El oso y la monja: El sentido de la vida religiosa hoy
Conferencia a los Superiores Mayores Franceses, octubre 1998
La vida religiosa no es nada más que una tentativa de vivir esta otra historia, la historia pascual de la muerte y la resurrección. Como escribió Bruno Chenu, en su excelente libro, que leí demasiado tarde: "Los religiosos quieren poner en obra una cierta lógica del bautismo, una vida en Cristo llevada hasta sus últimas consecuencias". Los votos no dan un sentido diferente o especial a nuestra vida. Pero vuelven público y explícito nuestro rechazo de la historia del oso. La obediencia, por ejemplo, es un claro rechazo de la imagen del yo autónomo, solitario y descomprometido. Es una declaración de nuestra intención de vivir para esta otra historia, de descubrir quiénes somos en la vida común de hermanos. Es un compromiso de liberarse del insostenible peso del yo moderno y solitario. En la obediencia, rechazamos también la imagen de la vida como combate para ser fuerte, lo mismo que en la pobreza renunciamos públicamente a la lucha competitiva por el éxito, a la carrera descontrolada de la sociedad de consumo. En la castidad aceptamos que la fertilidad más profunda que jamás pudiéramos tener es la del Dios creador que resucita a los muertos.
Estos votos nos dejan desnudos y expuestos. Deforman cualquier otra historia que podría dar un sentido provisional a nuestra vida y me capacitan para seguir un día más. Prometemos abandonar carrera, éxito financiero, todos los escondrijos que pudieran sugerir, después de todo, que el oso tiene razón. Si esta historia pascual no es verdadera, entonces nuestras vidas no tienen ningún sentido y "somos los más desgraciados de los hombres""(Co. 15,19).
Esto no es fácil. Somos los hijos de la era moderna y hemos sido formados por sus historias, hemos compartido sus sueños. Yo sé, por ejemplo, que me parezco más al oso que a la monja. Mis respuestas instintivas son, con frecuencia, más las de mi yo solitario que las de un hermano. Sé que apenas he comenzado el proceso de nacer de nuevo. Mi imaginación no está más que a medias convertida. Cuando esperando al autobús, en Roma, miro los carteles me estoy viendo a mí mismo.
De esto saco dos conclusiones. Primeramente, puedo, al menos, compartir con mis contemporáneos un combate para dejar la máscara del oso y tomar figura humana. Si no compartiera este combate, no tendría nada que responder a la pregunta: ¿Qué sentido tiene hoy la vida humana? El religioso no es un ser celestial, aislado de la modernidad, sino una persona cuyos votos le han vuelto inevitable y sin escapatoria en el combate por renacer. Compartimos con los otros las angustias del nuevo nacimiento. Si somos sinceros en nuestro combate, quizás otros vengan a compartir nuestra esperanza.
En segundo lugar, porque es difícil, debemos dedicarnos realmente construir comunidades en las cuales sea posible esta nueva vida pascual. Una comunidad religiosa debe ser algo más que un lugar donde tomar nuestras comidas, recitar oraciones, regresar a dormir todas las noches. Es un lugar de muerte y resurrección, donde nos ayudamos recíprocamente a hacernos nuevos. Comienzo a adherirme a la idea de la vida religiosa como ecosistema, concepto que he desarrollado en otros lugares. Un ecosistema es lo que permite que se desarrollen formas extrañas de vida. Toda forma de vida extraña tiene necesidad de su ecosistema. Esto es particularmente cierto para los jóvenes que vienen ahora a la vida religiosa, sin haber descubierto con frecuencia la fe en Dios más que recientemente. Una rana rara no puede vivir y reproducirse y tener un futuro si no dispone de todos los elementos indispensables de su ecosistema: un estanque, sombra, diversas plantas, mucho barro, y otras ranas. Ser religioso es escoger una forma de vida extraña y cada uno de nosotros tendrá necesidad de su medio ambiente que el sostenga: oración, silencio, comunidad, de otra forma no se desarrollará. También un buen superior es un ecologista que ayuda a sus hermanos a construir los ambientes necesarios para su buen desarrollo. Pero los ecosistemas no son pequeñas prisiones que nos separan del mundo moderno. Un ecosistema permite a una forma de vida desarrollarse y reaccionar de manera creativa con otras formas de vida.
Tenemos necesidad de ecosistemas que sostengan en nosotros el sentido del tiempo pascual, el ritmo del año litúrgico que nos lleva del Adviento a Pentecostés. Necesitamos comunidades que estén marcadas por sus ritmos, por sus modelos de celebración y de ayuno. Tenemos necesidad de comunidades donde no nos contentemos con recitar rápidamente unos salmos antes de salir a trabajar, sino donde somos apoyados como personas que, incluso en el desierto, pueden finalmente llegar a cantar las alabanzas. Tenemos necesidad de construir comunidades donde compartir nuestra fe y compartir nuestra desesperanza, a fin de ayudarnos mutuamente a atravesar el desierto. Tenemos necesidad de comunidades donde lentamente podamos renacer como hermanos y hermanas, hijos del Dios vivo.
La monja canta en la oscuridad, como Domingo cantaba mientras caminaba por el Sur de Francia. Tal es la vocación cristiana. San Agustín decía: "Seguid el camino. Cantad mientras camináis. Es lo que hacen los viajeros para aligerar la carga… Cantad un cántico nuevo. No dejéis que nadie cante las viejas canciones. Cantad las canciones de amor de vuestra tierra… como hacen los viajeros y, con frecuencia, en la noche. Todos los ruidos que oyen alrededor son aterrorizantes. Y, sin embargo, ellos cantan, incluso, cuando tienen miedo a los bandidos". O a los osos.