosas– manos de Dios.
Pues bien, todo esto ha hecho que tantas y tantas personas hayan tenido –y tengan– al Rosario como principal modo de oración. También es uno de los motivos fundamentales por los que las Cofradías del Rosario se extendieron con tanta profusión. No sólo fue por la comunión espiritual que viven los cofrades o por las indulgencias que la Iglesia les concede: también ha desempeñado un papel fundamental la eficacia del rezo del Rosario, de la que dan constancia una extensa lista de acontecimientos históricos.
El más conocido es la crucial batalla de Lepanto, cuando, el 7 de octubre de 1571, la flota cristiana –en clara inferioridad– venció a la flota turca, haciendo desaparecer así su peligro, pues amenazaba con saquear las costas del Mediterráneo. No sólo el Papa san Pío V así lo reconoció expresamente. También lo hicieron las autoridades españolas y venecianas, cuyas naves intervinieron en esta batalla. Este hecho motivó que la fiesta de la Virgen del Rosario se celebre el 7 de octubre. Hay otros muchos importantes acontecimientos (naufragios, epidemias, catástrofes naturales…) en los que los protagonistas son testigos de cómo esta oración mariana fue crucial para conseguir el auxilio divino.
En efecto, el rezo del Rosario nos ayuda a pedir eficazmente lo que realmente necesitamos nosotros, u otras personas.
Nada más queda por decir, salvo una cosa: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores…».