Revista CR: Compartir. “Dad gracias al Padre que os capacitó para compartir…” (Col 1,12)
Compartir, dar algo de uno mismo a los demás. ¿Qué me impide compartir?
El egoísmo, la avaricia, la codicia, que se despiertan frente a los otros e impulsan a cerrar puertas, negar posibilidades, aislarse, romper, volver la cara, difuminarse y esconderse en todo eso que siento y pienso “es mío”, “para mí”. ¿De qué nos sirve? El egoísmo, la avaricia, nos llevan a adoptar una forma de vida que tiende a la satisfacción imposible, nunca se tiene suficiente, insatisfacción permanente, y la capacidad, la forma de existir, de relacionarnos, que pudiera enriquecer nuestra condición de persona se niegue, permanece oculta… ¡Qué gran experiencia la de compartir, participar, olvidarse de sí y guardar, si hay que guardar, que sea en el corazón, lo vivido y compartido con los demás! ¡Qué gran experiencia la de comprenderse junto a los otros, pertenecer y compartir!
El Creador nos capacitó para compartir, por tanto, para salir de nosotros y hacer de nuestra vida un don. Si algo nos define como seres humanos es precisamente la capacidad de compartir. Reconocer lo que se posee sin dejarse dominar por ello, el poder prescindir para que el otro, si lo precisa, lo utilice, lo haga suyo…
La capacidad de compartir tiene que ver con la madurez de la persona y con su evolución en la eliminación del egoísmo, narcisismo, prejuicios y miedos; ser más aptos para hacer de la vida alegría y gratitud.
Compartir, el otro está delante de uno, interpela, se precisa de la comunicación. Comunicar es compartir, salir de uno mismo para escuchar, preguntar y responder, y así ampliar el conocimiento y el saber sobre el otro y sobre uno mismo.
Seguimos inmersos en un contexto de vulnerabilidad provocado por la pandemia, COVID-19, todo se hace más extremo, sigue ocupando el primer lugar; hasta los más “poderosos” son víctimas y de nada les sirve tener mucho “de lo que sea”. Hay que seguir buscando herramientas para hacer posible el camino de la superación. ¿Qué herramientas, qué medios?
En una entrevista al filósofo J. A. Marina a raíz de su último libro “Biografía de la inhumanidad”, habla de tres presas, diques, para detener la agresividad que es como una ola que rompe la cohesión de la humanidad. Estos diques son: la afectividad, fomentar aquellas emociones como la compasión, como el altruismo o la generosidad de la solidaridad y cooperaciones que fomentan el entendimiento del grupo; establecer sistemas normativos morales y jurídicos; las instituciones políticas y sociales que se encargan de proteger los otros diques. Tres grandes diques, el afectivo, el moral y de las instituciones políticas. Pienso que aporta pistas para la reflexión sobre cómo afrontar situaciones que a todos afectan. Observar, la primera la afectividad, fomentar emociones como la compasión, el altruismo o la generosidad de la solidaridad y la cooperación ¿Será esto compartir?
Número 539 (mayo-junio 2021)
No deja de tener su encanto comprobar como un niño dice: “es mío”, y abrazándose a su mamá dice: “es mi mamá”, “es mía”, y la mamá se pone orgullosa del cariño que así le expresa su hijo… Tiene su encanto y su ternura, claro que sí.
Esto es admisible y entendible en la infancia, aunque también, en la infancia, podemos comprobar como el uso y el sentimiento de ese “es mío” crea problemas y dificulta la relación con los iguales. Dos niños jugando, por ejemplo, y cada uno se cree el propietario del juguete que no está dispuesto a compartir, aparecen los enfados, llantos, peleas… No es posible jugar juntos y, pensándolo mejor, jugar solo es menos divertido, pero hasta aquí no llega el niño. Es normal que esto ocurra y es la ocasión, es la oportunidad para enseñar que se disfruta más si se comparte. La evolución, por tanto, la madurez se va alcanzando, se deja de ser niño, en tanto en cuanto se es capaz de compartir, de ceder, cuando se hacen presentes valores como la justicia, la generosidad, la atención al otro, la solidaridad, la cooperación, etc.
Ya en los inicios, en la humanidad quedó patente la realidad triste de la “soledad” del individuo (Gen 2, 18-24) y, por tanto, su necesidad de compañía y, consecuentemente, de compartir.
