La oración como Misterio. El Rosario como método
1 - El Rosario alude a un misterio grande: la oración; ese es el término justo, misterio de la oración. Misterio de alcance biográfico que hace de la oración una primera palabra cristiana, a la altura de las otras palabras primordiales: Dios, Jesucristo, Espíritu Santo, Comunidad eclesial, Virgen María... Esto es lo que da grandeza a todo intento de orar. Por eso el Rosario, al lado de la oración-misterio de vida, queda como instrumento-método. Un método acreditado por una historia secular, en la que se pueden registrar momentos estelares de triunfo contra los enemigos de la fe, pero que, ante todo, se revalida por la vida que proporciona en lo oculto de las conciencias entregadas a la contemplación de los misterios.
Desde este nombre de Rosario-método de oración, se valora su categoría teologal. Ese es el trasfondo de la oración, el de acompañar nuestro proceso espiritual hasta el encuentro con Dios. Y ahí se fragua también la dramática de cada biografía, según haya fidelidad en la oración o no la haya; y la dramática de toda vocación que necesita régimen apropiado para mantenerse respondiendo con fidelidad. Es palabra primera porque nos hace porosos a las palabras primeras: Padre, Jesús, Espíritu, iglesia, María, ser humano...
2 - En la fe cristiana todo es imperativo de orar y todo es dificultad para orar. El “Orad siempre” y el “no sabemos orar” nos cercan en nuestro deseo de ser fieles y “sobrevivir”. La maravilla de orar, con su trasfondo de presencia, y su ilusión de encuentro, se ve turbada en exceso y queda ensombrecida por mil frustraciones. Sin embargo nos queda una reserva de luz y de consuelo: por encima del “no sabemos orar”, contamos con que “el Espíritu ruega por nosotros con gemidos inefables”. Hasta tal punto es grande la oración y hasta tal punto nos es difícil, que el Espíritu se compromete a que la oración se dé. Valor teologal, evidencia dramática y resolución admirable: el orante, ser precario, tiene Tutor en la oración. Y tener tutor en la oración es experimentar la vida como asistencia, como cuidado, como providencia amorosa, en el punto en el que la persona flexiona su biografía, hacia la salud redentora, hacia el destino...
3 – Es distinto adorar al Creador de rogar al Padre. “No hagas para mí ningún milagro, da razón a tus leyes que de generación en generación cobran sentido”, dice el poeta R M Rilke. Aparentemente parece la plegaria ideal, llena de pundonor y cortesía espiritual, con el reconocimiento de la sabiduría de las leyes de Dios. Pero una visión más tranquila descubre que se trata de una actitud no cristiana. Es plegaria de criatura distante, que carece de confianza y desconoce la base filial que proporciona el Espíritu. La oración de Rilke es una expresión pagana, de una sutil fatalidad; Rilke reconoce al Creador y desconoce al Padre. Y al Padre se le puede pedir un milagro; el hijo tiene que hacerlo, porque las leyes del Creador ni copan el potencial amoroso de Dios, ni han dejado al “hijo” con sus aspiraciones y deseos clausurados.
La revelación de Dios en Jesucristo muestra al Padre; y la revelación del hombre, también en Jesucristo, muestra al Hijo (y a loa hijos en el Hijo) en quien se complace el Padre. El hijo cuenta con el amor loco del Padre y, en la oración pide un exceso, aunque conlleve suspensión de leyes, locura de gesto amoroso. El cristiano sabe algo más sobre Dios que su hecho de Creador, sabe que es Padre. Jesús, al hablar del Reino, anuncia al Padre, anticipa la gloria propia de hijos, juega con un amor de excesos, esponsales y fiestas. Y esa es la plataforma justa de la oración, el ruego confiado del hijo al Padre.
El mundo puede conocer la belleza de las leyes del Creador pero ignora la belleza de los gestos del Padre que promete un Reino, los regalos de su trato, el desinterés de su encuentro en la oración. La “Nueva Era” tampoco aporta nada parecido a la oración cristiana, aunque en sus programas espirituales incluya la música de Hildegarda de Bingen, y frecuente a San Juan de la Cruz. El don del Espíritu no tiene sitio en su collage espiritual, aunque convoca, con presunta elegancia ecuménica y amplitud cultural, a Mahoma y a Buda; a Gandhi y a Jesús, pero a éste no como divino Hijo de Dios e Hijo de María virgen, sino como un ejemplar humano rebosante de dignidad, aunque sólo de dignidad. La “Nueva Era” desconoce la relación hijo-Padre, y la dinámica de vida en la que se avanza hacia la locura, el “vendremos a él y haremos morada en él”. En la Nueva Era sólo es posible un momento de higiene, una experiencia estética de concentración y de activación psíquica.
4 - Aquí el Rosario, oportuno como método de oración. El Papa lo llama Rosario de María, con lo que lo ubica en el centro cristiano, evangélico, contemplativo, y lo hace brotar de la actitud cristiana más pura. La asociación del método de oración a la figura de María es un elogio de ambos: el “orad siempre” se da en María que “guardaba todo esto meditándolo en su corazón”; el “no sabemos orar” se modula en la criatura pobre pero “llena del Espíritu”; el favor teologal se muestra en el “dichosa por creer”, en quien “el seno y los pechos” llegaron a ser “dichosos”.
El método triunfa en los misterios, ese resumen del evangelio tan preciso como libre, en esa contemplación del Dios hecho Hombre, “en todo semejante”, en formato tolerable, de ejemplar humano imitable: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Del método deberíamos subrayar la plasticidad del guión evangélico que se acomoda a todos los grados de preparación cultural, intelectual, sensitivo, pasional. El Rosario, rebosante de trascendencia y atendible a diario, permite activar el doble misterio del Dios que se revela y del sujeto humano que lo recibe. En esa conjunción se da la profundidad humana, la profundidad que Simone Weil consideraba propia de todos y que consiste en entrar dentro de sí y prestarse atención. La oración con su profundidad personal, y posibilidad para la contemplación, es insustituible en la fe.
5 - La auténtica oración configura al orante en su doble perfil cristiano: el interno de la conciencia y el externo del apostolado. Es en la intensidad contemplativa donde ocurre todo: se capta la necesidad de orar y el deseo de proclamar el don de Dios; sólo desde la experiencia contemplativa la oración aparece como una primera palabra de la vida; sólo en la contemplación se hace posible el corazón educado con “los mismos sentimientos que tuvo Cristo”. Y sólo desde la contemplación orante se alcanzan dos ideales de la fe: la estima del hecho comunitario-eclesial; el ser testigos de Dios en el descampado del mundo y sus miserias, en el seno de la comunidad y las suyas.
La contemplación orante desde el Rosario garantiza también esa dosis de emoción y afectividad que se necesita en cualquier variante de la vocación humana. Modela el talante en forma risueña y dulce (aportación de los misterios gozosos), en forma de fortaleza y convicción templada (efecto propio de los misterios de luz), en forma de desprendimiento libre y oblativo (consecuencia de los misterios dolorosos), en forma de júbilo pascual (balance afirmativo de los gloriosos). El mundo no valora la dulzura, cosecha biográfica de todo orante, síntesis evangélica sazonada y madura. El dulce es el evangelizado, el educado en el seguimiento, el graduado en los dones del Espíritu. La contemplación de los misterios de Jesús promueve en nosotros “los mismos sentimientos que tuvo Cristo”.