Fr. Antonio Praena Segura O.P.
Señalan los sociólogos que una de las características de nuestro tiempo es la fragmentación: fragmentación de las ideologías, fragmentación de los sentimientos, fragmentación de la personalidad, familias fragmentadas, fragmentación de la educación y hasta fragmentación de las creencias y prácticas religiosas.
La razón –perdón si nos ponemos un poco filosóficos- la hallan en la caída de las grandes ideologías. Los grandes sistemas filosóficos y su puesta en práctica política –fundamentalmente el marxismo y el fascismo- han fracasado. No sólo eso: la historia del siglo XX ha revelado las consecuencias inhumanas, crueles, destructivas y mortíferas que se escondían germinalmente en estos sistemas. Ahí está, si no, la historia del pasado siglo: los campos de concentración, los crematorios de seres humanos (Auschwitz, Treblinka) los exterminios sistemáticos, las deportaciones masivas a Siberia, las calaveras amontonadas por Pol-Pot en Camboya…
Tan desolador balance –duele los dedos describirlo: millones de seres humanos destruidos por motivos ideológicos- así como las consecuencias de la guerra fría y la caída del muro de Berlín han hecho que el hombre actual –al que llamamos postmoderno- sea un hombre que descree, reniega y huye de estos grandes sistemas ideológicos y políticos absolutos como sistemas de pensamiento y de acción que le den una visión única y total del ser humano, la sociedad, la política… Esas ideologías se han roto y el hombre actual va tomando fragmentos de aquí y de allá, de unas y de otras: los mezcla, hace su propia, personal, casera mezcla, uniendo aspectos no sólo diferentes sino, a veces, hasta contradictorios.
Esta fragmentación del pensamiento lleva al ser humano de nuestro mundo contemporáneo –al menos de lo que llamamos mundo occidental- a vivir una vida fragmentada en sus distintos niveles: puede ser marxista-materialista en el ámbito social, liberal-conservador en el económico, asentir a creencias hinduistas y, todo a la vez, conservar prácticas, devociones y tradiciones cristianas.
Nos invitan los sociólogos a fijarnos en fenómenos como, por ejemplo, el auge del esoterismo, el gusto por lo paranormal, la presencia y participación en manifestaciones de origen cristiano sin que se siga una fe cristiana de ello, el aumento de las sectas, la conversión de algunos intelectuales –especialmente en el norte de Europa- al Islán, etc.
Todo es demasiado complejo como para emitir un juicio de valor con tan sólo estos datos generales. Pero nos afecta. Y afecta a la vida cristiana, a nuestra imagen y relación con Dios y con Jesucristo. Puede que nos quedemos con aquellos aspectos que más se identifican con nosotros, que más nos interesan o mejor responden al sentimiento del momento concreto por el que atravesamos. Puede que subrayemos aquellos aspectos, aquellos actos, aquellas palabras de Jesús que nos son más afines y olvidemos o posterguemos aquellos que no nos dicen tanto o, sencillamente, no nos interesan.
Sin embargo nuestra visión y nuestra relación con Jesús han de ser integrales –que no integristas-. Él, con todo su ser, sus acciones, palabras, gestos, con el misterio entero de su persona, de su vida, muerte y resurrección, es la verdad y la verdad –parafraseando al teólogo Hans Urs von Balthasar- es sinfónica y sinfónicamente, con sus distintas voces, ha de ser escuchada y recibida.
La vida y la persona de Jesús es una bella, armónica, total sinfonía en sus misterios. Es sinfonía en misterios gozosos, dolorosos, gloriosos y luminosos. Cada uno de los misterios ayuda a comprender los otros, cada misterio realza la belleza y la profundidad de los otros, los complementa y es, a la vez, complementado por los otros.
El Rosario ofrece los distintos misterios como distintos puntos de fuga desde los que contemplar el misterio de la persona de Jesús. Nos los ofrece subrayando en cada uno un aspecto pero, sobre todo, los une, los integra, los muestra en su conjunto, en su equilibrio, en su belleza sinfónica.
