Cuento: El juglar de Nuestra Señora
El cuento narra cómo Alvar, un juglar, muestra su devoción a la Virgen actuando con amor sincero. Aunque los monjes se escandalizan al principio, la Virgen lo recompensa con un gesto milagroso, destacando que lo importante es el amor con que se actúa.
Cuento infantil: El juglar de Nuestra Señora
Este fue un hecho que lo cuentan como real y bien pudiera haberlo sido... Porque milagros mayores puede hacer el amor.
Era allá en tiempos del "zar Guisante" que dicen en Rusia, o de "Maricastaña" que dicen por nuestros lares.
En el país del Girasol reinaban la fe y buenas costumbre s. Y en su centro geográfico, en medio de una hondonada regada por las aguas cantarinas de un riachuelo, se alzaba un bello templo / santuario en honor de la Virgen de la Espiga, patrona de la región. Una comunidad de sabios y devotos monjes atendía su culto y acogían a los numerosos campesinos que desde muchas leguas a la redonda, venían a honrar a la Madre de Dios y a purificar sus conciencias en el sacramento del perdón.
El día de la gran fiesta, la multitud era enorme: misa solemne, procesión con la imagen de la Señora rezos alternando con cantos y acordes de guitarras; y a trechos, el trenzado alegre de unos bailes folklóricos cuyos trajes típicos agregaban colores a la fiesta. La Virgen de la Espiga sonreía dulcemente a todos sus hijos labriegos.
No era raro que algunos años llegara también un carromato de títeres, que anochecido, completaban la fiesta con sus cómicas actuaciones. Así fue aquel año en cuestión, por cierto, con máxima afluencia de romeros.
Entre los titiriteros, venía un apuesto joven, harto hábil saltimbanqui, a más de experto en vihuela. Y "versolari" que dicen los vascos; es decir, hacedor de atinados, jocosos y bellos versos: algunos más piadosos; otros, más bien mordaces, criticando las vidas y hablas campesinas, lo que provocaba sonaras risotadas en los espectadores.
Alvar, que así se llamaba el mozo, - apenas superada la adolescencia-, se había echado a la vida de juglar errante abandonando la casa paterna, lo que acarreó la muerte prematura y apesadumbrada de sus progenitores.
Cuando llegó a saberlo, un manto de tristeza oscureció su carácter, de suyo alegre y jacarandoso. Quiso compensarlo usando sus cualidades, donaires y fantasía. Y así, un buen día, buscando una felicidad que no hallaba, se unió a un numeroso grupo de saltimbanquis, esperando que nuevas aventuras le distrajeran las penas. Pero ni aún así: en su alma, sentía un hueco oscuro y profundo de donde salía una voz de remordimientos.
Fue así como vino a parar, una fiesta de la Virgen de la Espiga, junto a los muros del monasterio de su santuario.
Por encima de ellos, desde su carromato, observaba a los monjes que silenciosos, rebosantes de serena paz, deambulaban por los jardines y huerta del convento: quiénes leían, quiénes rezaban el rosario; otros regaban las plantas, o escribían en sus celdas. Aquel ya anciano, sentado en el brocal del pozo, inmóvil y meditativo, como en éxtasis. Más allá, otro preparando un espléndido manojo de rosas para el altar de la Virgen. Todos, como seres de un mundo de limpia paz y armonía, antes nunca visto. Y le entró una santa envidia.
Asistió a la misa solemne, impresionado por el bien modulado canto monacal de los melismas gregorianos; y escuchó con atención el sermón, en el que el monje predicador dijo filigranas del amor de Dios y de su Sma. Madre y Madre nuestra.
Alvar salió de la iglesia pensativo.Aquella tarde, actuó bien por costumbre; pero en la noche no pudo dormir. Así, a la mañana siguiente, fue el primer penitente que se acercó al confesionario con tal espíritu que, de la iglesia fue a solicitar el ingreso en la comunidad de los monjes. Y fue tal su insistencia, que el prior le admitió a prueba.
Alvar se sintió feliz en su nueva vida; casi feliz, vaya. Porque aunque tenía una bella voz varonil y le encantaba cantar, desconociendo el latín y la música gregoriana se sentía marginado en la vida coral de los monjes. Tampoco era muy ducho en oraciones, pues desde el comienzo de su vida bohemia no había vuelto a rezar; justo el Padrenuestro y aún a trompicones. Por todo ello, aún siendo feliz, se sentía extraño en aquella comunidad de hombres de Dios.