Dos opciones: Una, cada uno lo suyo y barrera (un muro) para que no haya confusión ni malos entendidos; la otra, lo que hay y lo que somos se comparte y, por tanto, no se da prioridad a la separación y distancia sino a la convivencia, al “nosotros”, “nuestro”, por encima del “yo”, “mío”. El aislamiento, la separación, la incomunicación, la ausencia de relación con los otros, en definitiva, son razones para la tristeza, la pobreza personal, para apagar los deseos, oscurecer los días; olvidar la posibilidad y realidad del amor, de la felicidad…; “morir en vida”.
No es el tener, poseer, ser más que nadie, lo importante. ¿Qué es lo importante? Todo ser humano tiene algo y, además, original, único y, por tanto, todo ser humano enriquece la humanidad. Lo importante es vivir la vida desde un modo de ser, no tanto desde un modo de tener en el que se rinde culto a las cosas y obviamos a las personas. Inspirados en las teorías de Erich Fromm, por ejemplo, el acto de amar implica cuidar, conocer, responder, afirmar, gozar de una persona, de un árbol, de una pintura, de una idea. Significa dar vida, aumentar su vitalidad. Es un proceso que se desarrolla y se intensifica a sí mismo. Sin embargo, el acto de amar en el modo de tener implica encerrar, aprisionar o dominar al objeto “amado”. Es sofocante, debilitador, mortal, no dador de vida.
Y para ser (“Ser o no ser, esa es la cuestión” W. Shakespeare), entrar en relación, confrontar, compartir… Nuestra misma condición, nuestra finitud se hace patente en la necesidad de establecer relaciones con los otros, en la necesidad inevitable de dar y de recibir. Dicho de otra manera: “Para ser uno se necesita del otro, de la misma forma que para ser el primero ha de haber un segundo, un tercero, etc. En definitiva, para ser, el individuo precisa de un espejo donde reflejarse; este es el otro, que devuelve la mirada.” (P. Redondo y S. Salgado).
Como afirma el Papa Francisco en la Encíclica Fratelli Tutti, que “un ser humano no llega a reconocer a fondo su propia verdad, a saber realmente quién es, si no es en el encuentro con los otros”.
Se establecen relaciones, se instaura una correspondencia en la que se intercambia, se “da” y se “recibe”, se comparte. Así estamos hechos o así somos, capacitados para despertar nuestras potencialidades que nos hacen más próximos a nosotros mismos y a los otros, y con el mismo Dios; que nos facultan para conocernos mejor, crecer, ser más humanos y, consecuentemente, más divinos, más próximos al Creador. “No existe conocimiento de Dios sin autoconocimiento; no existe encuentro con Dios si no me encuentro conmigo mismo” (A. Grün) y “si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente; pues si no ama al hermano suyo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20) Nuestra relación con Dios pasa por nuestra relación con los demás. “Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él” (1Jn 4,16). Dios es amor y experimentar a Dios supone experimentar amor en nosotros. El amor de Dios nos capacita para amar y compartir ese amor. Saberse amado, en definitiva, es estar capacitado para amar. ¿Quién puede guardarse esa experiencia, ese amor, para sí? Guardarlo significa perderlo. Sin embargo, al dar, nada se pierde, ni nada disminuye, sino que, muy al contrario, dando se gana.
“Dad gracias al Padre que nos capacitó para compartir…” (Col 1,12). Compartir es dar algo de uno mismo a los demás. Dar, ¿qué dar? Muchas cosas, materiales y espirituales… Podemos compartir el alimento y, también nuestro tiempo; nuestras ilusiones y también nuestros bienes; nuestro amor y también nuestros saberes; nuestra amistad y también nuestras habilidades; así como nuestros problemas y también nuestros éxitos. Compartir un proyecto de vida, ya sea en pareja, en la familia, en comunidad, en la vecindad, en el trabajo… Proyecto de vida humano y humanizador.
El compartir no sólo consiste en el valor de dar, también se requiere el valor de recibir, aceptar y acoger lo que el otro ofrece. Compartir para disfrutar en común de los recursos, del espacio, de la relación, los sentimientos, ideas, ser solidarios, colaboradores y cooperadores.
Compartir, precisa de la gratuidad, es un gesto generoso y bondadoso. La cantidad no es el dato importante. El valor del compartir está en su calidad. Volvemos la vista a la Escritura que nos cuenta: “Sentado frente al cepillo del templo, observaba cómo la gente echaba monedillas en el cepillo. Muchos ricos deban en abundancia. Llegó una viuda pobre y echo una monedilla de muy poco valor. Jesús llamó a los discípulos y les dijo: -Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que todos los demás. Pues todos han dado de lo que les sobra; pero ésta, en su indigencia, ha dado cuanto tenía para vivir”. (Mc 12, 41-44)