Fr. Julián de Cos, O.P.
En los últimos misterios del Rosario podemos contemplar cómo Jesús desaparece de la vida de los Apóstoles y después regresa. Todo comienza en el quinto misterio doloroso (el Señor muere en la Cruz). En ese momento la mayoría de los discípulos estaban huidos y escondidos, y alguien, suponemos que san Juan, les informó de que el Maestro había muerto en el Calvario: «Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: “Todo está cumplido”. E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn 19,30). Eso suponía que se habían quedado solos. Él ya no estaba. Sintieron un gran vacío y un doloroso sinsentido. Pues bien, algo parecido podemos experimentar nosotros cuando sufrimos una grave crisis interior y sentimos que el Dios en el que creemos ya no está en nuestra vida. Sabemos que algunos santos, como la Madre Teresa de Calcuta o santa Teresa de Lisieux, pasaron por esta experiencia. Es como si, de repente, Dios desapareciese de nuestra existencia.
Pero en el primer misterio glorioso (la Resurrección) podemos compartir con los Apóstoles el regreso del Señor. El que pensábamos que estaba «muerto» reaparece en nuestra vida en todo su esplendor y divinidad. En un principio nos cuesta creer que es Él, pero su insistencia en hacerse presente nos hace ver que está vivo y es muy real. Esto lo vivieron los Apóstoles físicamente. De hecho, el Resucitado le dijo a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20,27). Entonces, nuestro corazón se llena de alegría y nuestra vida vuelve a recuperar su sentido.
En el segundo misterio glorioso (la Ascensión) contemplamos cómo los Apóstoles vieron con sus propios ojos cómo Jesús Resucitado «se separó de ellos y fue llevado al Cielo» (Lc 24,51). Aunque san Lucas nos dice que los discípulos regresaron a Jerusalén con gran gozo (cf. Lc 24,52), es lógico pensar que echaron de menos la presencia física del Resucitado entre ellos.
Pero Jesús no dejó solos a sus discípulos. Sabemos que al cabo de unos días, cuando oraban juntos en el cenáculo, «quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,4). Esto lo contemplamos en el tercer misterio glorioso (Pentecostés). Pero esta vez no se trataba de una experiencia limitada en el tiempo, como había sido la del Resucitado. Ahora el Padre y el Hijo les enviaban a su Espíritu para siempre, para que guiase a su Iglesia hasta el final de los tiempos. Efectivamente, todos nosotros somos «templo del Espíritu Santo», así nos lo dice san Pablo varias veces (cf. 1Cor 3,16; 6,19, etc.) y, sobretodo, así lo experimentamos nosotros cuando, por ejemplo, estamos en la capilla rezando ante el Santísimo, o estamos trabajando en casa, o tenemos que afrontar un fracaso. Sentimos que el Espíritu de Dios está siempre con nosotros, sea donde sea y pase lo que pase.
Un tiempo después los Apóstoles sufrieron otra grave pérdida: la de la Madre del Señor. Lo contemplamos en el cuarto misterio glorioso (la Asunción). Al final de su vida terrena, María convocó a los Apóstoles y ante todos ellos fue asunta al Cielo por manos de ángeles. De nuevo los discípulos de Jesús sentían la partida de un ser querido. Les faltaba su Madre. ¿Quién iba ahora a confortarlos con tanta ternura? ¿Quién iba a acompañarles en la oración con tanto recogimiento? ¿Quién iba a recordar con ellos la vida y el mensaje de su Maestro con tanta profundidad?
Afortunadamente, la historia no acaba aquí. Hay un quinto misterio glorioso (la Coronación), que nos invita a compartir con los Apóstoles la experiencia espiritual de que María no nos ha abandonado al subir junto a su Hijo, sino todo lo contrario: coronada como Reina de Cielo y tierra, vela e intercede por nosotros ante Dios todos los días de nuestra vida. No hace falta que nadie nos lo muestre, porque lo sentimos en nuestro corazón y sabemos que es real.
Como vemos, los misterios gloriosos del Rosario nos ayudan a dar sentido a dos vivencias espirituales que todos podemos tener: la experiencia de sentir que Dios no está con nosotros, y la experiencia de nuestro reencuentro con Él. Es un asunto, ciertamente, muy delicado, pues cada uno lo vive a su manera y depende de muchos factores, algunos de los cuales nos resultan desconocidos.
Compartiendo con María los misterios gloriosos semana tras semana y año tras año, vamos interiorizando y asumiendo que nuestra experiencia de Dios pasa por fases diferentes, unas de gran cercanía y consolación, y otras de aparente lejanía y aflicción. Los Apóstoles lo vivieron físicamente, tal y como lo narran los Evangelios, nosotros lo vivimos interiormente, pero, en cualquier caso, se trata de algo que forma parte de nuestro camino espiritual hacia Dios.