Eso sí, despierto de inteligencia, había captado muy bien las prédicas del prior: lo importante es el amor, un amor entrañable a Dios, una íntima amistad con Cristo Jesús, un tierno afecto a su Sma. Madre.
Cada día llevaba un manojo de rosas frescas ante el sagrario y otro a los pies de la Virgen. Y hasta le parecía que su imagen le sonreía, con lo que su amor se acrecentaba más y más. Además, el sesudo y sabio P. Prior había dicho en una plática, -quizás adivinando sus luchas internas y su desconsuelo-, que para Dios no era tanto lo que sabíamos o hacíamos, sino el amor que en ello poníamos.
Rumiando en su mente estas aseveraciones, sintió como una iluminación. Y tomó una decisión: aquella misma noche, haría lo que sabía y lo haría de corazón.
Y así, cuando la comunidad se retiró a descansar, cautelosamente sacó de un viejo baúl un saco con sus antiguas pertenencias y de puntillas se dirigió a la iglesia. Encendió los cirios y volcó el saco del que salieron: una narizotas postizas que se colocó sobre las suyas. Una peluca verde rabioso que se encasquetó. Un jubón naranja chillón que se vistió. Y unas calzas color lagarto que se acomodó. Finalmente, unos zapatones boquiabiertos de puntera que se ajustó al tobillo con fuertes lazos. Ató, de columna a columna y de ambas al altar, una recia soga. Empuñó su vihuela y, sin más, a media voz para no despertar a los monjes, le cantó unos preciosos versos a la Virgen que, - se diría,- Ella agradecía con dulcísima sonrisa. Con costumbre de artista, tras los versos de amor que le cantó a la Señora y al Niño, una profunda reverencia. Y.¡huy!, "me parece que me han respondido con una inclinación de cabeza", se dijo. Nuevas endechas, nuevas reverencias al Hijo y a la Madre. una vez, y otra vez.¿Cuánto tiempo pasó..? ¡Casi toda la noche!
De pronto, dejó su vihuela y de un ágil brinco se puso sobre la soga. Tras nueva reverencia, picaronamente enseñó los dedos de sus pies por las punteras boquiabiertas de sus zapatones. Ahora sí que se atrevería a decir que las sonrisas de sus egregios espectadores habían sido más manifiestas, dulces y prolongadas. De donde sacó ánimos y bríos, y emprendiendo un gracioso trote sobre la soga, exageraba desequilibrios y simulaba caídas que no sucedían. Hasta le pareció que el Niño hizo algún gesto de susto con ocasión de algunas de sus volteretas endiabladas; pero, ¡cosas de niños!: la Madre sonreía y sonreía tranquila, como quien sabía que era astucia del juego.
Sobre una mano, sobre un pie, a horcajadas, de puntillas sobre la soga: un paroxismo de gestos cómicos y piruetas. El Niño, como extasiado de admiración, rompió en delicados aplausos y su Madre se deshacía en sonrisas. Alvar, sudoroso y fuera de sí de contento, ni se apercibió que despuntaba la aurora.
En estas estaba, en un último esfuerzo de increíbles jerigonzas, cuando entró la comunidad para cantar maitines. Los monjes quedaron aterrados, creyendo que el diablo vestido de harapos de colores se burlaba de nuestra Señora. Mas, de pronto, aquel "diablo" dio un salto descomunal e inexplicablemente, cayó con la suavidad de una pluma, a los pies de la Virgen Madre cuya mano besó reverente. Mano con la que, - según vieron los monjes estupefactos-, la Virgen recogió el extremo de su manto y con él enjugó el sudor de la frente al supuesto diablo de colores, dándole luego un beso maternal mientras el Niño con su manita acariciaba la peluca verde.
Vueltos de su estupor, se acercaron al altar, preciso instante en que el Niño, de un tirón, le arrancó la peluca y.¡ apareció el rostro radiante de Alvar dormido en el sueño de los justos !
Dice la historia que al quitarle la peluca, su alma voló al cielo con el permiso de Dios, para gozar de la paz en el reencuentro con sus padres y demostrar a los hombres que también los titiriteros van al cielo ya que lo que importa es el amor y no las profesiones o las ciencias.
A partir de aquel día, la Patrona del reino del Girasol, antes Virgen de la Espiga, se llamó Nuestra Señora del Juglar. Y en su memoria, en mi pueblo también se baila a la Virgen en el día de su fiesta, porque en la conciencia del pueblo quedó grabada la historia del juglar de Nuestra Señora: la Virgen de la Espiga ama al pueblo que ante ella baila con amor y alegría.