Promesa de Vida "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia"
Carta del Maestro de la Orden sobre la vida dominicana en Cuaresma de 1998
Cuando Santo Domingo daba el hábito a los hermanos, les prometía "el pan de vida y el agua del cielo". Si queremos ser predicadores de una palabra de vida, tenemos que encontrar el "pan de vida" en nuestras comunidades. ¿Nos ayudan a florecer o meramente a sobrevivir?
Muy poco después de haber ingresado yo en la Orden, el entonces Maestro de la Orden Fr. Aniceto Fernández visitó mi Provincia. Solamente me preguntó una cosa, la clásica de todos los visitadores: "¿Estás contento?" Habría esperado alguna cuestión más profunda, por ejemplo acerca de la predicación del Evangelio o de los retos que tenía que afrontar la Provincia. Pero ahora me doy cuenta de que es precisamente eso lo primero que debemos preguntar a nuestros hermanos: "¿Estás contento?" Hay una manera de estar contentos, una felicidad, que consiste en sentirse vivos, con vitalidad como dominicos, que es la fuente de nuestra predicación. No se trata de una alegría inagotable ni de un buen humor inalterable. Supone capacidad de sufrimiento. Puede abandonarnos durante un tiempo, incluso largo. Es un saborcillo de la abundancia de vida que predicamos, la alegría de los que han comenzado a participar de la vida propia de Dios. Deberíamos tener capacidad de gozo, porque somos hijos del Reino. "El gozo es el carácter intrínseco de la vida bienaventurada y de la vida que, por don del Espíritu Santo, se encamina hacia la santidad". Cuando cantamos a Santo Domingo, terminamos diciendo: "Nos junge beatis". Júntanos a los santos. Que podamos gustar ya desde ahora un poco de su felicidad.
Si queremos construir comunidades con vida en abundancia, tenemos que comenzar siendo conscientes de quién somos y de qué somos, y qué significa para nosotros tener vida como hombres y mujeres, como hermanos y hermanas y como predicadores.
No somos ángeles. Somos seres con pasiones, movidos por los deseos animales de alimento y cópula. Esta es la naturaleza que la Palabra de vida aceptó cuando asumió la naturaleza humana. Y no podemos hacer menos. Aquí comienza nuestro viaje hacia la santidad.
Fuimos creados por Dios a su imagen, destinados a gozar de su amistad. Somos capax Dei, tenemos hambre de Dios. Estar vivos significa embarcarnos en la aventura que nos lleva al Reino, y por eso necesitamos comunidades que nos ayuden en este camino. El Señor prometió: "Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ezequiel 36,26). Necesitamos hermanos y hermanas que estén con nosotros cuando nuestros corazones están destrozados y se vuelven tiernos.
Toda persona juiciosa sabe desde siempre que no hay camino hacia la vida que no le lleve a uno a través del desierto. El viaje desde Egipto hasta la Tierra Prometida pasa a través del desierto. Si fuéramos felices y estuviéramos verdaderamente vivos, deberíamos pasar también por ese camino. Necesitamos comunidades que nos acompañen en esta travesía, que nos ayuden a creer que cuando el Señor lleva a Israel al desierto es para "hablarle al corazón" (Oseas 2, 16). Quizá muchos hermanos y hermanas hayan abandonado la vida religiosa en los últimos treinta años no por ser un poco más dura que antes, sino porque hemos perdido a veces de vista que esas noches oscuras forman parte de nuestro renacimiento como gente que está viva con la alegría del Reino. Así, pues, nuestras comunidades no deberían ser lugares en los que meramente se sobrevive, sino en los que encontramos alimento para el viaje.
Usando una metáfora que desarrollé en otro lugar, las comunidades religiosas son como los sistemas ecológicos, concebidos para mantener formas poco comunes de vida. Un espécimen raro de rana necesita su propio ecosistema para florecer, e inicia su azarosa evolución de los huevecillos al renacuajo y a la rana. Si la rana se ve amenazada de extinción, hay que preparar un entorno con alimento, una charca y un clima en el que pueda desarrollarse. La vida dominicana requiere también su propio ecosistema, si queremos vivir en plenitud y predicar una palabra de vida. Pero no basta con hablar de ello; tenemos que planificar y construir diligentemente estos ecosistemas dominicanos.
Esto incumbe, en primer lugar, a cada comunidad. Toca a los hermanos y hermanas que viven juntos crear comunidades en las que no podamos solamente sobrevivir sino florecer, ofreciéndonos mutuamente "el pan de vida y el agua del cielo". Esta es la finalidad fundamental del "proyecto comunitario" propuesto por los tres últimos Capítulos Generales. Pero sólo tendrá éxito si nos atrevemos a hablarnos mutuamente sobre lo que nos impacta más profundamente como seres humanos y como dominicos. Espero que esta carta a la Orden dé pie para una discusión sobre algunos aspectos de nuestra vida dominicana. Pienso en la vida apostólica, la vida afectiva y la vida de oración. No se trata de tres partes de cada vida (vida contemplativa: 7 am. -7: 30 am.; vida apostólica: 9 am.-5 pm.; ¿y la vida afectiva?). Las tres forman parte de la plenitud de toda vida verdaderamente humana y dominicana. Nicodemo se preguntaba cómo puede uno renacer. Ese es también nuestro problema: ¿cómo podemos ayudarnos mutuamente a la hora de transformarnos para ser apóstoles de vida?
No todas las comunidades serán capaces de renovarse por sí mismas y de conseguir el ideal contemplado por nuestras Constituciones y por los recientes Capítulos Generales. Por eso, todas y cada una de las Provincias deben proponer un plan de renovación gradual de las comunidades para que los hermanos que vivan en ellas puedan florecer. Y sólo a esas comunidades deberían ser asignados los hermanos jóvenes, que son los portadores de la semilla del futuro de la vida dominicana. Las Provincias morirán, a menos que planifiquen la construcción de tales comunidades. Una Provincia con tres comunidades donde los hermanos progresan en su vida dominicana tiene un futuro, con la gracia de Dios. Pero una con veinte comunidades donde apenas se sobrevive, no lo tendrá.