Fr. Julián de Cos, O.P.
Hablar de la oración en el Rosario es, en cierto modo, una redundancia, pues el Rosario es, de por sí, una oración. De lo que vamos a tratar es de algunos de los misterios del Rosario en los que se nos invita a contemplar a María o a su Hijo orando.
Comenzamos por el Segundo Misterio Gozoso, en el que María visita a su prima Isabel y, tras el saludo de ésta, del corazón de María sale una alegre y espontánea oración de alabanza y agradecimiento hacia Aquel que la ha elegido para ser la Madre del Salvador (cf. Lc 1,39-56). En buena medida el Rosario es eso: una oración que dirigimos junto a María para alabar y dar gracias a Dios por habernos enviado a su Hijo. Pero para que dicha oración surja espontánea y alegremente de nuestro corazón es necesario sentirnos verdaderamente salvados por Jesús. La auténtica alabanza y el sincero agradecimiento nacen de un corazón que busca ser humilde y puro como el de María.
En el Quinto Misterio Luminoso meditamos el pasaje en el que Jesús, con 12 años, deja varios días a su familia para ir al Templo, donde los judíos consideraban que Dios se hace presente en medio del mundo. Cuando José y María le encuentran, Jesús estaba dialogando con varios doctores de la Ley. Y Jesús les dice que está allí porque tiene que estar en las cosas de su Padre (cf. Lc 2,41-51). Efectivamente, su Padre lo es todo para Jesús, y siente una nostalgia tremenda de su presencia. Por ello es lógico pensar que Jesús no sólo fue al Templo a hablar con los doctores, sino sobre todo para sentirse cerca de su Padre. Es decir, Jesús fue principalmente a orar. Recordemos que para Jesús el Templo es, ante todo, «casa de oración» (Lc 11,17). Se puede rezar el Rosario en cualquier sitio, pero un lugar privilegiado para hacerlo es una iglesia, donde oramos junto a Jesús, presente en el sagrario.
En el Quinto Misterio Luminoso meditamos cómo Jesús y sus discípulos celebraron la Última Cena, cuando quedó instituido el sacramento de la Eucaristía (cf. Lc 22,14-23). Muy probablemente aquella celebración se desarrolló en un ambiente de oración. Tras la ascensión de Jesús resucitado, es ahí, en el «cenáculo», donde la tradición dice que su Madre y sus discípulos se reunían para orar, de tal forma que el día de Pentecostés les vino desde el cielo el Espíritu Santo y todos quedaron llenos de valor y sabiduría (Tercer Misterio Glorioso; cf. Hch 2,1-12). El «cenáculo» simboliza todo sencillo oratorio donde la comunidad se reúne a orar junto a María, en torno a Jesús.
También la naturaleza es un lugar de oración, por eso los evangelios nos dicen que Jesús oró en el río Jordán al ser bautizado (Primer Misterio Luminoso; cf. Lc 3,21-22), en la cima del monte Tabor junto a tres de sus discípulos (Cuarto Misterio Luminoso; cf. Lc 9,28-36) y en el Huerto de los Olivos antes de ser apresado (Primer Misterio Doloroso; cf. Lc 22,39-53). Y María ocupa un lugar preeminente en la creación, pues fue erigida por Dios como Reina de cielos y tierra, e intercede por todos nosotros (Quinto Misterio Glorioso). Los mismos rosarios están generalmente fabricados con elementos naturales como semillas, madera, hueso, metal, etc. y los tocamos y acariciamos mientras rezamos. Y es que María de un modo u otro nos introduce en la belleza y la intimidad de la naturaleza, donde nosotros, desprendidos de todo aquello que nos distrae o retiene, podemos dejarnos enamorar junto a Ella por nuestro Dios y Creador.
El último lugar en el que Jesús oró a su Padre antes de su resurrección fue la Cruz, donde dio su vida por amor. Y junto a Él estaba su Madre. Aunque los evangelios no entran en detalles, es fácil suponer que ambos oraron juntos, unidos por el sufrimiento y la esperanza. Nos situamos en el Quinto Misterio Doloroso (cf. Jn 19,23-42). De algún modo, todos hemos experimentado que, al darnos por amor a los demás a costa de nosotros mismos, en esos momentos la oración fluye naturalmente y sin esfuerzo entre nuestro corazón y el corazón de Dios. Y más que nunca notamos interiormente que nuestra Madre nos acompaña con su consuelo y cariño. Es esa una oración sin medida, pues compartimos con Jesús el amor que de su pecho brotó hasta la última gota en la Cruz.
Concluyendo, en el rezo del Rosario María es nuestra compañera de oración: de una oración movida por Espíritu Santo y que, a través del Hijo, va dirigida hacia el Padre con todo nuestro amor.