Fray Julián de Cos, O.P.
Convento de San Esteban (Salamanca)
El dogma de la Inmaculada Concepción afirma que «la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano». Es decir, que Dios tuvo a bien que su Hijo, que es infinitamente puro, naciese de una mujer que también lo es, de tal forma que intervino milagrosamente para que ésta ni siquiera tuviese el pecado original.
Es sabido que la teoría de la Inmaculada ha suscitado un amargo debate teológico durante siglos en la Iglesia católica, pues costaba encajarla con la teoría del pecado original de san Agustín (354-430). Afortunadamente, el sabio teólogo franciscano Duns Escoto (1266-1308) dio con la solución y el Magisterio de la Iglesia así lo refrendó declarando el dogma de la Inmaculada en 1854. Pero es importante resaltar que nunca se puso en duda la pureza de María, pues el pueblo fiel siempre la ha contemplado como un ser intachable.
Pues bien, un buen ejemplo para mostrar que el pueblo fiel siente que María es Inmaculada lo encontramos en el tercer misterio gozoso, en el que contemplamos el nacimiento del Hijo de Dios. A pesar de que Jesús nació en un sucio establo, ¿alguno de nosotros piensa en la suciedad cuando contempla este pasaje evangélico? Seguro que no, porque la suciedad no encaja. Algo nos dice en nuestro corazón que Jesús nació en un ambiente absolutamente puro y bello.
Y es eso lo que intentamos mostrar cuando hacemos el belén en nuestra casa o en nuestra comunidad. ¿Alguien en su belén pone basura, animales muertos o cosas feas? No, ni se nos ocurre. Más bien hacemos todo lo contrario, pues «Algo» nos mueve mostrar en nuestro belén la belleza, la inocencia y la pureza de la encarnación de nuestro Salvador.
Cuando contemplamos un belén, en cierto modo también contemplamos la pureza de la Inmaculada Virgen María, pues si hay algo bello, inocente y puro en el nacimiento de Jesús, eso es su Madre. La candidez del musgo, las ovejitas y los ángeles son un reflejo del inocente vientre de la Virgen María.
Es más, el simple hecho de contemplar un belén es un maravilloso ejercicio espiritual, pues nos purifica interiormente y suscita en nosotros una cierta consolación. Por eso nos gusta tanto hacerlo. Incluso hay personas que son capaces de estar horas haciendo cola en un gélido día de invierno para poder ver un belén, como pasa, por ejemplo, en Madrid con los belenes monumentales que ponen el Ayuntamiento o el Gobierno Autonómico.
Y esto mismo lo experimentamos cuando rezamos el tercer misterio gozoso del santo Rosario. Es cierto, hay algo de especial en este misterio. Nuestro corazón se enternece al contemplarlo. Sentimos que nos impregnamos de la candidez del Niño Jesús y la pureza de su Madre. A menudo, incluso, nos gustaría que este misterio, en vez de diez Avemarías, tuviese muchas más, para que su gracia sanadora perdurase en nuestro corazón.
Y esto es algo muy importante en tiempos tan impuros y corruptos como los actuales. Cuando vemos la televisión, leemos un periódico o navegamos por Internet, vemos asiduamente cosas malas. Y, sin darnos cuenta, nuestro corazón se contamina, e incluso podemos llegar a pensar que no existe la pureza, que la inocencia es una mera utopía y que la honestidad no tiene cabida en este mundo.
De ahí la importancia espiritual del dogma de la Inmaculada. Meditar en él nos ayuda a superar la inmundicia y a abrirnos a la fuente de toda bondad: el Espíritu de Dios que habita en nosotros. Si María ha mantenido su pureza ha sido gracias a que ha sido dócil a las divinas mociones de su corazón. Este es el camino a seguir. Sólo así podremos vivir según el Evangelio.
El Espíritu Santo es «la fuente de agua viva» (cf. Jn 4,10-14) capaz de limpiar toda suciedad y pecado en nuestro corazón. A ejemplo de María Inmaculada, dejémonos conducir mansamente por el Agua Viva que nos lleva a la infinita pureza del Reino Celestial.