Así, por ejemplo, no podemos rezar ni entender los misterios de dolor de la vida de Jesús si no es desde sus misterios gloriosos. La Pasión y la Resurrección van unidas, no pueden celebrase separadamente, no pueden meditarse la una sin la otra. De lo contrario, por ejemplo, nos quedaríamos en una visión oscura y cerrada del dolor, del martirio, de la tortura, de la muerte y de la cruz si no tenemos presente y nos guía en todo la esperanza abierta en la resurrección. La cruz del misterio doloroso es una cruz convertida en árbol de vida por la victoria sobre la muerte acaecida en la Resurrección.
Más aún: el misterio desconcertante de la Encarnación, el canto embriagado de felicidad y gratitud del Magníficat en la Visitación y el gozo sencillo e inocente del misterio del Nacimiento del Hijo de Dios, culminan, humana y divinamente, en el misterio doloroso de la Pasión y en el glorioso de la Resurrección del Señor.
Y todos ellos se prolongan entre nosotros a través de la presencia de Jesús que se instaura sacramentalmente en el misterio luminoso que contemplamos en la Institución de la Eucaristía.
Esta imbricación de Misterios que meditamos en el Rosario ilumina e integra los distintos misterios de la vida de Jesús. Y, con ello, nos ofrece una visión completa, armónica y sinfónica del misterio de nuestra salvación: nos da una visión no parcial ni desintegrada de los elementos fundamentales de la fe. Con ello también nos ofrece una visión integral de los aspectos fundamentales y configurantes del misterio del ser humano. Vida y muerte se comprenden la una a través de la otra; amor y sacrificio se hacen reales, pues ni el sacrificio se presenta como exaltación dolorista, masoquista, angustiada o desesperada de la vida ni el amor, que da sentido a este sacrificio, queda como un amor vacío, romántico, superficial, sino concreto, radical, fructífero.
De igual modo, la contemplación de los misterios hilados en el Rosario muestra unidas dimensiones tan constitutivas del ser humano como la libertad y la obediencia a la misión de uno mismo que viene de Dios. La libertad con que Jesús se dona a sí mismo es un ejercicio de radical coherencia con lo más profundo de sí mismo y, a la vez, de total coincidencia con los designios más profundos del Padre. Libertad, identidad, fidelidad, obediencia, se unen y se comprenden y llenan de contenido las unas a través de las otras. El misterio luminoso del Anuncio del Reino de Dios como expresión del proyecto de Jesús, su Oración en el huerto –misterio doloroso- como expresión de la disponibilidad al proyecto de Dios, y la Ascensión –misterio glorioso- como encuentro de una vida y misión plena, realizada, que vuelve y devuelve al Padre todo lo de él recibido, son misterios que no pueden separarse y que por eso el Rosario integra y engarza.
El rezo contemplativo del Rosario nos ayuda a percibir unidos los aspectos que unifican nuestra propia existencia contemplada en la existencia de Jesús. El Rosario se revela así como un acercamiento al misterio de totalidad e integridad con el que Dios creó y quiere al hombre. El Rosario ayuda a nuestra vida –y con ello a nuestras relaciones, a nuestras opciones, a nuestras decisiones…- a mantenerse armonizada. El Rosario nos ayuda a no rompernos o, al menos, a no vivir tan rotos, dispersos, quebrados, desgajados.
En el Rosario encontramos un modelo que ofrece al hombre contemporáneo un espejo en el que mirarse y contemplar los distintos aspectos de la vida humana de una forma en la que podemos meditar cada uno de ellos sin desintegrarlos ni fragmentarnos. Más bien en unión se nos muestran, en equilibrio que nos equilibra y nos ayuda a caminar hacia nuestra verdad más íntima y más coherente.
Finalmente hay que señalar que este asomo al Misterio de Jesucristo en el que el hombre se asoma al misterio de sí mismo se hace desde una mirada muy concreta: la de los ojos de María. No es una oración de ángeles, sino de seres humanos hecha con las palabras de la mujer María –orgullo de nuestra raza-, hecha con la materia de su experiencia de luz, dolor, gloria y felicidad, con la materia de sus propios sentimientos y su propio saber en carne propia que el ser humano encuentra su sentido en su llamada a la gloria y la felicidad, aun con el dolor, por el camino de la luz.