Revista CR ‘Respeto’
Muchos frentes se nos abren cuando nos ponemos a reflexionar sobre el tema que titula este número de CR. No es solo el terrible y triste mundo de las migraciones. Es, también, lo que ocurre en cada casa cuando se cierra la puerta.
Pensamos en la violencia de género que nada la puede justificar, y nos sorprende más cuando se da entre parejas jóvenes porque pensamos que el concepto “hombre” y “mujer” ha perdido distancia, hemos evolucionado y hablamos de “personas” y la condición diferente de ser hombre y/o ser mujer es una riqueza para el ser humano.
Número: 518 (Marzo-Abril, 2017)
RESPETO
¿Y no hay lugar en el mundo para ellos?
Muchos frentes se nos abren cuando nos ponemos a reflexionar sobre el tema que titula este número de CR. No es solo el terrible y triste mundo de las migraciones. Es, también, lo que ocurre en cada casa cuando se cierra la puerta.
Pensamos en la violencia de género que nada la puede justificar, y nos sorprende más cuando se da entre parejas jóvenes porque pensamos que el concepto “hombre” y “mujer” ha perdido distancia, hemos evolucionado y hablamos de “personas” y la condición diferente de ser hombre y/o ser mujer es una riqueza para el ser humano. Esto es verdad, pero esa minoría que no entiende quien es él y quién es ella, tiñe de rojo, de dolor, de sufrimiento, de tristeza, de muerte, un día sí y otro también, la vida de la humanidad. La violencia de género es un comportamiento que deshumaniza.
Pensamos en el mundo de la trata: mujeres, niños, hombres… No son mercancía. Hijos de Dios, perdonad… tenéis derecho a un espacio, para cada uno, que lo podáis decorar con vuestros sueños, vuestros proyectos, vuestros sentimientos, vuestras oraciones, vuestros amores. Un espacio de libertad. Un vivir libremente.
Y en la escuela, entre niños y jóvenes, cuando su juego es la fuerza de los golpes y los insultos, la irracionalidad que impide gozar y aprender de la riqueza de las diferencias. Irracionalidad, abolición de la educación, ausencia de humanidad, falta de atención y acogida, inexperiencia del beso y del abrazo que estruje hasta sentirse perdido en el amor de la madre, del padre, en el amor familiar.
“…y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había encontrado sitio en la posada” (Lc 2, 7).
Todos somos el centro y nadie es el centro. Más bien, todos estamos, nos movemos, nos relacionamos, nos rozamos, nos hablamos, nos ayudamos, nos acompañamos, celebramos, compartimos, y así nos descubrimos, experimentamos la felicidad de saberse juntos, de “familia”, de “pertenencia”, de no estar solos; la felicidad de poder decir al otro lo importante que es para mí, lo agradecido que me siento porque permite que le quiera.
Viene a la mente una imagen: una orquesta en la que hay instrumentos, algún instrumento, que su sonido sobresale agresivamente… La desarmonía es patente y ese desequilibrio rompe toda belleza de la pieza que se está mal-interpretando. El hecho de que otro instrumento utilice más “espacio sonoro” lo que consigue es romper la armonía, el equilibrio, todo aquello que emociona cuando se escucha e impide, por tanto, gozar de la fascinación que produce en nosotros esa pieza, trasladándonos a otros mundos, otras sensaciones, despertar a emocione y nuevas experiencias…
Cada instrumento es diferente y cada uno tiene su función. Ninguno sobra, todos son necesarios, cada uno en su lugar, ocupando su “espacio sonoro”. Todos hacen posible una realidad armónica; todos son “el autor” de una creación.
Esta imagen se puede trasladar a la familia, a la comunidad, a la empresa, a la escuela, a la iglesia, a la sociedad… ¿Y no hay lugar en el mundo para ellos?
La falta de respeto genera violencia y enfrentamientos. Y una falta de respeto es juzgar al otro por su etnia, religión, cultura. Juzgarlo desde nuestros parámetros y si no coincide con “lo nuestro” es que está falto, no cumple los requisitos y no puede formar parte de este grupo –“mi grupo”- humano. Esta forma de comportamiento nos muestra a una persona o a un grupo humano que no es capaz de reconocer su propio valor.
Si reconocemos la propia naturaleza original podemos reconocer la del otro. Si vivimos dependientes de fuerzas externas y no de las propias fuerzas internas, valoramos la vida, al otro, desde factores físicos y materiales. Así aseguramos el enfrentamiento y el mal. Vivir dependiente de lo externo es asegurar la insatisfacción, la frustración, porque nunca será suficiente lo que nos llega, lo que nos regalan los demás; no podemos cubrir los deseos que nacen de la envidia, de la competitividad, ni de la necesidad de huir del miedo y de la inseguridad. No reconocer la propia naturaleza original, no valorarla ni respetarla, impide que la valoremos y respetemos en los demás.
Lo mínimo: “Hacer a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti”. Cuando no se da este mínimo con los demás, lo justificamos diciendo que no reúne las condiciones, no cumple los requisitos. Pensamos que no sirve, no está a la altura, no puede entrar, es diferente… La armonía, volviendo a la música, ¿qué es? El uso de tonos, notas, acordes diferentes y simultáneos. El arte de unir y de combinar sonidos diferentes, pero acordes y agradables al oído, que son emitidos simultáneamente. Si no fuera por el carácter de diferentes no oiríamos música, oiríamos ruido monótono que ensordece y aturde…
Lo mínimo. En el Evangelio leemos: “Como queréis que os traten los hombres tratadlos vosotros a ellos. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a sus amigos. Si hacéis el bien a los que os hacen el bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen… Amad más bien a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio. Así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo.” (Lc 6, 33-36)